Capítulo VII

Maravilloso hallazgo

Las estrellas no tardaron en poblar el firmamento. Ululó un búho y el viento susurró por entre las ramas de los árboles. Pero los cuatro niños no vieron las estrellas, ni oyeron al búho ni al viento. Estaban agotados. Durmieron como troncos. Y, aunque Dolly estaba medio sofocada por tener tapada la cabeza, no se despertó ni se movió una sola vez.

«Kiki» durmió también, con la cabeza metida debajo del ala. Estaba posado sobre una rama de abedul, por encima de la cabeza de Jack. Despertó al oír al búho, y ululó suavemente a su vez. Luego volvió a meterse la cabeza debajo del ala y a quedarse dormido de nuevo.

Aún estaban dormidos los niños cuando amaneció. «Kiki» se despertó antes que ellos. Estiró una ala, y después la otra. Irguió las plumas de la cabeza y las sacudió. A continuación se rascó pensativo el cuello y miró a Jorge. «Tijita», la lagartija, también estaba despierta y corría por la manta que cubría a Jorge. Llegó adonde asomaban los pies del muchacho, y desapareció por allí. «Kiki» observó el bultito en movimiento que apareció en la manta a medida que ascendía la lagartija, que acabó apareciendo por el cuello del niño otra vez.

—Límpiate los pies —le dijo el loro de pronto a la lagartija—. ¿Cuántas veces, cuántas veces he de decirte que te limpies los pies?

«Tijita» se sobresaltó. Saltó sobre Jack desde el cuello de Jorge, y quedó medio escondida entre el cabello, mirando hacia los árboles, aunque nada lograba enfocar allí. «Kiki», molesto al ver que «Tijita» osaba pisar a su amado amo, lanzó un grito de exasperación y bajó a darle un picotazo a la lagartija, que desapareció inmediatamente bajo la manta. El loro aterrizó pesadamente sobre el vientre de Jack y dio un fuerte picotazo donde la manta cubría la pierna derecha de Jorge, porque veía el bulto en movimiento que indicaba que la lagartija corría hacia el otro extremo. Jack y Jorge se despertaron con sobresalto.

Contemplaron los árboles, asombrados al ver hojas verdes por encima de ellos. Luego volvieron la cabeza y se vieron el uno al otro. Se acordaron de todo entonces.

—No comprendía dónde estaba —anunció Jack, incorporándose—. Ah, «Kiki», eres tú el que me ha caído encima, ¿no? Haz el favor de quitarte. Toma, come unas cuantas semillas de girasol y no hagas ruido o despertarás a las niñas…

Se metió la mano en el bolsillo y sacó unas cuantas semillas de las que tanto gustaban a «Kiki». El loro voló a la rama, partiendo dos de estas semillas con el pico.

Los niños se pusieron a hablar en voz baja para no despertar a las muchachas, que aún dormían apaciblemente.

—¡Troncho! Me siento mejor ahora —dijo Jack desperezándose—. Estaba tan cansado anoche, que casi me daban ganas de llorar. ¿Y tú, Jorge?

—También me encuentro mejor —respondió el muchacho, bostezando—. Pero aún tengo sueño. Bueno…, no tenemos que levantarnos para desayunar, por lo menos. Aquí no oiremos sonar ningún batintín. Echemos otro sueño.

Pero Jack estaba ya demasiado despabilado para querer dormitar. Se levantó y fue a lavarse al manantial. Miró hacia abajo, y vio alzarse la columna de humo igual que el día anterior.

—Esos individuos se han levantado ya —se dijo—. Debe de ser bastante tarde. El Sol está bastante alto. ¡Maldita sea! ¡Se me olvidó darle cuerda al reloj anoche!

No tardaron en despertarse las niñas, quedándose asombradas de que hubieran dormido toda la noche de un tirón, sin moverse siquiera al parecer. Dolly empezó a buscar a «Tijita».

—No te preocupes —le dijo Jorge—. Se me ha metido en un calcetín. Me gusta sentir sus deditos en la pierna.

—¡Uf! ¡Eres horrible! —exclamó Dolly—. Bueno, yo voy a lavarme. Luego desayunaremos… sólo pastel y galletas, me temo.

Por desgracia, tenían todos tanto apetito, que devoraron el pastel, las galletas y el resto del chocolate también. Ahora ya no les quedaba nada en absoluto para comer.

—Tendremos que hacer algo. Por resolver la cuestión de la comida, quiero decir —anunció Dolly—. Aun cuando ello suponga que tengamos que comernos tu lagartija, Jorge.

—No resultaría más que un bocado pequeño, ¿verdad, «Tijita»? ¡Hola!, ¿qué es eso?

Eso era el sonido de voces. Los cuatro niños se levantaron apresuradamente y, arrastrando mantas, impermeables y ropa, corrieron a refugiarse en el cobertizo. Lo metieron todo en el último compartimiento y se agazaparon allí, jadeando.

—¿Nos hemos dejado alguna cosa ahí fuera? —inquirió Jorge, en un susurro.

—Creo que no —respondió Jack en el mismo tono—. La hierba está un poco aplastada, eso es todo. Confiemos en que no se fijarán.

Había una rendija en el lado del cobertizo y Jack acercó un ojo a ella. Había logrado retirarse justamente a tiempo. Los dos hombres se dirigían lentamente hacia los abedules, hablando.

Llegaron al sitio en que habían dormido los niños la noche anterior. Lo pasaron de largo, pero, de pronto, uno de ellos se detuvo y miró hacia atrás, con cara intrigada. Contempló el lugar en que durmieron los cuatro. No les fue posible a éstos oír lo que decía, pero le vieron señalar la hierba aplastada. Los dos hombres retrocedieron entonces y lo miraron con atención.

—¿Quién ha hecho eso? —preguntó el llamado Juan.

—Es raro —contestó el otro, que tenía una cara grande, carnosa, abultados labios y ojos pequeños muy juntos—. ¿Algún animal, quizá?

—Pero… ¡si eso es lo bastante grande para que pudieran tumbarse un elefante o dos! —exclamó Juan—. ¿Echamos una mirada por los alrededores?

El otro consultó su reloj.

—No. Ahora no —dijo—. Cuando regresemos, quizá. Tenemos mucho que hacer hoy. Vamos. No puede ser nada, en realidad.

Continuaron andando, y no tardaron en perderse por entre los árboles.

—Voy a subirme a un árbol y seguirles con ayuda de los gemelos —anunció Jack—. Hemos de estar seguros de que se han alejado antes de salir de nuestro escondite.

Salió cautelosamente del cobertizo y corrió hacia un árbol. Lo gateó en un instante y se sentó en una de las ramas superiores, enroscando a ellas las piernas. Se llevó los gemelos a los ojos. Vio a los hombres en cuanto salieron del bosquecillo. No siguieron la misma dirección que los niños el día anterior, sino que continuaron por el camino florido un buen rato. A Jack le era fácil verles con los gemelos. Luego sacaron un mapa o un papel, y lo consultaron.

«No están seguros del camino —pensó el muchacho—. ¡Ah! Ahora vuelven a ponerse en marcha».

Los dos hombres empezaron a subir una pendiente y el niño les observó mientras le fue posible verles. Desaparecieron por fin tras una roca, y Jack bajó de su observatorio.

—¡Caramba! ¡Creímos que te habías dormido en el árbol! —anunció Dolly, con impaciencia—. Estoy harta de aguardar en este indecente cobertizo. ¿Se han ido esos hombres?

—Sí. Están lejos ya —respondió Jack—. Podemos salir sin peligro a echar una mirada por ahí. No siguieron el mismo camino que nosotros. Les vi subir por una parte muy pendiente de la montaña. Andad…, vamos a salir mientras podamos.

—Podríamos ir a echar una mirada al interior del aeroplano ahora —sugirió Dolly.

Conque bajaron todos apresuradamente al valle y llegaron adonde estaba el avión. Los cuatro se metieron en la carlinga.

—Aquel cajón tan grande ha desaparecido —dijo Jack inmediatamente—. ¿Cómo se las arreglarían para sacarlo? Estaría vacío; de lo contrario, jamás hubiesen logrado bajarlo entre los dos. ¡Mirad! ¡Ahí es donde nos escondimos la otra noche!

Jorge y Jack registraron todo el aparato en busca de comida o información. Pero no había nada de comer y ni un trozo de papel que les diera una idea de quiénes eran aquellos hombres y qué era lo que habían ido a hacer allí. Volvieron a bajar.

—¡Maldita sea! —exclamó Jack—. ¡Seguimos lo mismo que antes! ¡Ni siquiera una barra de chocolate! ¡Nos moriremos de hambre!

—Si pudiésemos explorar la cabaña junto a la cual viste a esos hombres anoche —dijo Dolly—, apuesto a que encontraríamos comida en abundancia. ¿No os acordáis que les oímos decir: «Vayamos a la cabaña a comer algo»? Bueno, pues no podían comer a menos que tuviesen comida. Conque deben estar las provisiones allí.

La idea era animadora. Jack les condujo al lugar en que viera a los hombres. El fuego estaba casi apagado, aun cuando todavía quedaban algunas ascuas. La cabaña se hallaba a pocos pasos. Estaba medio derruida, pero no quemada como los demás edificios. Se la había reparado un poco. La única ventana parecía fuerte y apenas resultaba lo bastante grande para que entrase o saliese nadie por ella. La puerta también era fuerte. Estaba cerrada.

—Con llave, claro está —dijo Jack, dándole un tirón—. Y se la llevaron después de echarla. ¿Quién se imaginaban que iba a venir a quitarles algo? No saben una palabra de nosotros.

—Atisbemos por la ventana —dijo Lucy—. Podremos ver el interior sin dificultad.

Jack aupó a Jorge. El niño atisbo por ella, hallando difícil al principio distinguir nada, porque el interior de la casa estaba a oscuras. La única luz entraba por aquella misma ventana.

—Ah…, ahora veo mejor —dijo por fin—. Hay un par de colchones… y mantas de viaje… y una mesa… y unas sillas… y una especie de estufa. Y ¡troncho! ¡Fijaos en eso!

—¿En qué? —gritaron los otros, con impaciencia.

—¡Pilas de provisiones! —contestó Jorge—. ¡Latas y más latas! ¡Y potes y tarros de todas clases! ¡Caramba! ¡Se me hace la boca agua!

Jack no pudo resistir por más tiempo el peso de Jorge. Le bajó de golpe.

—Ahora, súbeme tú a mí —dijo.

Jorge lo hizo.

A Jack se le desorbitaron los ojos al ver los alimentos amontonados ordenadamente sobre los estantes de una de las paredes de la cabaña.

—Es una especie de almacén o de refugio —dijo, saltando al suelo—. ¡Caramba! ¡Si pudiésemos apoderarnos de algo de eso…! ¿Por qué se llevaron esos hombres la llave? ¡Qué gente más desconfiada!

—¿Podríamos entrar por la ventana? —preguntó Jorge, alzando la mirada hacia ella con avidez—. No; no es posible. Ni siquiera Lucy podría pasar. Además, no puede abrirse. No es más que una hoja de vidrio encajada en el marco, sin falleba ni pestillo de ninguna clase. Tendríamos que romperla… y eso les revelaría que alguien había estado aquí. —Los niños dieron la vuelta a la cabaña, contristados. Luego fueron a ver si encontraban alguna otra cosa por los alrededores. Pero nada hallaron.

—Supongo que será mejor que regresemos a nuestra cuadra, saquemos las cosas y las escondamos en otra parte por si esos hombres registran la vecindad cuando regresen —dijo Jack—. ¡Cuánto siento dejar todas esas provisiones en la cabaña! ¡Estoy medio muerto de hambre!

—Y yo también —aseguró Lucy—. Casi me comería las semillas de girasol de «Kiki».

—Pues come unas cuantas si quieres —dijo Jack, tendiéndole un puñado—. No son venenosas.

—No, gracias —respondió Lucy—. No estoy tan muerta de hambre como todo eso.

Jorge se acercó a la puerta de la cabaña y la contempló con ira.

—Me gustaría echarte abajo —dijo—, por interponerte entre nosotros y una buena comida. —¡Toma, para que escarmientes!

Y, con gran regocijo de sus compañeros, dirigió un puntapié a la puerta, y luego otro. Ésta se abrió de par en par. Los niños se quedaron boquiabiertos de sorpresa.

—¡No estaba cerrada con llave después de todo! —exclamó Jack—. ¡Qué idiotas fuimos en creernos que lo estaba! ¡Andando! ¡Vamos a darnos un banquete!