EL pueblo se fue quedando poco a poco en silencio. Desde un rincón de la torre de la iglesia, Kásperle oyó cómo se callaban los ruidos y sólo entonces se atrevió a mirar dónde estaba.
Vio que se había metido en un cuartito oscuro y que al lado pasaba la escalera que subía a la torre; un débil rayo de luz llegaba de lo alto del campanario.
Ya estaba Kásperle pensando en subir por la escalera cuando se oyó una voz que decía:
—Mañana tenemos que registrar la iglesia.
Eran los guardias, que pasaban junto a la iglesia en su ronda para vigilar las calles del pueblo.
Al oírlos, Kásperle trepó muy asustado por la escalerilla estrecha hasta lo más alto de la torre, pensando:
«A lo mejor no suben a registrar el campanario».
En la torre de la iglesia de El Descanso vivían varias lechuzas desde hacía muchos años. Había una lechuza viejísima, que sabía por su bisabuela que la bisabuela de su bisabuela ya había vivido en la torre. Nadie molestaba nunca a las lechuzas. Cuando los niños del pueblo tiraban desde abajo de la cuerda para tocar la campana, cosa que sólo se permitía a los niños más buenos, las lechuzas se metían un poco más adentro en sus nidos, y en paz. Estaban acostumbradas a la campana, y les gustaba oírla sonar siempre a la misma hora. Nadie subía nunca al campanario, porque la escalera era incómoda y peligrosa.
Kásperle no sabía aquello y trepó decidido por los gastados peldaños. Las lechuzas estaban despertándose de su sueño diario y miraron asombradas a aquel chiquillo tan raro que subía la escalera. Se asustaron bastante al verlo, y la lechuza vieja susurró a las otras:
—Cuidado, cuidado, que seguro que ése viene a robar las crías.
Entonces todas las lechuzas empezaron a silbar y a revolotear. Daba miedo oírlas, y Kásperle se quedó temblando al ver que volaban alrededor de su cabeza, mirándolo con aquellos ojos luminosos y fieros. Le entró un pánico terrible de aquellos pájaros tan raros y desagradables, y quiso volverse y bajar la escalera a toda prisa, pero dio un paso en falso y cayó rodando. Las lechuzas chillaron como locas, y Kásperle, por sujetarse a algo, se agarró a la soga de la campana.
«¡Ton, ton, ton!», sonó la campana con un ruido ensordecedor.
Las lechuzas se asustaron más todavía, porque nunca oían la campana a aquella hora, y volaron dentro de la torre, como enloquecidas. Kásperle se agarró a la soga con todas sus fuerzas, la soga se balanceó con su peso y la campana empezó a repicar:
«¡Tolón, tolón, tolón!».
Kásperle quería soltar la soga, pero la campana repicaban cada vez más de prisa, las lechuzas revoloteaban chillando, y el pobre Kásperle, agarrado a la soga, subía y bajaba por el aire, se balanceaba de un lado para otro, y no se atrevía a soltarse.
—¡Tan tan, tan tan, tan tan! —Aquel loco repique despertó al pueblo dormido. Los perros empezaron a ladrar, la gente saltó asustada de la cama. ¡La campana tocaba a rebato! ¿Qué pasaba? El sastre Melindres salió el primero a la calle, gritando:
—¡Fuego, fuego!
Y todo el mundo salió de sus casas repitiendo:
—¡Fuego, fuego!
Y se pusieron a mirar a todas partes para ver dónde estaba el fuego.
—¡Que traigan cubos, que traigan cubos! —gritó el alcalde, porque en El Descanso no había manga de incendios. Y todos corrieron a buscar cubos con agua, y unos preguntaban a otros dónde estaba el fuego, hasta que a uno se le ocurrió decir que el que tocaba la campana sabría dónde era el incendio. Bueno, pero ¿quién era el que tocaba la campana?
Arriba en el campanario, Kásperle estaba muerto de miedo.
Por fin consiguió colgarse de una viga, soltó la soga y se dejó caer. Rodó por la escalera hasta que quedó estirado en uno de los tramos, a media altura de la torre. Estaba atontado del golpe y del susto, y no entendía por qué gritaban tanto en el pueblo a esas horas, hasta que de pronto lo comprendió todo: la campana había despertado a los vecinos. Oyó los gritos de «¡Fuego, fuego!» y voces que hablaban y preguntaban a la puerta de la iglesia, y se cayó otra vez rodando hasta abajo del susto que se llevó al oír una voz que decía:
—Apostaría a que es Kásperle, que está escondido en la iglesia.
Era la voz de la prima Mumelina.
—¡Pero si la puerta está cerrada! —dijo otra voz.
—¡Que vayan a buscar al sacristán para que abra! —dijeron otras voces.
—¡De prisa! ¡Traed al sacristán!
—¡Bim… bam…! —Las campanadas sonaban ya lentas y débiles, pero las lechuzas seguían revoloteando y silbando en la torre. ¿Por dónde se escaparía Kásperle? Arriba en la torre estaban las lechuzas, que le iban a sacar los ojos; abajo en la puerta estaban los vecinos, y ¡ay de él, si le atrapaban! Y en esto oyó decir:
—Ahí viene el sacristán. Atención, ahora cogeremos a Kásperle.
La llave chirrió en la cerradura, la puerta se abrió y alguien dijo:
—¡Ay, madre! ¡Qué oscuro está esto! Traed corriendo unas linternas.
Y entonces se oyó un golpe, y luego un grito: la prima Mumelina había tropezado con el palo que Kásperle sujetaba delante de la puerta.
—¡Ay! ¡Cien mil pares de demonios! —gritó el alcalde cayendo al lado de la prima.
—¡Rayos y truenos! ¿Qué hay aquí? —gritó un guardia que se había caído encima del alcalde, y el sastre Melindres chilló con su voz cascada:
—¡Hay duendes, hay duendes! ¡Me han escupido!
—¡A mí me están ahogando! —gritó la prima Mumelina.
—¡Que traigan una luz, que traigan una luz!
Uno detrás de otro iban cayendo de cabeza en el cuarto oscuro de la torre, y Kásperle aprovechó aquella confusión para escurrirse pegado a la pared y salir a la calle. Dio la vuelta a la torre y se ocultó en el otro lado en el momento en que llegaban muchas personas con linternas. Todo el pueblo se reunió al pie de la torre, alumbraron con las linternas a los que estaban caídos en el cuarto oscuro y dijeron:
—Esto ha sido una jugarreta de Kásperle.
—¡Hay que registrar bien la torre! —gritó furioso el alcalde levantándose del suelo, y la prima Mumelina se puso a chillar:
—¡Que no se escape, que no se escape! ¡Que cojan pronto a ese demonio!
El sastre Melindres, que era muy bajito, muy delgado y muy valiente, se ofreció para ir al campanario. Cogió una linterna, y empezó a subir la escalera con cuidado, mirando debajo de cada escalón y dentro de todos los agujeros del muro, para ver si Kásperle estaba escondido por allí. Y mientras tanto, los demás registraban palmo a palmo el cuarto oscuro, la iglesia y todos los rincones, pero no encontraron a Kásperle.
Las lechuzas se asustaron otra vez al ver la luz de la linterna del sastre. La luz las cegaba, y se escondieron bien al fondo de sus agujeros. La campana se meneaba todavía un poco, pero por más que el sastre buscaba y registraba, metiendo su linterna en todas partes, no veía ni rastro de Kásperle. El hombre del guiñol gritó desde abajo:
—¡Tenemos que encontrarlo, no puede haber salido de ahí!
Y volvió a hablar de la recompensa que había prometido el Duque para animarlos, así que los vednos siguieron buscando con gran afán y decían:
—Si tiene que estar aquí. ¿Quién ha tocado la campana, si no?
Mientras tanto, Kásperle corría a toda velocidad hada el bosque. Como todos los vecinos estaban buscándolo en la iglesia, no había nadie vigilando los caminos que salían del pueblo y Kásperle llegó al bosque sin ser visto. No quiso ir por el camino que bajaba a la dudad y se metió por un sendero que atravesaba el bosque por la falda del monte. Sabía que el bosque era larguísimo por aquel lado, y que el caminito llegaba a un valle al que no iba nunca la gente de El Descanso.
Estaba muy oscuro, y Kásperle no tardó en perder el camino. Tuvo que avanzar tropezando en las piedras y en las raíces, saltando los troncos caídos y pasando muchos apuros. Al cabo de dos horas no podía dar ni un paso más y se tumbó en el suelo. Se quedó dormido en seguida, y al despertar vio brillar el sol entre las ramas de los viejísimos abetos. A su alrededor no había más que bosque y más bosque, y sintió una gran soledad.
Kásperle se sentó en una peña cubierta de musgo y se quedó muy triste. Ya estaba otra vez solo y perdido en el ancho mundo, no tenía a nadie que lo cuidara y lo quisiera un poco, ni amigos alegres con los que jugar. Se acordó de la casita del bosque. ¡Ay, si no se hubiera escapado de allí! Aquella casita era su único hogar. Le habría gustado tanto volver allí, pero ¿cómo encontrar el camino?
También recordaba el castillo donde vivía la amable Rosamaría. Pero en el castillo todos le buscaban y si aparecía por allí le meterían preso. Y eso era lo que le daba más miedo. Sus peores enemigos eran el Duque y la prima Mumelina. Al acordarse de ellos, saltó de la piedra y echó a correr huyendo por el bosque. Caminó horas y horas, y el bosque seguía y seguía, parecía no tener fin.
Al cabo de mucho tiempo, Kásperle se sentó otra vez en el suelo. Estaba cansadísimo y hambriento. Sacó el pan que le había dado la buena mujer del maestro y empezó a comer con mucha tristeza. Y estaba comiendo cuando oyó un ruido en el bosque. Pensó que sería algún arroyo que corría por allí cerca. Como tenía sed, se levantó y se acercó al sitio donde se oía el ruido. El bosque era algo más claro por allí, y Kásperle llegó a un arroyo que caía desde lo alto de unas peñas. En las orillas del arroyo ya no había tantos árboles, y en cambio había muchas matas de frambuesas. Las frambuesas maduras estaban caídas en el agua, y se veían muy bien, tan coloradas como eran, entre las piedras blancas del arroyo. Y había también matas de menta y, en medio del agua> una islita llena de flores blancas, y muchas mariposas amarillas posadas en las flores. Y el sol brillaba en la espuma del agua que caía de las peñas, y el agua parecía de oro y tenía brillos de colores. Kásperle se quedó mirando todo aquello maravillado, era como un paisaje de cuento de hadas.
Y era también como si todas aquellas cosas le llamasen: «¡Ven, Kásperle, ven!». El agua le salpicaba la cara, las matas de frambuesas se doblaban con el peso de sus frutos, y Kásperle aceptó la invitación: se sentó en la orilla y empezó a comer frambuesas con el pan, y bebió de aquella agua tan clara. Se quedó muy a gusto, se tumbó al sol junto al arroyo y se puso a escuchar el chapoteo del agua.
No lo escuchó mucho tiempo, porque al rato se quedó dormido. Durmió horas y horas, y llegó la noche, que era una noche de verano muy templada. Se despertó una vez y vio la luna que brillaba sobre el arroyo, y el agua corría como un chorro de plata, y había también muchas estrellas en el cielo oscuro. Todo era hermoso y tranquilo, y Kásperle se estiró contento y se volvió a dormir.
Y de pronto oyó, todavía medio dormido, una voz que le decía:
—¡Eh tú, despierta!
Kásperle se sentó, asustado, y vio a su lado a un niño. El niño, que no era mucho mayor que él, llevaba una camisita y unos pantalones llenos de remiendos y un sombrero muy viejo con un enorme plumero de plumas de gallo. Parecía casi un guerrero antiguo. Aquel niño tenía una cara muy alegre, y a Kásperle se le pasó el susto al verlo y se echó a reír.
La risa de Kásperle era contagiosa. El niño del plumero se quedó mirando a Kásperle muy asombrado, porque nunca había visto a nadie reírse de aquel modo y con una bocaza tan abierta, y de pronto se echó a reír él también. Kásperle soltaba una carcajada y el niño otra, y así estuvieron los dos riéndose como locos un buen rato, y el eco les contestaba riendo desde las peñas. Al oírlos, unas cabras se acercaron trepando sobre las piedras y rodearon curiosas a los niños. Y de pronto, el niño del plumero gritó:
—¡Falta Rosamaría! —y salió corriendo por el prado.
¡Rosamaría! Kásperle dejó de reír y se quedó muy asombrado. ¿Acaso estaba la hija del Conde allí en el bosque, o era que él había llegado cerca del castillo? Las cabras daban topetazos cariñosos a Kásperle, pero él ni se enteraba. El niño del plumero volvió saltando, llevaba en brazos una cabrita blanca y pequeña, y dijo desde lejos:
—Aquí traigo a Rosamaría. Por poco se pierde.
Kásperle se llevó una desilusión y dijo:
—¡Si Rosamaría es la hija del Conde, no es una cabra!
El niño del plumero se echó a reír:
—Tienes razón, no es un nombre de cabra. Pero es que Rosamaría ha nacido en un castillo, la trajo de allí la tía Bárbara, la campesina.
—¿Está cerca ese castillo? —preguntó Kásperle algo asustado, creyendo que lo tenía allí mismo.
¿El castillo? El niño miró a Kásperle un poco escamado. ¿Qué tenía aquel chico que ver con el castillo? Y dijo:
—Está bastante lejos. La tía Bárbara, que es de allí, tarda siempre varios días en ir y volver.
Kásperle respiró tranquilo. Y entonces cayó en la cuenta de que no había desayunado y se sacó del bolsillo el último pedazo de pan, suspirando:
—¡Qué hambre tengo!
—Yo también.
El niño del plumero se sacó del bolsillo otro trozo de pan y le dijo a Kásperle:
—Yo vengo aquí muchas veces a coger frambuesas. Son las mejores del bosque, y nadie ha descubierto nunca este sitio, ni siquiera Matías el Gruñón.
—¿Quién es ése? —preguntó Kásperle cogiendo frambuesas y metiéndoselas a puñados en la boca, igual que el niño, y el niño le contó que Matías el Gruñón era el guardabosques, y que vivía al lado del castillo Salto-del-Gamo, que era el pabellón de caza del Duque y estaba allí cerca.
—¿Vive el Duque aquí? —dijo Kásperle, tan asustado que se le cayeron al arroyo el pan y las frambuesas. Consiguió pescar el pan mientras el niño le decía:
—¡Qué bobo eres! El Duque vive en la corte, muy lejos de aquí. Viene a cazar sólo dos veces al año, y el castillo está cerrado casi todo el tiempo. ¡No sabes nada! ¿De dónde has venido? ¿Cómo te llamas? ¿Quién eres?
Kásperle suspiró hondo. Iba a soltar ya su cuento del pobre huerfanito, cuando vio los ojos claros y sinceros del niño, que le miraban tan serios, y agachó la cabeza, avergonzado.
—¿Has hecho alguna cosa mala? —le preguntó de pronto el niño.
Kásperle le dijo que no, y le contó al niño quién era, le fue explicando toda su historia, y el niño no se reía, sino que le escuchaba muy triste, y cuando Kásperle terminó de hablar, el niño le puso su mano morena en el brazo y le dijo:
—¡Pobre Kásperle! ¿Sabes una cosa? Yo quiero ser tu amigo. Me llaman Miquele el Cabrero y vivo en Pueblo-Alto. Toma, ¿quieres mi pan?
Miquele no sabía qué hacer para consolar a Kásperle, y por eso le dio su pan. No era que él llevara demasiado pan para su gran apetito de niño, pero pensaba que cuando uno se encuentra de pronto un amigo así en el bosque, bien puede uno pasar un poquito de hambre. Pero Kásperle vio que al niño no le quedaba más pan que aquel trozo, y propuso que se lo repartieran. De modo que lo partieron y se lo comieron con muchos puñados de frambuesas, y mientras comían decidían qué podría hacer Kásperle.
A Miquele le habría gustado que Kásperle se fuese con él, pero no podía ser, porque él mismo no vivía en su casa: era hijo de una viuda muy pobre, que vivía monte abajo en otro pueblecito que estaba a varias horas de camino. El niño se había colocado de pastor para ayudar a su madre y a sus tres hermanos pequeños. En Pueblo-Alto dormía en el pajar de su amo, y por eso no podía llevar allí a otro niño. Kásperle suspiró y dijo:
—Tendré que seguir andando.
Pero a Miquele se le ocurrió de repente una cosa y exclamó:
—¡Viva! ¡Tengo una idea estupenda, estupendísima!
Kásperle preguntó cuál era la idea estupendísima, y Miquele le dijo que se le había ocurrido que Kásperle viviera en el castillo Salto-del-Gamo. Kásperle se quedó muy asombrado, pero Miquele le contó que en el castillo no vivía nadie, que Matías el Gruñón y su mujer no entraban allí casi nunca, y que él sabía que había una puertecita que estaba siempre abierta porque Matías el Gruñón había perdido la llave.
—Yo me he metido muchas veces por allí. Da gusto ver el castillo por dentro —y Miquele bajó la voz al confiar aquel secreto a su amigo—. Puedes vivir allí, y todos los días nos encontraremos y guardaremos juntos las cabras. Si le digo al ama que tengo mucha hambre, me dará más pan y nos lo repartiremos.
—Pero ¿y el Duque? —preguntó Kásperle asustado, como si el temido Duque fuera a aparecer de un momento a otro.
Miquele se echó a reír:
—No tengas tanto miedo, hombre. El Duque no viene a Salto-del-Gamo más que dos veces al año, y cuando vaya a venir, ya te enterarás a tiempo. Date prisa ahora, que te voy a enseñar la puertecita del castillo.
El niño se levantó y miró a ver qué hacían sus cabras, pero las cabras ya no tenían ganas de trepar por las peñas, y estaban echadas en un prado descansando de haber comido tanto, así que los dos niños se pudieron marchar tranquilos.
Kásperle se sorprendió de lo cerca que estaba el castillo. Atravesaron un trocito de bosque, y allí estaba, en medio de una pradera, el caserón gris con una gran torre y un aspecto bastante sombrío. Apartada del castillo, en el borde de la pradera, había una casita que era la vivienda del guardabosques. Todo estaba como muerto y cuando ellos se acercaron no se oyó ni el ladrido de un perro.
Miquele llevó a su amigo a lo largo del muro gris y le enseñó una puertecita que había al lado de la torre, casi oculta por unos matorrales. Miquele dijo a Kásperle:
—Por aquí puedes entrar y salir sin que te vean.
Se metieron entre los matorrales, Miquele empujó la puertecilla y entraron en el castillo por un corredor estrecho. Miquele iba delante muy decidido, y Kásperle le seguía un poco asustado, pero como no se oía el menor ruido se le fue quitando el miedo.
Fueron abriendo puertas y atravesando habitaciones y subieron por varias escaleras, y Miquele casi se ofendió cuando Kásperle le dijo:
—El castillo del Conde era más bonito.
—No hay nada más bonito que esto —dijo Miquele abriendo una puerta. Vieron un salón menos sombrío que las habitaciones que acababan de atravesar, llena de muebles claros y alegres. Los sofás y las butacas estaban tapizados de seda rosa, y por las paredes había cuadros con marcos dorados, y en el techo unas pinturas de ángeles con guirnaldas de rosas.
Kásperle dijo que aquello sí que era más bonito que el castillo del Conde, y Miquele, que antes se había ofendido, al fin se puso contento. A Kásperle ya le parecía una buena idea el vivir en aquel castillo, sobre todo cuando llegaron a una habitación muy bonita donde había una gran cama dorada.
—Me gustaría dormir aquí —dijo Kásperle.
—Hombre, me parece que éste es el cuarto del Duque —dijo Miquele—. No puedes dormir aquí.
Pero Kásperle se metió de un salto en la cama y gritó:
—¡Estupendo! ¡Qué bien se está!
A Miquele le entraban ganas de echarse también en la cama dorada, pero se acordó de sus pobres cabras que se habían quedado solas, y dijo que tenía que ir a cuidarlas. Kásperle saltó entonces al suelo y dijo:
—Voy contigo.
Salieron del castillo y volvieron a la pradera, encontraron a las cabras comiendo hierba tan tranquilas, y se sentaron a hacer proyectos.
Miquele decía que todos los días pasaría por delante del castillo para recoger a Kásperle, silbaría, y Kásperle saldría a jugar con él y a ayudarle a guardar las cabras, y se repartirían el pan que le diera su ama.
Los dos pequeños estaban muy contentos pensando en los buenos ratos que iban a pasar juntos, pero Kásperle dijo de pronto con mucho miedo:
—Pero ¿y si viene el Duque?
—Bueno, antes del otoño no viene nunca.
Entonces Kásperle se tranquilizó del todo.
Al caer la tarde, los dos amigos reunieron a las cabras y se marcharon del prado. Al llegar frente al castillo se separaron, y Kásperle se metió entre los matorrales, abrió la puertecita y entró solo en el castillo.
Sus pasos resonaban en los corredores, y empezó a sentir miedo. Tenía ganas de salir de allí y de irse con Miquele, pero recordó la cama dorada en la que pensaba dormir, y subió corriendo la escalera, atravesó muchas habitaciones y entró en la del Duque. Se metió de un salto en la cama, se tapó hasta las orejas y se quedó dormido. Todo estaba tan tranquilo que durmió de un tirón, y apenas oyó entre sueños un sonido lejano como de una trompeta, pero no puso atención.
En la pradera, delante de la casita forestal, Matías el Gruñón tocaba una canción con su cuerno de caza. Era una canción de cuna, que sonaba muy bien allí en medio de la noche, junto al bosque silencioso. Y luego el guardabosques dejó de tocar, y sólo se oía el rumor de los árboles. Seguramente se estaban contando unos a otros que en el castillo había entrado un visitante pequeño y extraño, y que nadie lo sabía, ni siquiera el guardabosques.