Capítulo VI

¿Qué hacen esos dos hombres?

Lucy temió que se extraviaran al regresar, pero los niños se habían fijado bien en todo. Sólo en el bosque hubieran podido tropezar con dificultades; pero los árboles marcados les permitieron recorrer el camino sin error. Vieron que el aeroplano continuaba en el valle. Conque los hombres andarían por ahí. Más valía, por consiguiente, que anduvieran con cuidado, y Jack le dijo a «Kiki» que guardara silencio.

Parecía habérsele subido la cascada a la cabeza al loro, porque durante todo el camino cantó y chilló con toda la fuerza de sus pulmones.

—Ahí está nuestro cobertizo —anunció Lucy con alivio. Le daba cierta sensación de hogar, al volver a él de la montaña—. Dios quiera que encontremos las cosas donde las dejamos.

Entraron. Sí; las cosas estaban tal como las dejaron. ¡Magnífico!

El Sol resbalaba ahora cielo abajo. Era, aproximadamente, la hora del té. Los niños se preguntaron si terminar las galletas y el chocolate que quedaba, o no.

—Más vale que no —dijo Jack—. Nos lo comeremos todo antes de dormirnos esta noche si es que tenemos muchas ganas. ¡Ah! ¡Aguardad un poco! ¿Y la merienda que nos preparó tía Allie? ¿No la tenemos aún? ¿No nos la habremos comido?

—Claro que no —respondió Dolly—. La guardaba como reserva. Tenemos tan poco, que pensé que más valdría no tocar ese paquete aún.

—Pero ¡todos los bocadillos se enranciarán! —exclamó Jorge, que se sentía la mar de vacío—. ¿Qué adelantaremos con eso? Mejor será que los comamos mientras sean comestibles.

—Bueno…, podríamos comernos los bocadillos y dejar el pastel, el chocolate y las galletas para mañana —contestó Dolly—. Pero, primero, dejemos preparado este sitio para poder dormir en él esta noche. Está asqueroso.

—Yo no quiero dormir aquí —anunció Lucy—. No me gusta el sitio. ¿Por qué no dormimos fuera? Tenemos los impermeables sobre qué echarnos, y cuatro mantas… y podemos sacar parte de la ropa de las maletas y usarla como almohada.

—Pero ¡podría caer un chaparrón! —objetó Dolly.

—Quizá me fuera posible montar una especie de techo —dijo Jack, mirando a su alrededor—. Hay unos postes viejos aquí… y una hoja de hierro ondulado. Si Jorge me ayudase, podría colocar la chapa sobre los postes.

Los dos niños intentaron hacerlo; pero el hierro ondulado no quedaba bien sujeto. A las niñas les espantaba la posibilidad de que se cayera sobre ellas mientras dormían.

—¡Si pudiéramos encontrar una caverna! —exclamó Lucy.

—Pero no podemos —respondió Jack, enfadado de que de nada sirvieran sus esfuerzos por proporcionarles cobijo—. En cualquier caso, no creo que vaya a llover. Fijaos en lo despejado que está el cielo. Si es que llegaba a llover, correríamos a refugiarnos en el compartimiento del fondo de la cuadra.

El trabajo con la chapa de hierro y los postes les había abierto aún más el apetito. Dolly abrió el paquete de la merienda, y sacó los bocadillos y las enormes rebanadas de pastel. Comieron los bocadillos en silencio, disfrutando plenamente de cada bocado.

—¿Qué estarán haciendo esos hombres? —murmuró Jack por fin—. No veo alzarse humo ahora. ¿Me deslizo hacia el aeroplano, manteniéndome bien oculto, para ver si puedo verlos?

—Sí —contestó Jorge—. ¿Estás seguro de que sabrás ir y volver? ¡No vayas a perderte, por el amor de Dios! ¡Vete!

—Si me pierdo —respondió Jack, riendo—, le diré a «Kiki» que imite a una locomotora y sabréis dónde estoy.

—Asómate al interior del avión si puedes, a ver si encuentras algo de comer dentro —sugirió Dolly.

A Lucy le hacía muy poca gracia que marchase solo. Hubiera querido poder ir con él; pero sabía que no la hubiese dejado.

—Preparémonos la cama —dijo Dolly, a quien gustaba estar haciendo algo siempre—. Vamos, Lucy…, ayuda a abrir las maletas y a sacar algo para almohadas… y los impermeables para que nos echemos encima.

Durante la ausencia de Jack, los otros tres estuvieron ocupados. No tardaron en tener hecho un cómodo lecho sobre la hierba al pie de un abedul grande. Primero habían puesto los cuatro impermeables para que no entrara la humedad. Encima pusieron una gruesa manta de viaje. Emplearon cuatro montoncitos de ropa interior de lana como almohadas, y las otras tres mantas de viaje para taparse.

—Tiene muy buen aspecto —anunció Dolly, con aprobación—. Tira de la manta ésa un poco hacia acá, Lucy. Así. Jorge, tú dormirás en el lado de fuera. No quiero que esa lagartija se pasee por encima de mí durante la noche.

—«Tijita» no te hará daño —respondió el muchacho, sacándose el animal de una manga—. ¿Verdad que no, «Tijita»? Acaríciala, Dolly…, es un encanto.

—¡Jorge! —chilló Dolly, al acercarle éste la lagartija sobre la palma de la mano—. ¡Te daré un bofetón como te atrevas a permitir que me toque ese bicho!

—No la hagas rabiar, «Copete» —le suplicó Lucy—. Déjame a mí a «Tijita» un rato. Me encanta.

Pero «Tijita» se negó a ir con ella, se metió por la manga de Jorge y desapareció, señalándose sus progresos por los bultitos que aparecían en el jersey del muchacho.

Dolly alzó la mirada hacia el firmamento. Estaba completamente despejado. Faltaba muy poco para que se pusiera el Sol del todo y no tardarían las primeras estrellas en puntear el cielo. Se sentía cansada y propensa a la irritación. Igual les sucedía a los otros. La falta de sueño y el susto que se llevaran empezaban a dejarse sentir. A Lucy le dio la sensación de que, de un momento a otro estallaría una violenta discusión entre Dolly y Jorge. Conque se llevó a Dolly consigo al manantial y se lavaron en sus límpidas aguas, bebiendo un poco después. Estuvieron sentadas allí un rato, disfrutando de la belleza del valle y de las montañas.

—Parecen estar echándosenos encima —dijo Lucy—. Dan la sensación de estar estrechando el cerco.

—¡Qué imaginación tienes! —respondió Dolly—. Anda, vamos a volver. Jack ya no debe tardar, y yo quiero enterarme de lo que tenga que contar.

Regresaron. Jorge se había tumbado sobre las mantas y estaba bostezando.

—Ya iba a salir a buscaros —dijo—. ¡Cuánto tiempo habéis tardado! Aún no ha vuelto Jack. Dios quiera que no le haya sucedido nada.

Lucy se asustó. Adoraba a su hermano. Fue a subirse a una roca para poder verle llegar.

Se volvió hacia los otros en cuanto subió a su otero.

—¡Ahora viene! —gritó—. Y lleva a «Kiki» al hombro.

Saltó de la roca y corrió al encuentro del muchacho. Él le sonrió y el loro voló de su hombro para posarse en el de la niña.

—Empezaba a estar preocupada, Jack —dijo ésta—. ¿Ocurrió algo? ¿Viste a los hombres? ¿Qué están haciendo?

Llegaron adonde estaban Dolly y Jorge.

—¡Caramba, qué cama más estupenda! —exclamó Jack, dejándose caer en ella—. ¡Esto sí que es bueno! ¡Estoy cansadísimo!

—¿Qué ha ocurrido, Jack? —inquirió Jorge—. ¿Algo?

—No gran cosa. Me acerqué al aeroplano todo lo que pude; pero no me atreví a llegar hasta él por temor a que me viesen porque, como sabéis, está completamente al descubierto. No pude ver a los hombres ni oírles siquiera.

—¿Se portó «Kiki» bien? —preguntó Lucy, con ansiedad—. No hice más que pensar que pudiera ocurrírsele dar gritos y hacer que te descubrieran.

—Se portó divinamente —contestó Jack, rascándole la cabeza al lorito—. ¿Verdad, «Kiki»? Bueno, pues decidí que lo mejor sería intentar descubrir dónde estaban esos hombres. Conque, procurando en lo posible mantenerme entre la maleza y los árboles, empecé a investigar. Debían haber encendido el fuego otra vez, porque se alzaba una columna muy gruesa de humo negro.

—¿Viste a los hombres? —preguntó Dolly.

—Oí su voz primero. Luego se me ocurrió que sería una buena idea subirme a un árbol y usar los gemelos de campaña. Conque gateé por uno de ellos. No muy lejos de mí, cerca de una cabaña medio derruida, estaban los dos hombres, guisando algo en una hoguera.

—¿No temiste que te viesen? —preguntó Lucy.

—No. El árbol me ocultaba. Y no había hecho el menor ruido. Les observé con ayuda de los gemelos. Estaban estudiando una especie de mapa que habían tendido en el suelo.

—¿Para qué? —exclamó Dolly—. Deben conocer bastante bien esta comarca, de lo contrario, no hubiesen podido aterrizar tan fácilmente.

—Pero habrán venido aquí con algún fin, ¿no? —dijo Jack—, Dios sabe cuál…, pero con algún fin determinado. Deben andar buscando algo o a alguien… y el mapa probablemente les proporcionará los datos que necesitan. Le oí decir a uno de ellos: «Por aquí… y luego subiendo por aquí», como si estuviesen proyectando una expedición.

—Podríamos seguirles —dijo inmediatamente Dolly—, y así sabríamos de qué se trata.

—No, gracias —contestó Jack—, no seré yo quien se ponga a escalar montañas detrás de esos individuos. Parecen de cuidado. Lo que yo digo es: dejemos que emprendan su excursión y así tendremos la oportunidad de registrar esa cabaña y el aeroplano también. Quizás encontremos algo que nos revele quiénes son y qué buscan.

—Sí, hagamos eso —asintió Lucy, soñolienta—. Quizá vayan mañana. Ojalá Jack pueda observarles con los gemelos y, cuando se hayan marchado, podemos investigar.

—Y no hay nada más que contar —prosiguió Jack, bostezando—. No pude oír ninguna otra cosa. Los dos hombres esos enrollaron el mapa y hablaron en voz baja. Conque bajé del árbol y volví aquí.

—Vamos a echarnos a dormir —dijo Lucy—. Yo ya no puedo tener los ojos abiertos. Aquí estamos seguros, ¿no?

—Completamente, en mi opinión —respondió el niño, echándose con un suspiro de satisfacción—. Sea como fuere, «Kiki» nos avisará si se acercara alguien. Buenas noches.

—Buenas noches —contestaron los otros.

Jorge agregó unas palabras:

—Dolly, no chilles si te pasa por encima una araña, una rata o un erizo. Es seguro que los habrá a montones.

Dolly lanzó un grito y se tapó la cabeza al instante. Luego hubo silencio. Todos se habían quedado dormidos.