Un escondite magnífico
Una vez detrás de la roca, los niños, seguros de que ya no podrían verles, respiraron con alivio. Jorge miró a su alrededor. La garganta que emplearon la otra vez se encontraba un poco a la izquierda. Podían llegar hasta ella sin ser vistos desde abajo.
—Vamos —dijo, escogiendo un camino protegido por rocas o matorrales contra las miradas de los que se encontraran en el valle—. Por aquí.
Subieron por el cálido desfiladero hasta la repisa que bordeaba una parte muy pendiente de la montaña. Avanzaron por ella y volvieron a ver el maravilloso panorama del día anterior.
Por encima de ellos se hallaba la casa de labor incendiada. Lucy tuvo buen cuidado de nomirarla; la entristecía ver las vigas ennegrecidas y los derruidos muros. Se detuvieron aguzando el oído para percibir el sonido de la cascada, que llegó hasta ellos dulcemente; un sonido musical continuo como el de lejana orquesta que tocase una melodía sencilla.
—¡Qué sonido más precioso! —exclamó Dolly—. Jorge, ¿subimos ahora, o bajamos? Si lo que quieres es llegar al pie de las cataratas y esconderte allí entre las rocas, debiéramos descender, ¿no? La última vez subimos… por ese camino rocoso.
Los niños reflexionaron.
—Quizá fuera mejor que bajáramos esta vez —anunció Jack por fin—. Las rocas de arriba de la cascada quizá sean demasiado resbaladizas para bajar por ellas, porque estarán mojadas de agua pulverizada. No nos interesa dar un resbalón, y vamos tan cargados que no podemos disponer libremente de las manos.
Conque escogieron un camino descendente. Jorge fue delante, escogiendo el paso que ofrecía mayor seguridad porque senda, en realidad, no había ninguna. A medida que se fueron aproximando más a la cascada, el agua pulverizada les envolvió, humedeciéndoles el cabello.
Tenían calor de tanto andar y escalar, y aquella agua les resultó deliciosamente fresca.
Doblaron un recodo y de golpe vieron la totalidad de la cascada. ¡Qué vista! Lucy respiró profundamente, impresionada y llena de encanto, y se quedó contemplando la escena como fascinada.
—¡Qué ruido más atronador! —gritó Jack, intentando hacerse oír—. Me hace sentirme emocionado.
—Y a mí también —asintió Dolly—. Y excitada. Como si quisiera ponerme a bailar, y a gritar, y a chillar.
—¿Y por qué no hemos de hacerlo? —preguntó riéndose Jack.
Y empezó a dar saltos y a gritar como un loco. Los demás le imitaron; todos menos Lucy. Casi parecía como si quisiesen hacer más ruido y saltar más que la rugiente cascada. No tardaron en detenerse, agotados del todo. Se hallaban sobre una roca plana, húmeda de las gotas que saltaban. No se encontraban al pie de la cascada ni mucho menos, sino a cosa de la cuarta parte de su altura. El ruido les llenaba los oídos y, a veces, la fuerza del agua pulverizada les dejaba sin aliento. Resultaba todo aquello la mar de emocionante.
—Bueno —dijo Jorge cuando hubiera contemplado el salto de agua hasta saciarse—, a ver si damos con un buen escondite. No creo que a esos hombres se les ocurra, ni por casualidad, venirnos a buscar aquí.
Miraron a su alrededor con la esperanza de dar con una cueva o una roca que pudiera servirles de refugio. Lucy no parecía nada convencida.
—No sé si podré soportar este ruido tan terrible —dijo—. Acabaré por marearme.
—Tendrás que resignarte a aguantarlo —le respondió Jack—. Pronto te acostumbrarás a él.
La niña pareció preocupada. Estaba completamente segura de que no se acostumbraría a aquel continuo tronar. Jamás lograría dormir con tanto ruido.
Los niños erraron por la vecindad del salto, sin aproximarse demasiado por la cantidad de agua que salpicaba. No encontraron ningún sitio a propósito. Todas las rocas parecían estar mojadas, y no se veía ningún lugar cómodo donde dejar las mantas e impermeables.
—Las mantas quedarían caladas en muy poco rato —observó Dolly—. Y no podemos acostarnos sobre mantas mojadas. Empiezo a creer que esto no ha sido una idea tan buena después de todo.
Jack ascendió un poco más. Llegó adonde crecía un helecho gigante. Colgaba como una cortina verde y resultaba la mar de artístico. El niño se preguntó si podrían guarecerse tras él. Apartó las verdes frondas y dio inmediatamente un grito. Los otros no le oyeron por el ruido del agua.
—¡Troncho! —se dijo Jack—. ¡Hay una caverna detrás de este helecho! Y está bien seca porque el helecho la protege contra el agua. Es como una cortina gruesa. ¡Eh, niños, venid!
Pero tampoco le oyó nadie aquella vez. Jack no tuvo paciencia para esperar a que le hicieran caso. Pasó por entre las colgantes frondas y se encontró en una caverna penumbrosa y seca, de techo bastante bajo, y con musgo en el suelo. Lo tocó. Estaba seco. Quizá, cuando el helecho se secara en otoño, entrase el agua pulverizada y se humedeciera el musgo, florecería. Pero ahora parecía un lecho blando, seco y verde.
—¡Es exactamente lo que necesitamos! —exclamó el niño, emocionado—. ¡Es maravilloso! Nadie puede vernos aquí, porque el helecho cubre la entrada y yo sólo he descubierto su existencia por casualidad. Aquí estaremos la mar de bien. Había una repisa por uno de los lados, como un banco.
—Podríamos poner todas nuestras cosas encima… las latas y todo eso —prosiguió—. Y cuando hayamos colocado los impermeables encima del musgo tendremos una cama magnífica. Es preciso que se lo diga a los otros.
Ya iba siendo hora de que se asomara, porque sus compañeros le habían echado de menos y le estaban llamando a voz en grito:
—¡Jack! ¡Jaaaack! ¿Dónde estás? ¡Jack!
Jack oyó las voces al apartar las frondas del helecho y sacar la cabeza. Dolly y «Kiki» vieron de pronto el rostro atisbar por entre las hojas del helecho, un poco por encima de ellos. «Kiki» dio un chillido de sorpresa y voló en seguida hacia su amo. Dolly dio un brinco.
—¡Mirad! —les gritó a Jorge y a Lucy—. ¡Fijaos dónde está Jack…, escondido detrás de ese helecho gigante!
Jack se llevó las manos a la boca y, usándolas como bocina gritó, con toda la fuerza de sus pulmones, para sobreponerse al ruido de la cascada.
—¡Subid acá! ¡He encontrado algo maravilloso!
Los otros subieron a toda prisa. Jack apartó la cortina de helechos para que pasaran.
—¿Tenéis la bondad de entrar en mi sala? —inquirió cortésmente—. Tanto gusto en veros a todos.
Pasaron a la caverna y exclamaron, con sorpresa y contento:
—¡Qué sitio más hermoso! ¡Nadie nos encontraría aquí jamás!
—¡Hay una alfombra muy blanda en el suelo! ¡Es musgo seco!
—¡El rugido de la cascada no suena tan fuerte aquí dentro! ¡Podemos oírnos hablar!
—Me alegro de que os guste —dijo con modestia Jack—. La encontré por pura casualidad. Es perfecta, ¿verdad?
Lo era. Lucy experimentó un alivio enorme al comprobar que el tronar de la cascada sonaba muy amortiguado allí. A Dolly le emocionó la blandura del musgo. A Jorge le llenó de satisfacción la verdadera seguridad que ofrecía aquel escondite. Allí no les encontraría nadie, como no fuera por casualidad.
—Vamos a buscar el equipaje —sugirió Dolly, a quien siempre le gustaba tener las cosas en orden—. Hay sitio de sobra para todos. Pondré las conservas en esa repisa.
—El techo es bajo —observó Jorge—. No hay más que el espacio justo para que podamos ponernos en pie.
Se acercó a las frondas y las apartó. Un rayo de sol entró en la caverna, disipando las sombras.
—Podemos atar parte del helecho para que penetre el sol —dijo—. Disfrutamos de una magnífica vista de la catarata desde aquí… y podemos ver los alrededores también, de forma que, si se acerca alguien, le echaremos la vista encima en seguida. Es estupendo.
—No me importará nada vivir aquí unos días —anunció Lucy, contenta—. Me siento segura en este sitio.
—Quizá tengas que vivir aquí mucho tiempo —le contestó Jorge—. Y se me ocurren sitios peores que éste.
—Esos hombres jamás serán capaces de encontrarnos aquí —anunció Jack—. ¡Jamás!
Ató algunas de las frondas, retirándolas de la entrada, y los niños se sentaron sobre el musgo, que parecía un cojín, disfrutando del sol que ahora entraba.
Al cabo de un rato bajaron todos adonde habían dejado las mantas, las latas y lo demás, y lo trasladaron todo a su nuevo domicilio. Dolly colocó las cosas sueltas sobre la repisa de roca. Hacían muy buen efecto así.
—Esta noche vamos a tener una cama la mar de blanda —dijo—. Debiéramos dormir muy bien aquí. No está falto de ventilación, ni hay olor a moho…
—Mohoso, rancio, polvoriento —murmuró «Kiki» al punto, recordando las tres palabras que aprendiera en las últimas vacaciones—. Mohoso, rancio, polvoriento…
—¡Oh, no empieces otra vez con eso, «Kiki»! —riñó Jack—. Nos hartamos de ello hace tiempo.
«Kiki» voló a posársele en el hombro y asomó fuera de la caverna. La vista era verdaderamente maravillosa. En primer término, las cataratas, con un arco iris prendido de trecho en trecho. Más allá, la pendiente ladera de la montaña, y más y más abajo, el verde valle que se extendía.
Iba siendo ya hora de comer. Todos los niños parecieron sentir apetito al mismo tiempo, y miraron hacia las latas colocadas sobre la repisa. Jack buscó el abrelatas.
—¡Cuidado con perderlo! —dijo Jorge—. Ese abrelatas es la cosa de más valor que poseemos en estos instantes.
—No te preocupes que no lo perderé —contestó el otro.
Y empezó a abrir una lata. «Kiki» le observó con la cabeza ladeada. Le gustaban aquellas latas. Contenían, en su opinión, cosas la mar de emocionantes.
Momentos más tarde comían todos con apetito, contemplando la cascada por la entrada de la cueva. Era agradable estar allí, mascando, con tal hermosa vista fuera, el blando musgo por asiento, el cálido sol sobre las piedras.
—Sí que parecemos correr aventuras —observó Jack—. Es la mar de raro, pero no parece haber manera de que dejemos de correrlas. ¡Dios quiera que tía Allie y Bill no estén demasiado preocupados por nosotros! ¡Si pudiéramos mandarles aviso siquiera!
—No podemos —respondió Jorge—. Estamos empantanados aquí solitos, sin medio de ponernos en contacto con nadie, que yo vea, como no sea con esos dos hombres. Que me aspen si sé qué hacer.
—Más vale que regresemos al matorral en que dejamos los sacos y los traigamos aquí lo más aprisa que podamos —observó Jack—. Lo que hemos traído no nos durará más que para el día de hoy. ¿Estaréis bien vosotras si Jorge y yo nos vamos a buscar lo que podamos? No podremos traerlo todo de una vez. Habrá que hacer varios viajes.
—Sí, estaremos perfectamente aquí —respondió Dolly, dándole a «Kiki» el último trozo de salmón que quedaba en su lata—. Marchad esta tarde. Podéis dejar a «Kiki» aquí para que nos proteja.