Exploración
Los cuatro niños se dirigieron a la destrozada puerta y contemplaron las elevadas montañas. Parecían ponerle un dique al valle y convertirlo en verde prisión. Ninguno de ellos había visto nunca montañas tan altas. Las nubes cubrían la mitad superior de dos o tres de ellas, y las cimas asomaban de vez en cuando al moverse las nubes y rasgarse.
—Es un sitio la mar de solitario —dijo Jack—. Apuesto a que habrá toda clase de pájaros raros aquí…, pero no he visto más que uno o dos hasta ahora. Es curioso que esos hombres supieran dónde aterrizar en este valle… esa tierra llana de hierba resulta una pista de aterrizaje magnífica. Parece como si hubieran estado aquí antes. Pero ¿por qué habrían de vivir aquí? No parece haber nada por lo que venir…, ningún hotel, ni siquiera una cosa que no esté quemada, que nosotros sepamos.
—Oh, a lo mejor la hay —contestó Jorge—. ¡Oye, fíjate en esa lagartija! Nunca había visto una como ésta. ¡Qué bonita es!
La lagartija se deslizó cerca de los pies de Jorge. El niño se agachó, y pilló al minúsculo reptil por el cuello. De haberle asido por la cola, probablemente se hubiese partido ésta, huyendo la lagartija sin ella.
—¡Oh, suéltala, Jorge, por favor! —exclamó Dolly—. ¡Qué bicho más horrible!
—No es verdad —contestó Jorge—. Fíjate en las patitas, con dedos y todo. Fíjate, Dolly…
La niña dio un chillido y apartó al muchacho de un empujón. Lucy y Jack contemplaron a la lagartija con interés.
—Es como un dragón muy pequeño —dijo Jack—. Abre la mano a ver si se queda contigo, Jorge.
—¡Claro que se quedará! —contestó el otro, que parecía ejercer siempre una extraña influencia sobre cuantos animales tocaba.
Abrió la mano y dejó que la lagartija reposara sobre la palma. El animal no se movió.
—¿La veis? Quiere quedarse conmigo —dijo—. Conque se quedará. ¿Cómo te llamas, pequeña? ¿«Tijita»? Me lo suponía. Veré si puedo cazarte unas cuantas moscas.
Se acercó a un sitio soleado donde revoloteaban unos insectos. Cazó a uno y lo sostuvo, entre índice y pulgar, por encima de la cabeza de la lagartija. La mosca desapareció en un santiamén y la lagartija parpadeó de contento.
—Y ahora, supongo que dejarás que viva esa lagartija en tu bolsillo o en algún sitio así Dios sabe cuánto tiempo —observó Dolly, con disgusto—. No me acercaré a ti. Cuando no llevas un ratón escondido en el cuello, es porque tienes un sapo en el bolsillo, o un erizo corriendo por tu cuarto o unos cuantos escarabajos. Eres un niño insoportable.
—No regañemos ahora —intervino Jack—. Tenemos cosas más serias que lagartijas de qué preocuparnos.
La lagartija se metió por la manga de Jorge. «Kiki» la había estado contemplando con la cabeza ladeada. No le hacían ninguna gracia los animalitos que iba recogiendo Jorge y con frecuencia se sentía celoso de ellos.
—¡Paf! ¡Adiós, lagartija! —dijo el loro, soltando inesperadamente la frase adecuada a las circunstancias.
«Kiki» solía tener de cuando en cuando esos aciertos, que nunca dejaban de hacer gracia a los muchachos. Rieron ahora de buena gana, con gran encanto del loro, que se balanceó de un lado para otro emitiendo una serie de chasquidos.
—¡Shhhhh! ¡Chitón! —dijo por fin.
—Ah, «Kiki», ¡cuánto me alegro de haberte traído! —exclamó Jack—. Y, ahora, ¿qué planes inmediatos tenemos?
—No tenemos más remedio que explorar un poco y ver si vive alguien en el valle —contestó Jorge—. Si hay alguno, estamos salvados. Si no lo hay…, bueno, pues peor para nosotros. Tenemos que quedarnos aquí hasta que nos vengan a buscar.
—¡Buscarnos! Y, ¿cómo crees tú que va a poder venir nadie a buscarnos si no tienen la menor idea de dónde estamos? —exigió Dolly—. No seas tonto. Jorge.
—Así, pues, ¿piensas pasarte el resto de tu vida en este valle? —inquirió el muchacho—. Ah, aquí está «Tijita» otra vez… Me sale por la otra manga. «Tijita», eres una magnífica exploradora. ¡Lástima que no puedas decirnos por dónde se sale de este valle!
Dolly se alejó todo lo que pudo de Jorge. No podía soportar los animales que recogía. Era de lamentar, pues, en realidad, todos ellos resultaban divertidos y amistosos.
—Habrá que tener cuidado de no perderse —dijo Lucy, con ansiedad—. Este valle y las laderas de las montañas son enormes. Hemos de seguir siempre juntos.
—Sí, claro que sí —asintió Jack—. Y además hemos de poder siempre regresar a este cobertizo, porque tenemos aquí nuestro equipaje. Aquí tendremos cobijo, por lo menos, y las mantas de viaje sobre las que echarnos. ¡Si tuviéramos comida en abundancia! Las galletas y el chocolate no nos ayudarán mucho.
—Nos será muy útil tu brújula, Jack —dijo Jorge, acordándose de ella—. Escuchad…, ¿por qué no nos ponemos en marcha ahora mismo y exploramos un poco, usando este cobertizo como una especie de cuartel general al que regresar?
—Eso es lo que haremos —dijo Dolly—. Pero tapemos las maletas y las mantas con algo por si acaso vienen aquí esos hombres y las ven.
—No vendrán —afirmó Jorge—. ¿Para qué iban a querer andar husmeando por una cuadra quemada? Podemos dejar nuestras cosas aquí con toda tranquilidad.
Salieron de la cuadra. El Sol brillaba ya por encima de los picachos, dando de lleno en el valle. Los niños vieron alzarse recta la columna de humo del fuego que debían haber encendido los dos hombres.
—Mientras nos mantengamos alejados de esa dirección, no debiéramos correr peligro alguno —dijo—. Vamos…, sigamos este camino. Parece como si hubiera sido en algún tiempo un camino de verdad que condujera a alguna parte. Más vale que señalemos de vez en cuando los árboles para que sepamos volver.
A Lucy le gustó la idea. Le recordaba a los pieles rojas y sus costumbres. Jack y Jorge sacaron cada uno su navaja. Hicieron una incisión en cada quinto o sexto árbol hasta salir del pequeño bosque y encontrarse en una ladera cubierta de verdor y salpicada de flores.
—Es precioso esto, ¿verdad? —dijo Lucy, contemplando la florida alfombra—. Nunca he visto colores tan brillantes. Fíjate en esa flor azul, Jack…, es más azul que el propio cielo. Y, ¡oh!, mira esta florecita sonrosada…, ¡hay una verdadera masa de ellas!
—¿No nos verán en este sitio tan al descubierto? —preguntó Dolly, de pronto.
Jack y Jorge miraron hacia el valle. Habían estado ascendiendo y se encontraban en la ladera de la montaña.
—¡Ahí está el aeroplano! —exclamó Jack—. Y…, ¡ojo…!, ¿no es uno de los hombres ése que camina hacia el avión? ¡Echaos al suelo todos!
Todos se tendieron cuan largos eran. Jack llevaba colgados del hombro los gemelos de campaña, y se los acercó a tos ojos. Le fue posible ver que el individuo aquél era el llamado Juan. Tenía el rostro de un blanco enfermizo, cabello negro grasiento, y un bigotito negro también. Tenía el cuello muy grueso, y el cuerpo también. Desapareció en la parte interior del aparato.
—Ha subido al aeroplano. ¿Si irá a marcharse? ¿Dejará atrás a su compañero? —dijo—. Aún no ha puesto en marcha los motores.
Al cabo de un par de minutos, el hombre volvió a salir, transportando algo, aunque Jack no pudo ver de qué se trataba. Echó a andar en dirección al humo. Había un macizo de árboles cerca, y desapareció por él.
—Sólo fue al aeroplano en busca de algo —dijo Jack—. Ahora ha vuelto adonde estaba. Quizá sea mejor que sigamos otro camino porque, si nosotros podemos verle a él, es seguro que podría él vernos a nosotros si alzara la vista. ¿Veis esa garganta? Nos meteremos por ella. Allí estaremos bien ocultos.
Se encaminaron a la garganta, en la que daba de lleno el sol. Era evidente que había habido un camino para subir en otros tiempos. Los niños lo siguieron, subiendo más y más. Llegaron a una especie de repisa que se deslizaba peligrosamente por un lado de la montaña. Jack fue el primero que subió. No era tan peligroso como parecía.
—Creo que ofrece seguridad —anunció—. Es más ancha de lo que creíamos. Vamos. Estoy seguro de que conduce a alguna parte.
Avanzaban por la repisa y llegaron a un punto desde d que se obtenía una maravillosa vista del valle y de todos los alrededores. Estaba completamente desierto. No se veía ni una vaca, ni una oveja, ni una cabra. Un poco más arriba había un edificio negro, chamuscado, que evidentemente había sido una casa de labranza grande. Sólo quedaban de ella unas vigas ennegrecidas y parte de las paredes de piedra. Todo lo demás yacía en ruinas en el suelo.
—¡Otra ruina! —exclamó Jack, impresionado—. ¿Qué ha estado ocurriendo en este hermoso valle? No acabo de comprenderlo. ¿Por qué habían de quemar las casas así? Empiezo a creer que no hay por aquí un alma más que nosotros y esos dos hombres.
—Creo que tienes razón —observó Jorge—. No se ve humo por ninguna parte, y ni un solo animal doméstico… ni siquiera un perro. Lo que no logro entender, sin embargo, es por qué no ha venido aquí gente de los valles vecinos y ha reconstruido las cosas para apacentar su ganado.
—A lo mejor, hay algo malo aquí —sugirió Lucy, estremeciéndose—. No me gusta ni pizca la sensación que me produce.
Se sentaron al sol, que ahora se hallaba muy alto en el firmamento. Sentían de pronto unas ganas de comer enormes. Dolly sacó inesperadamente galletas y chocolate del bolso que llevaba.
—Supuse que todos tendríamos hambre antes de que pasara mucho rato —dijo—. Conque me traje la mitad de las galletas y del chocolate.
—¡Tuviste una idea genial! —anunció Jorge, encantado—. ¡Eh, «Tijita», sal a comer una miga!
Dolly se alejó inmediatamente. «Tijita» salió por el cuello de la camisa del niño y le bajó por el pecho. Bien a las claras se veía que su intención era quedarse con Jorge.
—¡«Tijita» está en un pozo! —anunció «Kiki», quitándole a Jack de los dedos un trozo de chocolate de un fuerte picotazo.
—¡«Kiki»! ¡Devuélveme eso al instante! —exclamó Jack—. ¿Dónde tienes los modales?
—En el pozo, en el pozo —respondió el loro, que parecía haberse aprendido lo del pozo en jueves.
Todos tuvieron sed después de las galletas y del chocolate.
—Ojalá encontráramos algo que beber…, agua fresca y clara como la que encontramos en el manantial —dijo Jack.
—En el pozo —dijo «Kiki».
—Bueno, anda y búscanos tú un pozo —dijo Jack.
—¿Habría peligro en echar un sueño? —preguntó Dolly, que sentía cierta somnolencia—. Se está bien aquí, al sol.
—Bueno…, pero un sueño muy corto —contestó Jorge—. Se me antoja que aquí estamos seguros. Esos individuos no subirán tan alto.
—¿Sabéis? —intervino Lucy, que estaba tumbada boca arriba, recibiendo el sol de lleno sobre el pecoso rostro—. Me parece oír agua en alguna parte. No muy cerca. Escuchad todos.
Escucharon. Oían, desde luego, algo que no era el viento. ¿Qué podía ser? Sonaba como el gorgoteo de un manantial.
—Iremos a ver —anunció Jack—. Quedaos aquí vosotras si queréis. Iremos Jorge y yo.
—Oh, no —contestó inmediatamente Lucy—. Prefiero ir con vosotros. Podíais perderos.
Conque los cuatro marcharon juntos en dirección al punto de donde parecía proceder el curioso ruido. Subieron más alto, y llegaron a una parte rocosa muy pendiente y muy difícil de escalar. Pero el ruido era ahora mucho mayor.
—En cuanto doblemos el primer recodo —dijo Jack—, descubriremos de qué se trata. ¡Vamos!
Subieron un poco más y entonces el camino dobló bruscamente por el lado de una peña, ensanchándose un poco al otro lado. Los cuatro niños se pararon, contemplando impresionados lo que hacía el ruido que oyeron.
Era una cascada; pero ¡qué cascada más grande! Caía desde gran altura casi a pico por la montaña, para estrellarse muy abajo, allá en el fondo, poblando el aire de agua pulverizada. Ésta les humedeció la cara aun cuando se hallaban a bastante distancia de la masa de agua.
—¡Qué vista tan maravillosa! —exclamó Jorge—. ¡En mi vida había visto una catarata tan grande! ¡Qué ruido hace! Casi tengo que gritar. ¿Verdad que es grandioso?
Allá, muy abajo, la catarata se convertía en río que serpenteaba por el pie de la montaña. No les era posible ver adonde iba a parar. El agua brillaba y centelleaba al caer, viéndose aquí y allí algún arco iris. Lucy no creía haber visto nunca cosa más hermosa.
Recogió con la lengua el agua pulverizada que le daba en la cara. Formaba gotitas que le resbalaban luego hacia la boca.
—Me estoy bebiendo el agua pulverizada —dijo—. ¡Oh, mirad! ¡Hay un charco en esa roca! ¿Creéis que podrá beberse?
Era clara el agua, y fresca. Jack la probó.
—Sí, es buena —dijo—. Bebed si queréis.
Estuvieron contemplando la cascada un buen roto. A «Kiki» le emocionaba. Por Dios sabe qué razones, le ponía loco de contento. Voló hasta cerca de ella, gritando con todas sus fuerzas al salpicarle el agua.
—¡Es magnífica! —anunció Dolly—. Sería capaz de pasarme todo el día mirándola.
—Volveremos aquí mañana —dijo Jack—. Pero creo que debiéramos volver ahora al cobertizo. Vamos…, es evidente que por aquí no hay nadie que pueda ayudarnos.