La gruta de los ecos
Era la primera hora de la tarde. Los niños sabían que tendrían tiempo de sobra para llegar al matorral donde escondieron los sacos y volver a la caverna con las latas. Quizá pudieran cargar con un saco entero entre los dos.
—Más vale que marchemos ahora —dijo Jack—. Tendremos que ir con ojo avizor para no tropezar con esos hombres. Iban a registrar bien los alrededores y no nos interesa que nos descubran. ¿Estáis seguras de que os encontraréis bien solas, niñas?
—Claro que sí —respondió Dolly con indolencia.
Se alegraba infinito de que no tuviese que ir ella hasta el matorral y volver cargada con un pesado saco. Se echó sobre el musgo. ¡Era tan blando, tan mullido!…
Jack se colgó los gemelos del hombro. Pudieran resultarle útiles para descubrir la presencia de cualquier hombre desde lejos. Salió con Jorge por entre las frondas del helecho, no sin antes haber advertido a las muchachas:
—Si por casualidad vierais a alguien cerca de aquí, soltad las frondas inmediatamente, ¿me habéis comprendido? Así quedará tapada completamente la boca de la caverna. Lucy, encárgate de que no nos siga «Kiki».
Lucy tenía al loro en el hombro, donde acababa de ponerlo Jack. Asió al pájaro por las patas, sujetándole. «Kiki» comprendió que no iba a ir con Jack y Jorge, y soltó un grito de tristeza.
—¡Qué lástima! ¡Qué lástima! —exclamó, melancólico. E irguió con ferocidad la cresta.
Pero Lucy no lo soltó. Continuó conteniéndole hasta que desaparecieron de vista los dos niños. Luego quitó la mano y «Kiki» salió volando de la cueva. Se posó sobre una roca, buscando a Jack.
—La Virgen de la Cueva —gruñó—. ¡Matarile-rile-rile!
—No —dijo Lucy—, lo que tú quieres decir es: «¿Dónde están las llaves, matarile-rile-rile?». ¡Qué manera de mezclar las cosas!
—¡Pobre «Kiki»! —dijo el loro, haciendo un chasquido con el pico—. ¡Pobre, pobre «Kiki»!
Volvió a la caverna. Dolly estaba profundamente dormida, tumbada sobre el musgo, con la boca abierta. El loro se acercó, contempló la boca de la niña con la cabeza ladeada y luego arrancó un poco de musgo con el pico.
—¡«Kiki»! ¡Cuidado con meterle eso en la boca a Dolly! —exclamó Lucy, que conocía las genialidades del travieso loro—. ¡Eres un pájaro malo!
—Límpiate los pies —contestó «Kiki», enfadado. Y se retiró al fondo de la cueva.
Lucy dio la vuelta y, apoyándose sobre los codos, le observó. No se fiaba ni pizca del loro cuando se hallaba de aquel humor.
El sol entraba a raudales. La atmósfera se estaba caldeando. Lucy creyó que sería conveniente desatar las frondas y dejar que cubrieran la entrada para impedir el paso al sol. Conque tiró del cordel, cayeron las frondas y reinó en la caverna una penumbra verdosa y a la vez quedó oculta. Dolly no se despertó. Lucy volvió a tumbarse boca abajo, pensando en todo lo que había ocurrido. El rumor de la cascada se oía ahora más amortiguado, porque la cortina de frondas era espesa.
—«Kiki» —llamó la niña—, ¿dónde estás?
El loro no respondió. Lucy intentó distinguir dónde se encontraba. Seguramente se habría metido en un rincón, enfadado porque los niños no le habían permitido que les acompañase.
—¡«Kiki»! ¡Ven acá! Te enseñaré a recitar «Tres gatitos».
El loro continuó sin responder. La niña se preguntó por qué. Aun cuando se hallara con morro, «Kiki» solía contestar cuando alguien le dirigía la palabra.
Miró hacia el fondo de la cueva. «Kiki» no estaba allí. Echó una mirada a la repisa, sobre la que tenían colocadas las latas. Tampoco le vio. ¿Dónde estaba entonces? No había salido por entre las frondas, eso era seguro. ¡En alguna parte de la caverna debía encontrarse!
Sobre la repisa había una lámpara de bolsillo. La buscó a tientas, la encendió y barrió con su luz la cueva. A «Kiki» no se le veía por parte alguna. Ni siquiera se había posado en los salientes del techo. ¡Qué misterioso resultaba aquello! Lucy empezó a sentirse alarmada. Despertó a Dolly, que se incorporó, frotándose los ojos, enfadada de que la despertasen.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¡Estaba echando un sueño tan agradable!
—No encuentro a «Kiki» —le contestó Lucy—. Y le he buscado por todas partes.
—No seas tan tonta. Habrá salido de la cueva en busca de Jack —dijo Dolly, aún más enfadada.
Volvió a echarse y bostezó. Lucy la asió del hombro y empezó a sacudirla.
—No quiero que te vuelvas a dormir, Dolly. Te digo que «Kiki» estaba aquí hace unos momentos… en el fondo de la caverna… y ahora ha desaparecido… desaparecido por completo.
—Bueno, pues que desaparezca. Ya volverá, no te preocupes. Déjame en paz, Lucy.
Cerró los ojos. Lucy no quiso decir nada más: ¡Dolly se ponía tan furiosa cuando la molestaban! Exhaló un suspiro deseando con toda su alma que estuvieran de vuelta los muchachos. ¿Qué había sido de «Kiki»? Se puso en pie y cruzó por el musgo hacia el fondo de la caverna. Allí la roca se plegaba entre sí y había un espacio detrás de uno de los pliegues. Lucy se asomó con cautela al oscuro hueco, esperando encontrarse con «Kiki» allí, dispuesto a darle un susto, como solía hacer a veces. Pero no estaba allí el loro. Lucy iluminó el repliegue y, de pronto, el haz de luz se detuvo, enfocando un punto determinado.
—Pero…, ¡si hay un agujero! —exclamó, sorprendida—. ¡«Kiki» debe de haberse metido aquí!
Se encaramó al hueco, que se hallaba a la altura de sus hombros. Era justamente lo bastante grande para que pudiera introducirse por él. Esperaba caer en otra cueva al otro lado, pero no fue así. El agujero ascendía lentamente; era redondo, como un túnel estrecho. Lucy estaba segura de que por allí había desaparecido el loro.
—¡«Kiki»! —gritó, dirigiendo hacia delante la luz—. ¿Dónde estás, so estúpido? ¡Vuelve acá!
No obtuvo respuesta. Se arrastró por el túnel, preguntándose qué longitud tendría. Quizá hubiera pasado agua por él en algún tiempo; pero ahora estaba seco. No pudo oír el rumor de la cascada una vez dentro, aun cuando aguzó el oído. Reinaba un silencio profundo.
—¡«Kiki»! —chilló—. ¡«Kiki»!
Dolly oyó el grito en sueños y se despertó sobresaltada. Volvió a incorporarse, irritada. Pero aquella vez no encontró a Lucy a su lado. Fue Dolly quien se asustó ahora. Recordó que Lucy le había hablado de la repentina desaparición del loro. Ahora parecía como si la propia Lucy hubiese desaparecido también. Las frondas del helecho cubrían la entrada. Lucy no habría salido sin decirle que marchara. Examinó la caverna. Lucy no estaba. ¡Dios santo! ¿Qué había sido de ella y de «Kiki»?
Oyó otro grito que sonaba amortiguado y lejano. Se dirigió al fondo de la cueva y descubrió el espacio tras el repliegue. Fue en busca de otra lámpara que había sobre la repisa y rebusc con su luz. Se quedó boquiabierta al ver que asomaban unos zapatos por un agujero a la altura de su hombro.
Tiró de los tobillos de Lucy, gritándole:
—¡Lucy! ¿Qué estás haciendo? ¿Qué hay en ese agujero?
La otra gritó en respuesta:
—No lo sé, Dolly. Lo encontré por casualidad. Creo que «Kiki» debe haberse metido en él. ¿Subo a ver si le encuentro? Ven tú también.
—Bueno —respondió Dolly—. Sube.
Lucy siguió arrastrándose por el estrecho túnel, que se ensanchó bruscamente. A la luz de la lámpara vio debajo de ella otra caverna; una muy grande. Consiguió salir del túnel y mirar a su alrededor. Mas parecía aquello un salón subterráneo. El techo estaba muy alto. Y de sus oscuras profundidades salía una voz melancólica exclamando:
—¡Qué lástima! ¡Qué lástima!
—¡«Kiki»! ¡Conque estás aquí! —gritó Lucy. Y escuchó luego, con asombro, el eco que inmediatamente sonó:
—¡Aquí, aquí, aquí, estás aquí, estás aquí, estás aquí!
—¡Date prisa, Dolly! —gritó Lucy, a la que hacían muy poca gracia aquellos ecos.
—¡Prisa, Dolly, Dolly, Dolly! —repitieron los ecos.
«Kiki» voló hacia Lucy, asustado. ¡Cuántas voces! ¿Qué podían ser?
—¡Pobre «Kiki»! —dijo espantado—. ¡Pobre «Kiki»!
—¡«Kiki», «Kiki», «Kiki»! —clamaron los ecos.
El loro se estremeció y miró a su alrededor, intentando descubrir a quien le llamaba. De pronto soltó un aullido de desafío. Inmediatamente sonaron a su alrededor una veintena de aullidos, como si la gruta estuviese llena de loros. «Kiki» quedó estupefacto. ¿Era posible que hubiese allí tantos loros sin que pudiera él verlos?
Dolly salió del agujero y se puso al lado de Lucy.
—¡Qué gruta más enorme! —dijo.
—¡Enorme! —gritaron los ecos.
—Todo lo que decimos se repite —observó Lucy—. ¡Es fantástico!
—¡Fantástico, fantástico! —repitió el eco.
—Bueno, pues susurremos entonces —sugirió Dolly, susurrándolo.
La gruta se pobló al instante de misteriosos susurros que asustaron a las niñas aún más que los gritos repetidos que oyeran. Se agarraron la una a la otra. Luego Dolly se sobrepuso.
—No es más que el eco —dijo—. Lo hay con frecuencia en las cuevas tan grandes como ésta. ¡Si habrá estado alguien en esta cueva alguna vez!
—Yo creo que nunca —contestó Lucy, barriendo con la luz de su lámpara el lugar—. ¡Imagínate! ¡Quizás estemos pisando un sitio que jamás haya pisado nadie hasta ahora!
—Exploremos la gruta un poco —propuso Dolly—. No parece haber gran cosa que ver, pero nos servirá para distraernos con lo que haya, mientras aguardamos a que vuelvan nuestros hermanos.
Conque se pusieron a dar lentamente la vuelta a la enorme caverna, reproducidos sus pasos centenares de veces por los ecos. Una vez, cuando Dolly estornudó, las niñas quedaron aterradas por los enormes ruidos explosivos que sonaron a todo su alrededor. Los ecos, desde luego, se divirtieron de lo lindo.
—No vuelvas a estornudar, por favor —suplicó Lucy—. Es terrible escuchar el eco de estornudos. Peor que el de los aullidos de «Kiki».
Casi habían dado la vuelta completa a la gruta, cuando llegaron a un pasadizo alto, estrecho, entre dos paredes de roca.
—¡Fíjate! —exclamó Dolly, sorprendida—. ¡Un pasadizo! ¿Crees tú que conducirá a alguna parte?
—Quizá —respondió Lucy, brillándole los ojos—. No olvides, Dolly, que esos hombres andan buscando un tesoro. No sabemos de qué clase…; pero cabe la posibilidad de que esté escondido en alguna parte de estas montañas.
—Sigamos por el pasadizo entonces. ¡«Kiki»! Ven acá. No queremos dejarte atrás.
«Kiki» voló a posársele en el hombro. Las dos niñas se metieron por aquel corredor rocoso en silencio. ¿Qué irían a encontrar?