Capítulo III

Grave error

Bill estaba hablando con tres o cuatro hombres. Agitó la mano para saludar a los niños, alta y corpulenta sombra en la noche.

—¡Hola, muchachos! Estaré ocupado unos minutos. Id vosotros al avión y aguardadme. Meted las maletas detrás, junto a la mía. Tardaré diez minutos o así en ir.

—¡De acuerdo, Bill! —dijo Jack.

Y los cuatro marcharon hasta donde el taxista había depositado su equipaje junto a un avión, no muy lejos. El aeroplano estaba en un punto oscuro, pero pudieron ver lo bastante para recoger las maletas. Subieron la escala hasta la cabina. El interior del aparato se encontraba en tinieblas. Los niños no tenían idea de cómo encender las luces. Se dirigieron, a tientas, a la parte posterior y depositaron allí sus cosas. También echaron las mantas de viaje en aquel lugar. Jack depositó la jaula de «Kiki» con cuidado. El loro había dado muestras de indignación durante todo el camino.

—¡Que llueva, que llueva! ¿Dónde están las claves? —clamó—. ¡Piiii, suena el pito!

Había una caja de embalaje grande en medio del aeroplano. Los niños se preguntaron qué contendría. ¿Estaría llena o vacía? Con toda seguridad era algo que Bill se llevaba consigo.

—Estorba el paso —dijo Jack—. Y no podemos sentarnos como es debido con esta cosa aquí. Sentémonos encima de las mantas, quizá. Quizá mueva Bill la caja cuando venga y nos diga dónde quiere que nos sentemos.

Conque se instalaron sobre las mantas de viaje, y se armaron de paciencia para esperar. Se escuchaba continuamente el ruido del motor de aviación, de suerte que resultaba imposible oír ninguna otra cosa, aunque una vez creyó Jack percibir gritos. Se acercó a la portezuela y se asomó; pero todo era tinieblas y a Bill no se le veía por parte alguna. ¡Cuánto tardaba! Volvió a su sitio bostezando. Lucy estaba medio dormida.

—Ojalá viniera Bill ya de una vez —dijo Jorge—. Me quedaré dormido como tarde.

De pronto, ocurrieron la mar de cosas, y en rápida sucesión Por encima del zumbido del motor se escucharon varios disparos: tiros de pistola. Los niños se incorporaron con brusquedad. Luego sonó otra detonación. Y a renglón seguido, el ruido de alguien que subía apresuradamente la escalera del avión. Un hombre se sentó ante los mandos. Otro le siguió, jadeando, apenas visible en la oscuridad. Los niños se quedaron como petrificados. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Era Bill uno de aquellos hombres? ¿Quién era el otro y… a qué obedecían aquellas prisas?

El primer hombre asió los mandos y, con gran sorpresa para los muchachos, el aparato empezó a deslizarse por la pista. ¡Despegaban! Pero ¿por qué no les había dirigido Bill la palabra? ¿Por qué no había vuelto la cabeza por lo menos, para asegurarse de que se hallaban a bordo?

—Estaos callados —les aconsejó Jack a los otros—. Si Bill no quiere hablarnos, sus motivos tendrá. Quizá no quiera que el otro individuo se entere de que estamos aquí. No hagáis ruido.

El avión se alzó, con poderoso zumbido de la hélice. Enderezó el vuelo a contraviento. Los hombres se hablaban a voz en grito, pero los niños no lograban distinguir las palabras porque el motor hacía demasiado ruído. Se estuvieron quietos, sentados, ocultos tras la enorme caja que ocupaba el centro del aparato. Bill no les dijo nada en absoluto. No hizo una llamada para saber si estaban allí. No mandó a su compañero a que viese si se encontraban bien. No hizo caso en absoluto de ellos. Resultaba muy raro aquello, y a Lucy no le gustó ni pizca.

Uno de los hombres buscó a tientas y encontró un interruptor. Se encendió una luz junto a los mandos, pero el resto del aeroplano quedó en la oscuridad. Jorge atisbo por un lado de la caja, con ánimo de atraer las miradas de Bill si le era posible. Volvió al lado de los otros casi al instante y se sentó con cuidado, sin decir una palabra.

—¿Qué ocurre? —inquirió Jack, comprendiendo, instintivamente, que Jorge estaba preocupado.

—Asómate por el lado de esa caja —le contestó Jorge—. Échales una buena mirada a esos dos hombres.

Jack obedeció. Regresó intrigado y con cierta alarma.

—Ninguno de esos dos hombres es Bill —dijo—. ¡Troncho!, ¡qué raro es eso!

—¿Qué quieres decir con eso? —dijo Lucy, alarmada—. Uno tiene que ser Bill. ¡Sí, éste es el aeroplano de Bill!

—Sí, pero ¿lo es en realidad? —murmuró Dolly, de pronto—. Fijaos en esos asientos, Lucy…, ahí donde les da la luz. Son encarnados… y los del aeroplano de Bill eran verdes. Los recuerdo perfectamente.

—¡Pues es verdad! —exclamó Jack, acordándose también—. ¡Troncho, nos hemos equivocado de avión!

Hubo un largo silencio. Nadie sabía qué pensar del asunto. ¡Se habían equivocado de avión! Aquél no era el de Bill ni mucho menos. Dos desconocidos se hallaban sentados ante los mandos; eran hombres que de seguro se enfurecerían al descubrir a sus inesperados pasajeros. Ni a Jack ni a Jorge les gustaba el aspecto de aquellos individuos. En realidad, no les habían visto más que la nuca y un lado de la cara a uno al volverse éste a gritarle algo a su compañero, pero ninguno de los dos muchachos se había sentido atraído por ellos.

—Tienen un cuello tan de toro —pensó Jack—. ¡Caramba, esto es terrible! Y hubo disparos…, ¿tendrían los tiros algo que ver con esos individuos? Subieron al aeroplano con muchísimo prisa, y desnegaron en seguida. Me huelo que hemos vuelto a meternos en una aventura.

Jorge habló cautelosamente con su compañero. Era inútil susurrar, porgue resultaba totalmente imposible oír un susurro. Conque tuvo que alzar la voz y confiar en que los hombres de delante no lo oirían.

—¿Qué vamos a hacer? ¡Sí que nos hemos equivocado de avión! Lo culpa la tiene ese estúpido de taxista que se equivocó de aeroplano al dejar nuestro equipaje. Y la oscuridad era tan grande, que tampoco pudimos distinguir nosotros el aparato y saber cuál era cuál.

Lucy se apretó contra Jack, asustada. No resultaba muy agradable encontrarse en el aire, perdidos en la oscuridad, en un aeroplano extraño, con hombres a los que ninguno de ellos había visto hasta entonces.

—¿Qué podemos hacer? —murmuró Jack—. ¡En menudo lío nos hemos metido! ¡Lo furiosos que se pondrán esos hombres cuando nos vean!

—A lo mejor se les ocurre tirarnos fuera —dijo Lucy, alarmada—; y no tenemos paracaídas de esos… Jack, ¡no dejes que se enteren de que estamos aquí!

—Tendrán que enterarse tarde o temprano —dijo Dolly—. ¡Qué idiotas somos! ¡Mira que equivocarnos de aeroplano!

Reinó el silencio de nuevo, y todos se pusieron a devanarse los sesos.

—¿Nos quedamos aquí atrás, encima de las mantas de viaje, con la esperanza de que no nos descubran? —inquirió Jorge—. Luego, cuando el avión aterrice, quizá podamos escaparnos.

—Sí…, creo que eso será lo mejor —asintió Jack—. Estamos bien escondidos aquí… y no corremos peligro mientras a esos hombres no se les ocurra venir a buscar algo. Tal vez lleguen a su destino, salgan sin vernos, y tengamos ocasión nosotros de salir luego y buscar ayuda para volver a casa.

—¡Con las ganas que yo tenía de pasar unos días en casa de Bill! —exclamó Lucy, casi lacrimosa—. ¿Qué habrá pensado Bill?

—¡Sábelo Dios! —contestó Jack, sombrío—. Nos andará buscando por todo el aeródromo. Yo creo que debió ser a Bill a quien oí gritar cuando me acerqué a la portezuela. Seguramente se acercaría a su aeroplano y, al no encontrarnos allí, nos llamó. ¡Maldita sea…! ¿Por qué no se me ocurriría pensar eso entonces?

—Sea como fuese, ya es tarde para acordarse de eso —anunció Jorge—. Dios quiera que no esté preocupada mamá. ¡Caramba! ¡Va a creer que nos hemos metido de cabeza en otra aventura! Y le prometimos no hacerlo.

El aeroplano prosiguió su ruta a través de la oscura noche. Los niños no tenían la menor idea de si volaban en dirección Norte, Sur, Este u Oeste. De pronto se acordó Jack de su brújula de bolsillo y la sacó.

—Volamos hacia el Este —anunció—. ¿Adónde iremos? No me parece ir en un aeroplano siquiera. ¡Como no puedo asomarme y ver el suelo abajo…!

A los otros les ocurría lo propio. Lucy se tendió en las mantas y bostezó.

—Yo voy a dormirme —dijo—. Si sigo despierta, no haré más que asustarme y estar preocupada.

—Has tenido una buena idea —observó Jorge, echándose sobre las mantas a su vez—. Es seguro que nos despertaremos si llegamos a alguna parte.

—¿Quiere alguno un bocadillo o un pedazo de pastel? —preguntó Dolly, acordándose del paquete que llevaban.

Pero ninguno quiso. El descubrimiento hecho de que se habían equivocado de aeroplano, les había quitado por completo el apetito.

Al poco rato, todos menos Jack se habían dormido. Éste se quedó despierto, pensando. ¿Había tenido Bill algo que ver con los disparos que oyeron? ¿Tendrían aquellos dos hombres relación alguna con el asunto en que había estado trabajando Bill… la misión «secreta»? Cabía la posibilidad de que pudieran ellos descubrir algo que ayudase a Bill. Era importante, por consiguiente, impedir que los dos hombres supiesen que llevaban consigo pasajeros ocultos a bordo.

«Kiki» soltó un grito de exasperación dentro del cesto. Jack dio un brinco de sobresalto. Se había olvidado por completo del loro. Dio unos golpecitos en la cesta y habló tan bajo como pudo, confiando que le oiría «Kiki».

—¡Cállate, «Kiki»! No hagas ruido, por lo que más quieras. Es muy importante que no se oiga. ¿Me escuchas, «Kiki»? Tienes que guardar silencio, estarte callado, no decir nada.

—No decir nada… —repitió el loro, dentro de su encierro—. ¡Chitón!

Jack no pudo menos de sonreír.

—Justo —dijo, pegando la cara al cesto—. ¡Chitón!

El loro guardó silencio después de aquello. Era un pájaro travieso y ruidoso; pero siempre se callaba cuando Jack quería que lo hiciese. Conque intentó meterse la cabeza debajo del ala y dormirse. Pero el zumbido del motor le molestaba. Nunca había oído un ruido así antes. Ardía en deseos de imitarlo pero, afortunadamente, no lo intentó en aquellos momentos.

Al cabo de un rato, los dos hombres cambiaron de sitio y el segundo se hizo cargo de los mandos. El primero se desperezó y bostezó. Se puso en pie, y a Jack por poco se le paró el corazón del susto. ¿Iba a dirigirse a la parte posterior del aeroplano? Se preguntó si debía despertar a los otros o no. Pero el hombre no dio un paso hacia la parte de atrás. Estuvo en pie unos minutos, como para estirar las piernas, y luego encendió una pipa. Una nube de azulado humo flotó hacia donde estaban los niños. Jack vio, con el natural alivio, que el individuo aquél volvía a sentarse.

Al niño no tardó en entrarle sueño también. Se echó junto a los otros, encantado de llevar abrigo, porque hacía frío. A los pocos instantes dormía. Sólo quedó despierto «Kiki», que hacía soltar un chasquido a su pico de vez en cuando, la mar de intrigado, preguntándose qué significaría aquella aventura nocturna.

El avión continuó volando en la oscuridad, pasando por encima de ciudades, pueblos, campos, ríos y bosques. Pasó también por encima del mar, donde brillaban tenuemente las luces de algunos barcos. Titilaron, allá abajo, las luces de ciudades y, de vez en cuando, se vio la pista iluminada de algún aeródromo. Pero el aeroplano ni intentó aterrizar. Siguió volando por encima de ellos, en dirección al Este… al amanecer. Luego, poco antes de la aurora, empezó a volar más despacio y en círculo. Perdía altura a cada vuelta y, una vez, viró tan inclinado sobre el ala, que por poco rodaron los niños de un lado a otro.

El movimiento les despertó, y se incorporaron, preguntándose dónde se encontraban. Lo recordaron al instante y se miraron unos a otros con los ojos muy abiertos.

—Vamos a aterrizar. ¿Dónde nos encontraremos? Alerta para aprovechar la menor oportunidad de huida que se nos presente —se susurraron unos a otros—. ¡Bajamos! ¡Estamos aterrizando!