Capítulo IX

Planes nuevos

«Kiki» se alegró de ver marchar a los dos hombres.

—¡Cerrad la puerta! —gritó tras ellos—. ¡Cerrad la puerta!

Los hombres corrieron, deteniéndose una vez a cierta distancia de la cuadra. Juan se enjugó la frente.

—¿Qué te ha parecido eso? —exclamó—. Una voz… y nada más.

El otro se estaba reponiendo rápidamente.

—Donde hay una voz, hay un cuerpo —dijo—. Ahí dentro hay alguien…, alguien que se está burlando de nosotros. Ya pensé yo, cuando vi esa hierba aplastada esta mañana, que no estábamos solos aquí. ¿Quién estará? ¿Crees tú que se habrá enterado alguien de la existencia del tesoro?

Los cuatro niños, ocultos entre las hojas justamente por encima de donde se hallaban los dos hombres, aguzaron el oído. ¡Tesoro! ¡Oh, oh! ¡Conque aquello era lo que buscaban los desconocidos en el desierto valle! ¡Un tesoro!

—¿Cómo puede saber nadie lo que sabemos nosotros? —contestó, con desdén, Juan—. No te pongas nervioso nada más que porque oíste una voz, Pepi. ¡A lo mejor no era más que un loro!

Pepi se echó a reír. Fue él quien se mostró desdeñoso ahora.

—¡Un loro! ¿Qué se te ocurrirá luego, Juan? ¿Has visto alguna vez que vivieran aquí loros antes? ¡Y loros que supieran hablar! Si éste es un loro, ¡me como el sombrero y el tuyo también!

Los niños se miraron, sonrientes. Lucy pensó que le gustaría ver a Pepi, quienquiera que fuese, comerse el sombrero. Y tendría que comerse el de Juan también, porque «Kiki», era, sin el menor género de duda, un loro.

—Es alguien que está escondido por aquí —prosiguió Pepi—. Aunque sólo Dios sabe cómo ha venido al valle. Juan, a lo mejor hay un sótano debajo del cobertizo. Iremos a ver si hay alguien escondido allí. Lo va a sentir mucho…, mucho…

A los niños no les hizo ni pizca de gracia el tono de voz. Lucy se estremeció. ¡Qué hombres más horribles!

Se acercaron cautelosamente a la cuadra. Juan se detuvo junto a la derrumbada puerta.

Gritó muy alto:

—¡Sal del sótano, quienquiera que seas! ¡Te damos una ocasión!

Nadie salió, claro está. En primer lugar, no había nadie que pudiera salir. En segundo lugar, no había sótano del que salir. Juan llevaba un revólver en la mano. «Kiki», algo alarmado por la voz, no dijo una palabra, lo que no dejó de ser una suerte para él.

Juan no pudo soportar el silencio. Apuntó hacia donde supuso que pudiera estar el sótano, y apretó el gatillo, ¡pum!

«Kiki» por poco se cayó de la viga del susto y los cuatro niños por poco se cayeron del árbol. Jack asió a Lucy justamente a tiempo y la sujetó con fuerza.

¡Pum! Otro disparo. Los niños supieron que Juan disparaba a ciegas, sin más objeto que dar un susto a la persona a la que creían haber oído hablar. ¡Qué lástima que hubiese estado «Kiki» en la cuadra! Jack estaba alarmadísimo. Temía que uno de los proyectiles alcanzara al loro.

Los dos hombres volvieron a salir, miraron a su alrededor unos instantes y echaron a andar luego hacia el castaño de Indias hablando.

—Ahora no hay nadie allá dentro. Se habrá escapado aprovechando la oportunidad que le dimos al alejarnos. Porque te digo, Pepi, que allí ha habido alguien… ¡espiándonos quizá!

—No digas tonterías —le repuso Pepi con desprecio—. De habernos estado espiando, ¿tú crees que se hubiera delatado diciéndonos que nos limpiáramos los pies y cerrásemos la puerta?

—Sea como fuese, hemos de volver mañana y registrar este sitio a conciencia —insistió Juan—. Estoy seguro de que hay alguien aquí. ¡Y que habla inglés, por añadidura! ¿Qué puede querer decir eso? Confieso que estoy bastante alarmado. No nos interesaba que se enterara nadie de nuestra misión.

—Que hemos de registrar este lugar bien, es un hecho —asintió Pepi—. Es preciso descubrir quién es el dueño de esa voz, indudablemente. Y me pondría a investigar en toda regla ahora mismo, pero está oscureciendo y tengo hambre. Vamos…, regresemos.

Con gran alivio de los niños, los dos hombres desaparecieron. Jack, que, subiendo a la mismísima copa del árbol, distinguía el aeroplano, aguardó hasta ver pasar a los dos hombres por delante del aparato, camino de la cabaña. Entonces les gritó a sus compañeros:

—Pasó el peligro. Están Junto al avión. ¡Troncho! ¡Qué susto me llevé cuando sonaron los tiros! ¡Lucy por poco se cayó de la rama!

—«Tijita» salió de mi bolsillo como una exhalación y desapareció —anunció Jorge—. Espero que no le habrá ocurrido nada a «Kiki». Debió llevarse el susto más grande de su vida cuando sonaron los disparos dentro de la cuadra.

El loro se hallaba como petrificado sobre la viga cuando bajaron los niños. Estaba temblando. Jack le llamó con dulzura.

—Tranquilízate, «Kiki». Baja. He venido a buscarte.

El pájaro bajó en seguida y fue a posarse en el hombro de su amo. Empezó a darle grandes muestras de cariño.

—¡Yum, yum! —murmuró—. ¡Yum, yum!

La cuadra estaba oscura. A los niños no les gustó ni pizca aquella oscuridad. Lucy miró con aprensión a su alrededor, como si temiera que hubiera alguien escondido entre las sombras.

—Salgamos de aquí —dijo—. ¿Qué haremos esta noche? Resultará peligroso dormir donde ayer, ¿verdad?

—Sí. Más vale que nos larguemos a otra parte con todo nuestro equipaje —respondió Jack—. Hay unos matorrales más arriba que nos resguardarían del viento e impedirían que se nos viese. Podríamos ir allí.

—Escuchad —dijo Jorge de pronto—, ¿sabéis lo que nos dejamos en la cuadra? ¡Los sacos de latas de conserva! ¡Mirad! ¡Ahí están, en ese rincón!

—¡Qué suerte que los hombres no se dieran cuenta de que estaban llenos de algo! —contestó Jack—. Sin embargo, no me extraña que no se fijaran en ellos. Parecen montones de porquería. Los arrastraremos hasta los matorrales. Son demasiado preciosas nuestras provisiones para que corramos el riesgo de dejarlas atrás.

Transportaron los sacos a los matorrales y luego discutieron lo que debían hacer con las cosas que tenían colocadas en el árbol.

—Limitémonos a bajar las mantas de viaje y los impermeables —sugirió Jack. La ropa que usamos como almohada está envuelta en las mantas. Podemos dejar las maletas allá arriba. ¿Qué necesidad hay de que las arrastremos con nosotros?

Era tanta la oscuridad ya, que trabajo costó bajar mantas e impermeables; pero lo consiguieron por fin. Regresaron, a continuación, a los matorrales. Dolly y Lucy prepararon la cama.

—No estaremos tan calientes aquí —dijo Dolly—. Llega algo de viento a pesar de las zarzas. ¿Adónde vamos a escondernos mañana? Esos individuos mirarán detrás de esos matorrales, eso es seguro.

—¿Os acordáis del salto de agua? —preguntó Jorge—. Parecía haber la mar de rocas y escondites al pie mismo. Creo que podríamos bajar y encontrar un buen sitio.

—Sí, probémoslo —dijo Lucy—. Me gustaría ver esa cascada otra vez.

Se echaron todos, muy apretados, porque hacía bastante frío. Dolly tomó un suéter de su «almohada» y se lo puso.

De pronto soltó un alarido que hizo brincar de sobresalto a los niños.

—¡Oh! ¡Oh! ¡Algo me está corriendo por encima! ¡Debe de ser una rata!

—¡Qué ha de ser! —respondió Jorge con alegría—. ¡Es «Tijita»! Ha vuelto a encontrarme. ¡Bravo, «Tijita»!

Era la lagartija, en efecto, aun cuando ninguno lograba explicarse cómo había descubierto dónde estaba Jorge. Aquello era parte de la influencia que parecía ejercer sobre todos los animales silvestres.

—No te preocupes, Dolly —dijo—. «Tijita» se encuentra sana y salva en mi bolsillo ya. ¡Pobre bicho! ¡Apuesto a que se marearía al caerse del árbol!

—¡Pobre bicho «Tijita»! —exclamó «Kiki», encontrándole gusto a las palabras—. ¡Pobre bicho «Tijita»!

Todos se echaron a reír y discutieron la afición del loro a reunir las palabras cuyo sonido le gustaba y repetirlas hasta la saciedad.

«Kiki», como si comprendiera lo que se estaba diciendo, empezó a soltar frases de su repertorio, hasta que Jack le dijo:

—¡Basta ya, «Kiki»! ¡Ahora no haces más que exhibir tus habilidades para pavonearte! Duérmete. Y, como vuelvas a clavarme las garras en el vientre como esta mañana te daré un buen golpe.

—¡Dios salve al rey! —respondió el loro con gran solemnidad. Y ya no habló más.

Los niños poco más hablaron también. Las dos muchachas y Jorge no tardaron en dormirse. Jack fue el único que quedó despierto, tumbado boca arriba, posado «Kiki» en uno de sus tobillos. Contempló las estrellas. ¿De qué servía prometerle a tía Allie que no se meterían en más aventuras? La mismísima noche en que le habían hecho la promesa habían volado en un avión desconocido hasta el valle misterioso donde, al parecer, se ocultaba un tesoro. Extraordinario. Muy… extraer… Jack se durmió a su vez, sin haber completado la palabra.

Las estrellas continuaron brillando sobre los cuatro niños, hasta que la aurora apareció por el Este y fue apagándolas, una por una.

Jorge se despertó temprano. Se había dormido con esa intención, por ignorar a qué hora se pondrían los hombres a buscar al dueño de la «voz». Despertó a los otros, sin hacer caso de sus protestas.

—Tienes que levantarte, Dolly —insistió—. Es preciso que emprendamos la marcha temprano hoy. ¡Vamos! ¡Despierta de una vez! ¡Mira que si no, te meteré a «Tijita» por el cuello!

Aquella amenaza despabiló por completo a la niña. Se incorporó e intentó darle un bofetón a Jorge, que la esquivó. Dio a «Kiki» en su lugar. El loro soltó un grito de sorpresa y de protesta.

—¡Oh, perdona, «Kiki»! —dijo la niña—. Lo siento. No tenía la intención de darte a ti. ¡Pobre, pobre «Kiki»!

—¡Qué lástima, qué lástima! —dijo el loro, emprendiendo el vuelo por si se perdía algún otro bofetón.

—Desayunaremos aprisa —dijo Jack—. Creo que lo mejor será sardinas, galletas y leche. Vi una lata de sardinas encima de todo en uno de los sacos. Sí, aquí está.

Vieron alzarse humo por el punto en que se hallaban los hombres y comprendieron que ellos ya se habían levantado también. Conque dieron fin al desayuno a toda prisa y Dolly volvió a meter las latas vacías en una madriguera cercana. Luego revolvieron un poco la hierba donde habían estado echados para que no pareciera tan aplastada.

—Creo que será mejor que encontremos un buen escondite para la mayoría de estas latas —dijo Jorge—, y que sólo nos llevemos unas cuantas…, las suficientes para hoy. No podemos arrastrar estos sacos todo el camino.

—¿No podríamos dejarlos caer en el centro de estos matorrales? —sugirió Dolly—. Son la mar de espesos. A nadie se le ocurriría pensar que pudiera haber nada escondido aquí. Podríamos volver con cautela a recoger las que necesitáramos.

Conque dejaron caer los sacos en los matorrales donde, en efecto, nadie sería capaz de verlos a menos que se arrastrara hasta el mismísimo centro. A continuación recogieron las mantas, los impermeables y las piezas de ropa y emprendieron la marcha. Los niños llevaban las latas, y Jack la máquina fotográfica y los gemelos de campaña también. Iban, por lo tanto, muy cargados y no podían avanzar muy aprisa.

Siguieron el mismo camino que la vez anterior. Cuando llegaron a la colina cubierta de verdor y flores se sentaron a descansar. Después de todo, no era fácil que les estuviesen siguiendo los hombres. Andarían buscando dentro de la cuadra y por sus alrededores.

De pronto, allá a lo lejos, Jack vio un brillante centelleo. Entonces se tumbó cuan largo era, aconsejando a los otros que hiciesen lo propio.

—Hay alguien allá que está usando gemelos de campaña —dijo—. Acabo de ver brillar el sol en los cristales. Quizá no nos vean si estamos tendidos. ¡Troncho! No había pensado que pudieran explorar esos hombres las laderas con gemelos. Vendrían en persecución nuestra si nos han visto.

—Arrastrémonos hasta esta roca y ocultémonos detrás de ella —dijo Jorge—. Vamos. Una vez al otro lado podremos ponernos a andar otra vez en dirección a la cascada.