MIENTRAS el hombre del guiñol se desesperaba, el señor Severín llevó el baúl negro a su habitación de la torre, lo abrió allí y dejó salir a Kásperle. Kásperle se quedó en medio de la habitación como un pajarito asustado, y el señor Severín se echó a reír y le dijo:
—¡Ay Kásperle, pobre pequeño trasto! ¡Esta vez sí que han estado a punto de atraparte!
¡Sí, qué poco había faltado! A Kásperle le daba un brinco el corazón cada vez que recordaba el griterío que había oído en la casita del jardín. Al cabo de una hora llegó maese Penacho, se tranquilizó mucho al ver a Kásperle sano y salvo, y tenía ganas de llevárselo otra vez a su casa, pero comprendió que el señor Severín tenía razón cuando dijo:
—Kásperle debe salir de la ciudad. Mañana me iré de viaje y me lo llevaré en el baúl negro. Y ahora, Kásperle, óyeme bien: vas a volver a la casita del bosque. Ya me he enterado de dónde está.
Kásperle sintió una alegría enorme y ya iba a empezar a dar volteretas cuando le detuvo el señor Severín diciendo:
—Sí, te llevaré a la casita del bosque, pero tendrás que ser muy prudente por el camino. Porque pasaremos por varios sitios donde te conocen. Me han encargado que revise el órgano de El Descanso, y en el castillo del Salto-del-Gamo me está esperando el Duque. Tendrás que quedarte escondido en el baúl y no harás ninguna trastada, ¿entendido?
Kásperle suspiró con fuerza y prometió con muy buena voluntad que sería buenísimo y obediente. Pero mientras hacía aquella promesa, los ojillos le brillaban con mucha picardía, le divertía muchísimo pensar que iba a entrar sin ser visto en el castillo del Duque y en el pueblo de El Descanso. Claro que le habría gustado mucho más ver a Rosamaría y a Miquele, y aquella noche, sentado junto al señor Severín, le contó muchas cosas de sus dos amiguitos, y el señor Severín le dijo:
—A lo mejor los vemos a los dos, quién sabe, quién sabe. El mundo es un pañuelo.
A la mañana siguiente, apenas salió el sol, Kásperle tuvo que meterse en el baúl. Estaba un poco incómodo y estrecho, porque en el baúl iban también las herramientas y un montón de cosas del señor Severín, y cuando el músico levantó el baúl dijo que Kásperle ahora pesaba mucho más.
El señor Severín salió a la calle con su baúl, maese Penacho estaba ya en su jardín, y como no había nadie por allí a aquella hora, permitieron a Kásperle salir un momento y corretear entre las flores. ¡Qué bonito era aquel jardín! A Kásperle le dio mucha pena tener que despedirse de maese Penacho y de sus flores. Pero el señor Severín le metió prisa, porque la diligencia estaba a punto de pasar.
Kásperle se escondió otra vez en el baúl, y en seguida oyeron la trompeta de la diligencia. Colocaron el baúl sobre el techo, y el señor Severín entró en el coche amarillo y los caballos salieron otra vez al trote.
«Adiós con el corazón» tocaba la trompeta del postillón. Y, traca-traca-traca, el coche salió al campo.
A mediodía llegaron a una venta y el coche se detuvo. Los viajeros se bajaron y el señor Severín dijo que le dieran una habitación para comer él solo, que tenía esa costumbre.
«¡Caramba con el caballero este! —pensó el ventero—. ¡Pues no es poco remilgado!»
Y le llevó la comida a una habitación especial. Allí Kásperle pudo salir a estirar las piernas, comió con el músico y más tarde el ventero se maravilló del enorme apetito de aquel caballero tan remilgado.
Luego siguieron el viaje a través de la región, y al fin llegaron a una posada que tenía en la puerta un escudo con un buey rojo. El señor Severín se bajó y se despidió del postillón. Éste le dijo:
—Buen trabajo le espera, señor, El Descanso está allí en lo alto del monte, y no sé cómo va a cargar el señor con ese baúl tan pesado.
—Ya me las arreglaré —dijo el señor Severín, y pasando de largo la posada del Buey Rojo entró en el bosque, abrió el baúl y Kásperle salió y empezó a caminar al lado del músico. No encontraron a nadie en el camino y subieron de prisa por la ladera empinada. Al cabo de unas horas Kásperle se volvió a meter en el baúl, porque ya estaba a la vista el campanario de El Descanso.
Y así volvió a entrar Kásperle en el pueblo, sin que nadie le viera. Pero él lo iba mirando todo por un agujero del baúl, y vio primero a la prima Mumelina que estaba en la puerta de su casa regañando a unos niños. Y luego vio su escuela tan querida, y al señor Habermus, que se acercó a saludar al músico. Kásperle oyó emocionado la voz buena y amable del maestro, le daba mucha pena no poder saludar él a nadie, y más tarde, cuando el señor Severín abrió el baúl en su cuarto de la fonda, encontró a Kásperle chorreando de llanto.
El señor Severín le consoló como pudo y le dijo que estaban al lado de la escuela, y que desde su ventana se veían las habitaciones de la casa del maestro. Kásperle ya iba a asomarse a mirar cuando vio a la prima Mumelina en su ventana de la casa de enfrente, y entonces se echó atrás de un brinco. El señor Severín le advirtió muy serio:
—¡Kásperle, no hagas imprudencias!
Kásperle no quería hacer imprudencias. ¡Si la prima Mumelina se quitara de la ventana! Pero cada vez que Kásperle se iba a asomar, la veía en la ventana de enfrente, y Kásperle no consiguió ver a la señora Habermus ni a las niñas, aunque estaba deseándolo.
Y entonces, mirando desde una rendijita de la ventana, Kásperle vio que la prima Mumelina salía de su casa y se dirigía a la fonda. Kásperle sabía que la patrona de la fonda era amiga de Mumelina, y tan curiosa como ella. Se metió de prisa en el baúl, y, efectivamente, al poco rato entraron las dos mujeres en la habitación. La prima Mumelina lo curioseaba todo, y Kásperle la oyó decir:
—El músico tiene todas sus cosas en el baúl.
—Vamos a abrirlo —dijo a la patrona en voz baja, y las dos viejas empezaron a toquetear el baúl. Aunque Kásperle sabía que no era tan fácil abrirlo, estaba bastante asustado allí dentro y pensó: «Les voy a dar yo un susto».
Metió la cabeza en el morralito de piel y se puso a resoplar y a gritar dentro del morral. Sonaba de una manera horrorosa, y las viejas por poco se desmayan del susto.
—¡Uuuh! —se oía dentro del baúl, y la prima Mumelina chilló:
—¡Aquí dentro hay un demonio!
Pero la patrona era más atrevida y dijo:
—Voy a ver —y empezó otra vez a hurgar en la cerradura, y entonces se abrió la puerta y apareció el señor Severín. Había oído los resoplidos de Kásperle desde abajo. Las dos curiosas se asustaron mucho al ver al músico, pero la prima Mumelina se dominó y le gritó al señor Severín:
—¡Tiene usted un demonio en el baúl!
—Sí, es el diablo que se lleva a los curiosos —contestó el músico riendo—. ¡Tengan cuidado, que algunas veces ese demonio malo sale como un trueno del baúl!
—¡Ay! —gritaron las viejas, y echaron a correr escaleras abajo. Y Kásperle, dentro del baúl, se moría de risa.
El señor Severín también se reía, pero dijo que sería mejor marcharse del pueblo por la mañana, y que no convenía que Kásperle anduviera asustando a la gente, no fueran a darle un buen susto a él.
Por la noche, el señor Severín cerró el cuarto con llave. Quería ir a casa del maestro y pensó que lo más seguro era dejar a Kásperle encerrado. Kásperle dijo que sería muy seguro, pero también muy aburrido. Cuando el músico salió de la habitación, Kásperle se asomó a la ventana, y al ver que en la calle ya no había nadie, se encaramó al antepecho de la ventana y se quedó mirando la casa del maestro. ¡Cómo le habría gustado poder entrar allí por última vez!
Delante de la ventana de Kásperle había un manzano muy grande. Le entraron ganas de descolgarse por aquel árbol, pero luego recordó lo que había prometido al señor Severín. Se le ocurrió que podía ser una buena idea tirar un par de manzanas verdes al cuarto de la prima Mumelina. ¡Con lo furiosa que se ponía la vieja si le hacían cosas así!
Kásperle se asomó con cuidado a la ventana, alcanzó una rama del árbol, empezó a coger manzanas, y las fue tirando al cuarto de la vieja. Tenía buena puntería, y las metía todas por la ventana; no vio dónde caían, pero de pronto oyó unos gritos y un ruido de cacharros rotos. Kásperle se asustó y se bajó de la ventana. Estaba seguro de haber hecho algún estropicio en la casa de enfrente.
En la casa del maestro, la prima Mumelina se había sentado junto a la estufa, llorando a todo llorar, y los demás la rodeaban tratando de consolarla. También estaba allí el señor Severín, que pensaba para sus adentros:
«¡Ay Kásperle, ay Kásperle, pero qué malísimo eres!».
Y es que unos momentos antes la prima había entrado en su cuarto llevando un jarro de agua, y al abrir la puerta había caído por la ventana una lluvia de manzanas, el jarro se había hecho añicos, otra manzana le había dado a ella en la nariz, y otra había roto el espejo. A ver si no era como para llorar.
La prima miró de través al señor Severín y dijo que seguro que él sabía de dónde caían las manzanas, y que aquel baúl negro no era de fiar.
El señor Severín se puso muy serio y dijo que, si quería, que fuera con él a abrir el baúl. Pero la vieja no quería saber nada del baúl, y se marchó corriendo a su cuarto y se metió en la cama. Tuvo buen cuidado de taparse la cabeza con el edredón, pero ya no volvió a caer ninguna manzana.
A la mañana siguiente, en cuanto amaneció, el señor Severín se marchó del pueblo con su baúl a cuestas.
—No sé cómo le dejáis marcharse sin más, teníamos que haber registrado ese baúl —dijo la prima Mumelina. Pero nadie le hizo caso, por lo menos ni el maestro ni su mujer. El buen señor Habermus pensaba que la historia de las manzanas no tenía nada de particular y decía:
—Los niños de El Descanso son capaces de eso y de cosas aún peores. Cualquiera adivina quién ha sido.
Nadie pensaba en Kásperle, que iba muy contento detrás del señor Severín por aquel camino que hacía unas semanas había recorrido tan asustado. El bosque estaba muy tranquilo y no se encontraron a nadie. Durmieron entre los árboles y al fin encontraron la pradera donde Miquele solía llevar sus cabras. Y Kásperle dijo con tristeza:
—Miquele ya no estará aquí.
Pero sí estaba, le vieron sentado junto a la cueva de las peñas, tocando una flauta que se había hecho él mismo, y las cabras estaban pastando a su alrededor. Kásperle empezó a dar gritos de alegría y Miquele miró a todos lados, como si se despertara de un sueño. Y entonces saltó sobre las piedras, se abrazó a Kásperle y se pusieron a dar vueltas y brincos abrazados. Estaban tan contentos que no podían ni hablar. Y luego Kásperle empezó a contarle sus aventuras, y el señor Severín también contó algunas cosas, y así Miquele se enteró de todo. El pastorcillo contó lo que había hecho en muy pocas palabras:
—A mis cabras les gusta más la hierba de aquí, así que hoy he vuelto de las montañas.
—Mira qué suerte hemos tenido —dijo el señor Severín, y se puso a afinar el violín. Entonces vio que Miquele miraba el violín como con ganas de tocar, y le dijo:
—Toma, prueba a tocar algo tú.
Miquele se asustó. En su pueblo había un sastre llamado Jacob que tocaba el violín y algunas veces le había dejado tocar un poco. Pero el violín del sastre era distinto del de aquel caballero. El niño apenas se atrevía a cogerlo, pero en cuanto lo tuvo en las manos le entraron muchas ganas de tocar.
Kásperle miraba a su amigo con los ojos muy abiertos, y el señor Severín se lo quedó escuchando en silencio, y cuando Miquele terminó de tocar, dijo:
—En otoño, cuando vuelva a casa, pasaré por aquí y te llevaré conmigo. A tu madre le daré durante varios años el dinero que ganas aquí por cuidar cabras. Quiero hacer de ti un gran violinista. ¿Te parece bien?
¡Ya lo creo que a Miquele le parecía bien! Kásperle y él se pusieron a dar brincos de alegría. Y cuando Kásperle y el señor Severín siguieron su camino, Miquele se quedó contentísimo. ¡Iba a ser violinista, y podría tocar lo que durante tantos meses le habían cantado al oído los árboles y los arroyos! Y Miquele pensó:
«Todo esto se lo debo a Kásperle, sólo a él».
No sabía que el señor Severín había pensado cuando Kásperle le contó su historia en el jardín de maese Penacho:
«Un niño que es tan pobre que tiene que cuidar cabras, y que a pesar de todo devuelve un saco de dinero, tiene que ser un niño buenísimo. Si le gusta el violín, le ayudaré a ser un gran músico».
Kásperle estaba tan contento por la suerte de su amigo que se puso a cantar, pero el señor Severín le hizo callar en seguida:
—Por Dios, cállate, que va a llover. Anda, métete en el baúl, no vaya a pasar algún cazador de los que te conocen.
Kásperle se metió entonces muy de prisa en el baúl, y el señor Severín se lo echó a la espalda y se alegró cuando vio el castillo, porque Kásperle pesaba bastante.
En el castillo recibieron con grandes honores al músico forastero. Pero a todos les sorprendía mucho aquel baúl tan grande.
—Es que llevo dentro un instrumento muy especial, y nunca me separo de él —explicó el señor Severín, y cerró su cuarto con llave, y le dijo a Kásperle que se metiera dentro de la cama, no fuera a verle alguien. Kásperle se aburría mucho en la cama, y habría preferido andar por el castillo haciendo de duende y enredando, o viendo cómo le daba una alma el señor Severín al clavicordio del Duque.
El músico había dicho que le dejaran solo en el salón. Allí estaba tocando el clavicordio cuando la puerta se abrió despacito, entró una niña y se acercó de puntillas al señor Severín, que pensó al verla:
«Se parece a esa Rosamaría de la que hablaba Kásperle».
Y entonces se puso a tocar una cosa muy bonita y a cantar:
En el bosque hay un castillo
y en el castillo una niña,
a la niña blanca y bella
la llaman Rosamaría.
Diez caballeros la guardan,
cinco doncellas la cuidan
y un duendecillo travieso
es el que más la quería.
Dime tú, la niña blanca,
dime, bella Condesita:
¿Cómo se llama tu amigo,
el que salvaste aquel día?
—¡Se llama Kásperle! —dijo una vocecita suave; Rosamaría, de pie junto al clavicordio, miró con sus ojos grandes al señor Severín y le preguntó:
»¿Dónde está Kásperle?
—De modo que tú eres Rosamaría, no me he equivocado —dijo el músico—. Pues mira, Kásperle va a volver a su casita del bosque.
Rosamaría sonrió contenta y tocó con la punta de los dedos las teclas del clavicordio, que sonó como si dijera:
—Recuerdos a Kásperle, recuerdos a Kásperle…
—Se los daré de tu parte, y, si eres capaz de guardar el secreto, podrás ver a Kásperle otra vez.
La niña miró al músico con mucha seriedad, se puso un dedo sobre los labios y salió corriendo del salón, porque se oían pasos en el cuarto de al lado.
Era el Duque, que acudía a ver si el clavicordio tenía ya una alma. Y luego preguntó qué clase de instrumento era el que guardaba el músico en el baúl negro. Y es que el Duque era bastante curioso, y le puso de mal humor que el señor Severín le dijera que no podía enseñarle el instrumento, porque no era suyo y había prometido no enseñárselo a nadie. «Ya me las arreglaré para verlo», pensó el Duque, y se marchó del salón refunfuñando. Al señor Severín le entró un poco de miedo, porque si a un Duque se le mete una cosa en la cabeza, no hay nada que hacer. A lo mejor ordenaba a sus guardias: «¡Abrid el baúl!».
Así que el músico se fue muy pensativo hacia su cuarto. Al atravesar todos aquellos corredores y pasillos, vio pasar un gatito negro y de pronto pensó:
«¡Hombre, qué idea! ¡Este gato me va a venir de perlas!».
Y cogió al gatito y se lo llevó.
Kásperle estaba sentado en el cuarto, con una cara larguísima, pero se puso muy contento cuando el señor Severín le dijo que había visto a Rosamaría.
El señor Severín le dijo luego:
—Tienes que meterte ahí en la chimenea, y trepar hasta arriba como un deshollinador, porque me parece que el Duque va a venir a curiosear.
Kásperle se asustó y se metió corriendo por el agujero de la chimenea, y el señor Severín escondió al gatito en el baúl. No había hecho más que cerrar la tapa cuando llegó un criado y dijo que el Duque le había ordenado que le enseñara el castillo al músico.
«Sí, claro, y mientras tanto vendrá él a mirar en mi baúl», pensó el señor Severín, muy divertido.
Y acertó. Porque en cuanto salieron del cuarto, Kásperle sintió pasos y voces y oyó que el Duque decía:
—¡Abrid ese baúl!
Kásperle, muerto de curiosidad, se dejó caer hasta la boca de la chimenea para poder ver algo; en aquel momento abrieron el baúl y el gato negro saltó bufando, se agarró al hombro del Duque y después se escapó por la ventana.
—¡Achís, achís, achís! —A Kásperle se le había metido hollín por la nariz, y estornudó con tanta fuerza, que salió una nube negra de la chimenea. El Duque empezó a toser, a resoplar, a escupir y a estornudar, y salió corriendo del cuarto, seguido de sus criados. Todos pensaron que aquella nube negra había salido del baúl, y el Duque se puso a gritar que el músico era un brujo. En el fondo, le daba vergüenza haber ido a curiosear.
El señor Severín se rió muchísimo cuando volvió a su cuarto y vio a Kásperle todo tiznado de negro. Le ayudó a lavarse y lo metió en el baúl. Y luego fue a donde estaba el Duque y le dijo que tenía que marcharse, porque el instrumento se había estropeado, y el Duque le rogó que se quedara a tocar algo de música por la noche. El músico se lo prometió, pero dijo que no tenía que haber niños si tocaba.
—No hay niños en el castillo —dijo el Duque—, sólo está la condesita Rosamaría, que es muy formal.
—No importa, los niños estorban. Si toco, tiene que irse a la cama —dijo el señor Severín.
Así que Rosamaría no fue por la noche al salón. Todos los criados escucharon detrás de las puertas, y el señor Severín tocó tan maravillosamente que el Duque casi lloraba de emoción.
Mientras tanto, Kásperle y Rosamaría estaban juntos en un cuartito al lado de la habitación del músico. El bueno del señor Severín había dicho a Rosamaría dónde podía encontrar a Kásperle, y éste le contó a la niña todo lo que le había pasado aquella temporada. Mientras hablaban, estuvieron comiendo chocolate y bollos que había llevado Rosamaría. La Condesita ya no tenía miedo de Kásperle, y lloró de pena cuando Kásperle le contó cómo había tenido que salir huyendo.
—¡Ay, pobrecito Kásperle, pobre diablillo travieso! —dijo con dulzura—. ¡Qué bien que puedas volver a tu casa del bosque!
Y la niña se quedó con ganas de conocer a todos los que habían ayudado a su amiguito, en especial a Miquele.
—Quiero que el pastorcillo sea mi amigo —dijo.
Nadie se dio cuenta de que Rosamaría no se había ido a acostar. Y cuando al fin volvió a su cuarto y se durmió, soñó con Kásperle, con Miquele y con el jardín lleno de flores de maese Penacho. Pero a la mañana siguiente, al despertarse, ya se habían marchado del castillo el señor Severín y Kásperle.