Pero…, ¿dónde estamos?
El aeroplano tocó tierra con un leve impacto que sacudió a los niños y les dejó sin aliento. Luego rodó sobre las enormes ruedas un corto trecho, y se detuvo. Habían llegado. Pero… ¿adónde? Alboreaba, y la luz entraba por las ventanillas; pero aún no era del todo de día.
Uno de los hombres paró los motores. Inmediatamente se hizo un silencio muy grande en la cabina. ¡Cuan maravilloso no tener que soportar aquel enorme zumbido! Los niños se alegraron. Oyeron las voces de los hombres.
—Hemos viajado aprisa y aterrizado bien. Tocaste tierra con mucha habilidad, Juan.
—No disponemos de mucho tiempo —respondió Juan—. Vamos…, salgamos a estirar las piernas. Iremos a la cabaña a comer algo.
Con gran alegría de los niños, los hombres descendieron del avión y desaparecieron. ¡Ni siquiera se hablan acercado a la parte de atrás de la caja de embalaje! Quizá pudieran escapar y buscar ayuda inmediatamente. En cualquier caso, podrían mandar aviso a la señora Mannering y a Bill diciéndoles que no estuviesen preocupados, por lo menos.
—Vamos —dijo Jack, levantándose cautelosamente—. Atisbemos por la ventana a ver dónde estamos. Espero que en un aeródromo. Probablemente veremos a algún mecánico y le pediremos que nos conduzca a uno de los jefes.
Todos se apiñaron ante la ventanilla más cercana. Pero ¡qué sorpresa al mirar fuera! No se encontraban en un aeródromo ni mucho menos. Se hallaban sobre un trecho ancho y llano cubierto de hierba en medio de un valle. Y el valle en cuestión parecía rodeado de elevadas montañas.
—¡Troncho! —exclamó Jack—. ¿Dónde estamos? Lejos de toda habitación humana, seguramente.
—Estamos en un valle —dijo Jorge—, con montañas todo alrededor… la mar de bonito; pero…, ¡la mar de solitario también! ¿Cómo vamos a conseguir ayuda aquí? No habrá avión que pueda llevarnos a casa, eso es seguro.
No se veía ninguna casa, ni ninguna otra clase de edificio. Por el otro lado del aeroplano, el panorama era el mismo: montañas por todas partes. Parecía encontrarse al pie de ellas, en un valle cubierto de verdor. Muy extraño resultaba aquello. ¿Por qué habrían ido los dos hombres allí?
—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Dolly—. ¿Nos apeamos? ¿Nos quedamos aquí? O…, ¿qué?
—No sé lo que tú pensarás. Jorge —observó Jack—, pero a mí no me gusta nada de esto. No me gustan esos hombres, no me gusta la manera como emprendieron el vuelo, en plena noche después de oírse unos disparos… y no me gusta este valle tan solitario tampoco. Sin embargo, creo que sería una buena idea apearse y husmear por ahí un poco. Tiene que haber campesinos por alguna parte… pastores quizás…, alguien así.
—¿En qué país estamos? —preguntó Lucy—. ¿Sabremos hablar su idioma?
—Con toda seguridad que no —respondió Jorge—. Pero tendremos que hacer todo lo posible para que nos entiendan.
—¿Para qué habrán venido aquí esos hombres? —murmuró Dolly, pensativa—. Parece un sitio la mar de raro y solitario para venir. No creo que estén haciendo nada bueno. Opino que sería lo mejor bajar ahora, mientras tenemos la ocasión, y escondernos, y luego ver si encontramos a alguien que nos ayude. Podemos darle cuenta de todo a Bill cuando volvamos.
—Eso es lo mejor —anunció sin vacilar Jack—. Me alegraré de encontrarme al aire libre otra vez. En este aeroplano hay muy poca ventilación.
Atisbaron cautelosamente por todas las ventanillas para ver si distinguían a los dos hombres. Pero no observaron ni rastro de ellos.
—Más vale que nos pongamos en marcha —sugirió Jack—. ¿Y las maletas… y las mantas… y «Kiki»?
—No debemos dejar nada aquí. No nos interesa que esos hombres sepan que hemos sido pasajeros suyos. Nos lo llevaremos todo.
Conque los cuatro abandonaron el aeroplano y descargaron maletas y mantas. «Kiki» soltó unas cuantas palabras de desagrado al verse zarandeado como si fuese parte del equipaje pero lo hizo en voz baja.
No tardaron en hallarse todos fuera del aparato, preguntándose hacia dónde debían encaminarse. Jack le dio un codazo de pronto a Jorge, haciéndole pegar un brinco.
—¡Mira! ¡Mira hacia allá!
Miraron todos y vieron una ligera columna de humo azulado que se elevaba a cierta distancia.
—Seguramente han encendido fuego allá esos hombres —dijo Jack, en voz baja—. Mejor será que no vayamos en esa dirección. Iremos por este sendero de acá… si es que es un sendero.
La pequeña procesión dio la vuelta a unas rocas y llegó a donde un arroyo bajaba burbujeante por la ladera de una colina. Afloraba de pronto, no muy lejos, como manantial, convirtiéndose casi inmediatamente en riachuelo.
—Podríamos beber —dijo Jorge—. Yo tengo sed. Pero aún no tengo hambre. ¡Es raro!
—Es que estamos todos algo cansados, llenos de preocupación e intrigados —dijo Jack—. Podemos beber recogiendo agua en el hueco de las manos. También tengo sed yo.
El agua era fría y límpida como un cristal. La encontraron deliciosa y todos se sintieron mejor después de bebería. Dolly mojó el pañuelo en el arroyo y se humedeció la cara con él. Se sintió mucho mejor y más fresca entonces. Lucy hizo lo propio.
—Lo que interesa es encontrar un buen escondite en que meter el equipaje y meternos nosotros —dijo Jack—. Temo que, si esos dos hombres se ponen a vagar por ahí, acaben por encontrarnos. ¿Adónde podemos ir?
—Sigamos andando en línea recta —sugirió Dolly—. Por esta colina arriba. Si nos mantenemos un poco arriba, podremos ver el aeroplano en el valle y no desorientarnos. Podemos ir subiendo por entre los árboles para que no nos vean.
—La idea es buena —asintió Jorge.
Y avanzaron, lentamente, hacia los árboles. Se sintieron más seguros a su amparo. Los hombres no podrían verles. Pero también descubrieron que ellos tampoco podrían ver el aeroplano, ya.
—Siempre nos será posible ver dónde está subiéndonos a un árbol —dijo Jack—. Mirad…, ¿no es una casa?
Allá, en un claro, había una construcción que parecía una casa, en efecto. Pero cuando se acercaron a ella, vieron que estaba casi destruida por completo por el fuego. No era más que una ruina ennegrecida, vacía y desierta.
—Qué lástima —observó Jorge—. Hubiéramos podido solicitar ayuda de los que vivían aquí. ¿Cómo se incendiaría la casa?
Subieron un poco más, atravesando un bosquecillo de abedules plateados. Vieron otro edificio más arriba. Pero, con gran asombro suyo y desilusión, también éste había sido pasto de las llamas. No descubrieron ni rastro de ser viviente en sus cercanías.
—Dos casas quemadas, y ni un alma en la vecindad —dijo Jack—. Es muy curioso eso. ¿Qué habrá estado ocurriendo en este valle?
Aún más arriba, les era posible ver otra casa. ¿Estaría aquélla quemada también? Llegaron hasta allí, y la contemplaron con cierta desesperación.
—¡Completamente quemada! —exclamó Dolly—. ¡Qué cosa más terrible! ¿Qué habrá sido de la gente que vivía aquí? Debe haber habido guerra o algo por estos alrededores. Pero…, ¿dónde estaremos?
—Mirad… esa cuadra, o cobertizo, o lo que sea, no está muy quemada —señaló Jack—. Vayamos a ver si aún tiene techo. Si no se ha hundido, podríamos meter allí el equipaje.
Se dirigieron al cobertizo en cuestión. Parecía como si las llamas hubiesen prendido en la mitad, pero hubieran perdonado el resto. El tejado casi había desaparecido, pero en la parte de atrás había un lugar abrigado, con pesebres que habían servido para vacas.
—Esto está bien —anunció Jack, dirigiéndose al último compartimiento de la cuadra—. Aquí hay techumbre que nos resguardará de la lluvia si es que llueve… y nada me extrañaría, porque hay unas nubes bastantes grandes. Podremos meter nuestro equipaje en este sitio.
—El suelo está sucio —dijo Lucy, haciendo un mohín de repugnancia.
—Quizás encontremos una escoba o algo para limpiarlo… y lo alfombraremos con hierba o helechos —dijo Dolly—. Luego, si echáramos las mantas por encima, podríamos dormir divinamente. Quizá no encontremos hoy a nadie que pueda ayudarnos. Podríamos pasar la noche aquí.
Depositaron las maletas en un rincón y echaron las mantas encima. A «Kiki» lo colocaron encima, dentro de su cesta. Inmediatamente lanzó un grito de protesta.
—¿Creéis que habrá peligro ahora en soltarle? —inquirió Jack—. Estoy seguro de que pasar horas y horas posado en mi hombro si se lo mando. Debe de estar la mar de incómodo metido en la cesta.
—Sí, suéltalo —dijo Jorge—. Aunque vuele por ahí un poco y le vean los hombres, no sabrán lo que es ni a quién pertenece. Les dará un susto como empiece a hablar.
«Kiki» fue puesto en libertad, con gran alegría suya. Salió del cesto y fue a posarse en el hombro de Jack, picoteándole cariñosamente la oreja.
—¿Dónde tienes el pañuelo? —quiso saber—. ¿Cuántas veces he de decirte que…?
—Bueno, «Kiki», bueno —le interrumpió su amo—. Sé buen pájaro y no hables tan alto.
—¡Chitón! —clamó el loro, a voz en grito.
Y ya no dijo nada más, limitándose a hacer chasquidos con el pico de vez en cuando.
—Bueno y…, ¿qué planes tenemos? —preguntó Jorge, sentándose encima de su maleta—. ¿Seguimos explorando un poco más allá para ver si encontramos quien nos ayude? O…, ¿vigilamos a esos hombres para ver si descubrimos por qué han venido aquí? O…, ¿nos quedamos aquí escondidos?
—Yo creo que será mejor que exploremos —respondió Jack—. En realidad, lo más importante es encontrar ayuda. Es necesario que regresemos a casa inmediatamente si podemos. Tía Allie y Bill estarán muertos de ansiedad.
—¡Es un valle tan precioso éste! —murmuró Dolly, asomando al exterior—. No comprendo por qué no está atestado de casas y de vacas, y de ovejas. Pero no veo ni un alma. Ni siquiera veo humo por ninguna parte… salvo ese poco allá, donde están los hombres. Es la mar de misterioso. ¿Por qué están quemadas todas las casas, y por qué no hay nadie por aquí?
—No hemos visto más que un trozo del valle y otro de la colina —advirtió Jorge—. A lo mejor, al doblar el recodo, nos encontramos con un pueblo entero. ¿Verdad que son enormes estas montañas?
—Sí. Forman un anillo alrededor de este valle —asintió Lucy—. ¿Dónde estará la salida? Las montañas siempre tienen desfiladeros o pasos, ¿no?
—Sí —contestó Jack—, pero no me haría mucha gracia tener que buscar una salida sin conocer el camino. ¿Veis esa montaña de allá? Tiene el pico blanco. Apuesto a que es nieve. Y demuestra lo alta que debe ser.
Era un valle precioso, en efecto, y las montañas que lo guardaban, magníficas. Pero tenía cierto aire de soledad y de abandono, y hasta los pocos pájaros que pasaban volando algunas veces, parecían silenciosos y cautos.
—Aquí hay algo misterioso —observó Jack—. ¿Sabéis una cosa…? Creo…, sí, creo firmemente… que nos espera otra aventura.
—¡No digas tonterías! —intervino Jorge—. Encontraremos una casa de labranza por aquí cerca, conseguiremos ayuda, haremos mandar un mensaje a alguna parte, obtendremos un coche que nos lleve a la población más cercana, e iremos desde allí a un aeródromo. Y os apuesto a que estaremos ya en casa mañana.
—Yo te apuesto a que no —respondió Jack.
Lucy dio muestras de alarma.
—Pero…, ¿y las comidas? —dijo—. Sólo tenemos la merienda que nos puso tía Allie… y unas cuantas galletas y chocolate. Nos moriremos de hambre si no volvemos pronto a casa. Aquí no hay nada que comer.
A nadie se le había ocurrido pensar en eso. Valiente lata. Una cosa era correr una aventura, pero el correrla sin tener nada que comer era otra cosa. Eso sí que no podía ser, de ninguna manera.
—No creo que podamos convertir esto en una aventura después de todo —anunció Jack.
Pero era una aventura, ¡vaya si lo era! Y además no habían hecho más que empezarla.