Capítulo VIII

«Kiki» habla demasiado

Todos se agolparon dentro de la débilmente iluminada cabaña. Miraron, con alegría, las pilas de conservas que había en los estantes.

—¡Galletas! ¡Lengua! ¡Pina! ¡Sardinas! ¡Leche! ¡Troncho! ¡Aquí hay de todo! —exclamó Jack—. ¿Por qué empezamos?

—Un momento —intervino Jorge—, no desordenemos los estantes tanto que puedan darse cuenta esos hombres de que ha habido alguien aquí. Más vale que saquemos latas de la parte de atrás y no de delante. Y no comeremos aquí…, nos lo llevaremos a otra parte.

—Creo —dijo Jack, muy despacio—, creo muy de veras que debiéramos llevarnos de aquí todo lo que podamos transportar, por si acaso nos vemos encerados en este valle mucho tiempo. Más vale que nos hagamos a la idea de que nos hemos extraviado, de que no sabemos dónde estamos, de que nos encontramos aislados del mundo que conocemos y de que quizá no nos vengan a sacar hasta Dios sabe cuándo.

Los otros le miraron con solemnidad y Lucy con susto además.

—Tienes razón. Pecas —dijo Jorge—. Cargaremos con todo lo que podamos. Mira…, aquí hay un montón de sacos. ¿Y si llenáramos un par de ellos de conservas y los transportáramos entre todos? Podríamos llevarnos docenas de latas así.

—Es una buena idea —contestó Jack—. Aquí tienes un saco, para que lo llevéis Dolly y tú. Y ese otro lo llevaremos Lucy y yo.

Jorge se subió a una de las sillas, metió la mano por detrás de la primera hilera de latas y fue sacando bote tras bote que echó a los otros. Éstos los fueron metiendo en los sacos. ¡Qué almacén había en aquella cabaña!

No tardaron en llenarse los sacos. Y casi pesaban demasiado para poder moverlos. Era agradable pensar en todas aquellas provisiones, preparadas para ser comidas. Jack encontró un abrelatas también, y se lo guardó en el bolsillo.

—Antes de marcharnos, echemos una mirada a ver si descubrimos algún papel o documento que nos diga algo de estos misteriosos aviadores —sugirió Jorge.

Pero, aunque buscaron por todos los rincones y hasta debajo de los sacos, nada hallaron.

—¿Qué harían del cajón que llevaban en el aeroplano? —murmuró Jack—. No lo hemos visto por ninguna parte. Me gustaría echarle una mirada.

El cajón no estaba en el cobertizo. Conque los niños salieron y exploraron los alrededores de nuevo. Y, en un bosquecillo de arbustos, arbolitos y zarzas, encontraron seis cajones iguales, cubiertos con una lona.

—Es curioso —dijo Jack, retirando la lona—. Mirad… una serie de ellos… ¡todos vacíos! ¿Qué es lo que van a meter dentro?

—¡Sábelo Dios! —contestó Jorge—. ¿A quién se le ocurriría transportar cajones vacíos a este valle desierto con la esperanza de encontrar algo que meter dentro? ¡Sólo a unos locos!

—Oh…, no creerás que esos hombres estén locos en realidad, ¿verdad, Jorge? —exclamó Lucy, alarmada—. ¿Qué haremos si lo están?

—No cruzarnos en su camino, he ahí todo —respondió Jorge—. Vamos… ¿Hemos cerrado la puerta? Ah, sí. Ahora agarra una punta del saco, Dolly, y volveremos a nuestra cuadra.

Caminando con dificultad bajo el peso de los sacos, los cuatro niños regresaron muy despacio a su cobertizo. Jack soltó en seguida la carga y corrió al árbol por el que gateara antes, con el fin de escudriñar la campiña con los gemelos, para ver si los hombres regresaban. Pero no vio ni rastro de ellos.

—No se ve a nadie —anunció, volviendo al lado de sus compañeros—. Ahora, a hacer una comida… la más estupenda de nuestra vida, porque nunca hemos tenido tanta hambre como ahora.

Escogieron una lata de galletas y la abrieron. Sacaron unas cuarenta, seguros de que podrían con diez por lo menos cada uno. A continuación le tocó la vez a un bote de lengua, que Jack cortó en porciones con su navaja. Y, por último, destaparon una lata de piña y otra de leche condensada.

—¡Qué banquete! —dijo Jack, sentándose, muy satisfecho, sobre el soleado suelo—. Bueno…, ¡ahí va! Jamás les supo comida alguna tan deliciosa.

—¡Yum! ¡Yum! —murmuró Lucy, con lo cual quería decir que aquello estaba magnífico.

«Kiki» la imitó en seguida:

—¡Yum, yum! ¡Yum, yum!

No se habló palabra, salvo cuando Dolly vio al loro bucear demasiado en la lata de pina.

—¡Jack! ¡Para a «Kiki»! ¡Se la comerá toda!

«Kiki» se retiró a la rama de un árbol con un trozo grande de pina en la garra.

—¡Yum, yum! —decía sin cesar—. ¡Yum, yum!

Dolly se fue al manantial y enjuagó la lata vacía de la leche. Luego la llenó de agua clara y volvió con ella. Vació el agua en el jugo de la pina que quedaba en el fondo del bote y lo agitó. Ofreció a continuación a todos un trago de refresco de pina como remate de la comida.

—¡Troncho! ¡Ahora sí que me siento bien! —dijo Jack, aflojándose el cinturón—. Menos mal que te enfadaste y le pegaste ese puntapié a la puerta. Jorge. Estábamos seguros de que la habían cerrado con llave.

—Fue una estupidez por nuestra parte —contestó el otro—. ¿Qué hacemos de las latas vacías?

—Es evidente que tú no piensas hacer nada —intervino Dolly—. Los meteré en una madriguera de conejos. Pueden relamerlas ellos si quieren.

Cogió una lata y soltó un grito. La dejó caer de nuevo, y «Tijita» salió del interior como una centella. Había estado metiendo el hocico entre las migajas de lengua que quedaban dentro. La lagartija corrió hacia Jorge, y desapareció por la abertura de su cuello.

—No me hagas cosquillas, «Tijita» —murmuró el niño, soñoliento.

—Más vale que vigile, por si regresan esos hombres —anunció Jack.

Y se encaramó al árbol de nuevo. Lucy y Dolly metieron las latas vacías en una madriguera vecina. «Kiki» atisbo por el agujero, con sorpresa, luego bajó y empezó a tirar de una de las latas.

—¡No! ¡«Kiki», no hagas eso! —exclamó Lucy—. Jack, llévate a «Kiki» contigo.

Jack emitió un silbido. «Kiki» voló inmediatamente a él y se le posó en el hombro, moviendo de un lado a otro la cabeza para no tropezar con las ramas al ir ascendiendo su amo.

—Más vale que saquemos todas nuestras cosas, preparándolas para esconderlas en un sitio mejor que esta cuadra —dijo Dolly—. Si esos hombres registran los alrededores cuando vuelvan, las descubrirán en seguida en el pesebre.

Conque las dos niñas lo sacaron todo, gruñendo Dolly porque Jorge yacía durmiendo al parecer, y no se movía para ayudarlas. Jack bajó del árbol.

—Aún no se ve rastro de ellos —dijo—. Ahora el problema es saber dónde esconder estas cosas bien escondidas.

—Pozo abajo —sugirió el loro.

—Cállate, «Kiki» —le ordenó Jack.

Miró a su alrededor, pero no se le ocurrió sitio alguno. De pronto le asaltó la idea.

—Os diré cuál resultaría un sitio magnífico —anunció.

—¿Dónde? —preguntaron las muchachas.

—¿Veis ese árbol tan grande?… El de las ramas gruesas y extendidas… Podríamos encaramarnos a él, subir luego las cosas sin dificultad y escondernos entre el follaje. A nadie se le ocurrirá buscarnos a nosotros allí arriba, ni que pudieran estar ahí nuestras cosas tampoco.

Las muchachas contemplaron el frondoso árbol. Era un castaño de Indias, oscuro y lleno de relucientes hojas. El sitio justo.

—Pero ¿cómo podemos subir las maletas? —inquirió Dolly—. No es que sean muy grandes, pero sí muy pesadas para manejarlas.

Jack se desenrolló una cuerda de la cintura. Casi siempre llevaba una así.

—¡Aquí tienes! —dijo—. Puedo gatear yo al árbol y descolgar esta cuerda. Puedes atar la punta al asa de una de las maletas. Yo tiraré de ellas desde arriba.

—Despertemos a Jorge, pues —dijo Dolly, que no veía por qué había de librarse su hermano de contribuir a la tarea de izar el equipaje.

Se acercó a él y lo sacudió. El niño se despertó con sobresalto.

—Ven a ayudarnos, so vago —le dijo Dolly—. Jack ha encontrado un maravilloso escondite para todos nosotros.

Jorge se reunió con los otros y reconoció que el escondite era magnífico. Anunció su propósito de encaramarse y ayudar a Jack a izar las maletas.

«Kiki» contemplaba los preparativos con la mar de interés. Cuando Jack descolgó la cuerda del árbol, voló a ella y le dio tal tirón con el pico, que se la arrancó a Jack de la mano, haciéndola caer a tierra.

—¡«Kiki»! ¿Por qué hiciste eso, pájaro malo? —clamó Jack—. ¡Ahora voy a tener que bajar y subir otra vez, so idiota!

«Kiki» desencadenó una de sus inacabables carcajadas. Aguardó la ocasión, y volvió a arrancarle la cuerda de la mano al niño. Jack le llamó, con severidad. El loro se acercó, haciendo chasquidos con el pico. No le gustaba ni pizca el tono en que le había llamado su amo. El niño le dio un golpe seco en el pico.

—¡«Kiki» malo! ¡«Kiki» travieso! ¡Lárgate! ¡No te quiero! ¡Vete de aquí!

«Kiki» se alejó volando, y soltando melancólicos gritos. Jack no se enfadaba con frecuencia con él; pero se daba cuenta de que aquella vez sí que estaba enfadado. Se retiró al interior de la cuadra, posándose en una de las ennegrecidas vigas, balanceando su cuerpo.

—¡Pobre «Kiki»! ¡Pobre, pobre lorito! —gimió—. ¡Pum, pobre «Kiki»!

Jack y Jorge lo izaron todo en poco rato, colocándolo en las bifurcaciones de las ramas. Luego Jack subió un poco más alto y se llevó los gemelos a los ojos. Lo que vio le hizo llamar con urgencia a las niñas.

—¡Los hombres vienen! ¡Subid aprisa! ¿Os habéis dejado algo olvidado? ¡Echad una mirada para aseguraros!

Las niñas echaron una rápida mirada a su alrededor. Nada vieron. Lucy se encaramó a toda prisa al árbol, seguido de cerca por Dolly. Se acomodaron sobre sus gruesas ramas y miraron hacia abajo. No podían ver nada, porque era demasiado espeso el follaje. Bueno, pues, si ellos no podían ver desde arriba, tampoco podía verles nadie desde abajo.

Al poco rato oyeron voces. Los hombres se estaban acercando. Los niños permanecieron quietos a más no poder. A Lucy le entraron unas ganas irresistibles de toser, y se tapó la boca con la mano.

Abajo los dos hombres estaban registrando concienzudamente el cobertizo. No encontraron nada, naturalmente, puesto que los niños lo habían sacado todo. Luego volvieron a salir y contemplaron la aplastada hierba. Les extrañaba una barbaridad.

—Echaré una última mirada al interior de ese cobertizo —dijo el llamado Juan.

Se metió en la cuadra de nuevo. «Kiki», que aún se encontraba sobre la viga, se molestó al verle otra vez.

—Límpiate los pies —dijo con severidad—; y, ¿cuántas veces he de decirte que cierres la puerta?

El hombre dio un violento salto y miró a su alrededor. «Kiki» estaba acurrucado en un rincón, cerca del techo, y no podía verle. Escudriñó todos los rincones del cobertizo, sin apenas dar crédito a sus ojos. Llamó a su compañero.

—Escucha —dijo—, alguien acaba de decirme que me limpie los pies y cierre la puerta.

—Estás loco —le respondió su compañero—. No es posible que te encuentres bien.

—¡El gato está en el valle! —anunció «Kiki»—. ¡Vaya, vaya, vaya! Usa el pañuelo.

Los hombres se agarraron el uno al otro, tan inesperada resultaba la voz de «Kiki» en la oscura cuadra.

—No hagamos ruido y escuchemos —dijo Juan. «Kiki» captó sus palabras «no hagamos ruido».

—¡Shhhhh! —bramó.

Aquello fue ya demasiado para los dos hombres. Salieron huyendo al exterior.