KÁSPERLE EN LA ESCUELA

AL día siguiente, Kásperle fue por primera vez a la escuela. Se levantó en cuanto lo llamaron y se portó muy bien durante el desayuno, tanto que hasta la prima Mumelina pensó: «Pues no es tan malo como parecía».

Después del desayuno, Kásperle fue de la mano del señor Habermus a la escuela, que estaba enfrente, y al entrar, el maestro dijo a los niños:

—Aquí os traigo a un nuevo compañero.

Y en aquel momento se oyó un griterío salvaje. El señor Habermus se quedó de una pieza: sus discípulos no se portaban nunca de aquel modo. Miró a Kásperle, que estaba allí a su lado quieto y con cara de bobo. Y entonces el maestro gritó:

—¡Silencio! ¡Silencio! Kásperle, da los buenos días a todos.

—¡Buenos días a todos! —berreó Kásperle con una voz muy cómica, y otra vez estallaron las risotadas. Todos se reían como locos, los niños, las niñas, los grandes y los pequeños, algunos chillaban imitando a los cerditos, otros gruñían como los osos. No había manera de hacerles callar. Y Kásperle se reía con ellos, abriendo una bocaza que parecía capaz de engullir un coche con sus cuatro caballos.

El señor Habermus no sabía qué hacer. Tampoco sabía si Kásperle se estaba riendo de los niños, o si los niños se estaban riendo de Kásperle.

—Pero ¡niños!, ¡niños! —no hacía más que gritar el maestro muy sorprendido. Y es que el señor Habermus no sabía que los niños se ríen siempre al ver un verdadero kásperle, lo quieran o no. El pobre maestro no comprendía nada: quería hacerlos callar y no lo conseguía. Y además se le contagiaba la risa. Cuando miraba a Kásperle tenía que apartar la mirada hacia otro lado.

—Anda, siéntate de una vez aquí delante, donde yo te vea —pudo decir al fin. Y Kásperle se fue muy obediente al sitio que le señalaban y se sentó. Entonces los niños dejaron de reírse, porque ya no podían ver la cara de Kásperle.

El señor Habermus respiró. Por fin estaba la clase en calma y podía empezar la lección. Primero cantaron los niños una canción y Kásperle escuchó muy atento. Aquello le gustó. Después, los pequeños tenían que escribir, y los mayores tenían que contar cosas de la Historia Sagrada. El señor Habermus se acercó a Kásperle y le enseñó a dibujar las letras. Kásperle llenó en un momento su pizarra de letras muy grandes, y las pintaba con la mano izquierda.

—¡Con la mano derecha! —gritó el maestro.

—¡Está escribiendo otra vez con la izquierda! —dijo una voz desde atrás. Era Jacobo, y al oírle otros niños acusaron a Kásperle:

—¡Que escribe con la izquierda!

—Kásperle, tienes que usar la mano derecha —le corrigió el maestro.

Kásperle se volvió hacia atrás y se puso a hacer gestos, y los niños se echaron a reír otra vez. Entonces el maestro se enfadó mucho y gritó:

—¡Kásperle! ¿Es que no sabes dónde tienes la mano derecha y dónde la izquierda?

—¿Dónde las tengo? —dijo Kásperle, mirándose las manos como un bobo, y la verdad es que no sabía qué eran la derecha y la izquierda.

¡Ay, Dios mío! El maestro suspiró, los niños se reían como locos, y Kásperle, al verlos, reía con unas carcajadas fuertísimas. Nunca se había oído un alboroto igual en la escuela, y el maestro quería enfadarse y no podía.

—¡Siéntate y calla, Kásperle! ¡Y escucha bien ahora!

Entonces Kásperle se sentó muy tieso y abrió otra vez la boca. El maestro empezó a explicar la lección y a hacer preguntas a los niños, y los niños levantaban la mano y contestaban. Los niños sabían perfectamente que sólo había que levantar una mano, pero Kásperle encontró aquello muy divertido, y pensó que por qué no iba él a levantar los pies. Y de pronto levantó los pies por el aire.

Aquello sí que no había ocurrido nunca en la escuela. Los niños armaron un alboroto espantoso. Se oían unas risotadas y unos gritos que acabaron con la paciencia del maestro. El señor Habermus se levantó furioso, se lanzó hacia Kásperle, lo agarró y lo sentó en el banco de golpe. Se oyó crujir el banco, y Kásperle se quedó encogido y asustado. No había querido hacer nada malo, porque para un kásperle eso de dar pataletas al aire es lo natural. Así que se quedó en su banco muy quieto y acobardado, y la clase se calmó otra vez y siguieron con la lección.

Pero al cabo de unos minutos, se oyó una vocecita muy clara que decía:

—¡Está llorando!

Era la voz de la pequeña Barita, y como sólo podía decirlo por Kásperle, todos los niños se volvieron a mirarle. Sí, Kásperle estaba llorando: ¡pobrecillo, cómo lloraba! Le corrían las lágrimas como ríos por la cara, y de pronto empezó a berrear con unos gritos tan espantosos, que varias niñas se pusieron a llorar al oírle. El buen señor Habermus intentó consolar a Kásperle:

—¡Pero hombre, no llores! ¡Si ya no estoy enfadado! ¡Si sigues llorando así, se nos va a inundar la clase! —y Kásperle, de repente, dejó de llorar, se puso alegre, hizo unas muecas, miró a un lado, miró al otro, miró hacia atrás, y los niños se echaron a reír otra vez. ¡Qué día de locos! El señor Habermus ya no sabía qué hacer. Por fin dijo—: ¡Bueno, vamos a cantar! —y pensó: «A ver si dejan ya de reírse».

Los niños cerraron los libros muy contentos, todos preferían cantar.

—Cantaremos primero la canción de mayo. ¿Conoces la canción, Kásperle?

—¿Qué canción? —dijo Kásperle poniendo cara de bobo.

—¡Se la cantaremos para que la aprenda! —dijeron varios niños.

—Primero, a repetir la letra —dijo el maestro.

Los niños recitaron las palabras de la canción, y entonces pasó una cosa muy rara: Kásperle se levantó y repitió la letra de un tirón. Todos se quedaron asombrados y el maestro pensó:

«Vaya, parece que el niño se sabía ya la canción».

Entonces el maestro le recitó de prisa otros versos, y Kásperle los repitió otra vez sin equivocarse. El maestro miró los garabatos que había escrito Kásperle tan mal en la pizarra, y ya no sabía qué pensar. Primero había creído que Kásperle era completamente tonto, pero ahora le parecía más inteligente.

«Con una memoria como la suya, podrá adelantar pronto», pensó el buen señor Habermus, y haciendo a Kásperle un gesto amable, cogió su violín para que los niños empezaran a cantar.

Pero los kásperles no saben cantar, sólo saben gritar. Y Kásperle se puso a dar tales gritos en medio del coro, que la canción terminó en risotadas.

—¡Kásperle, cállate, por Dios! ¡No aprenderás a cantar en tu vida! —dijo el maestro.

¡Ay, Dios mío! Eso mismo le decía siempre Amada. Kásperle se quedó callado y triste, le habría gustado tanto cantar con los niños… pero se puso a escuchar, quieto y con cara de santito. El maestro pensó otra vez:

—Este niño no es malo. La verdad es que parece un chiquillo alegre y simpático, tendré que ser paciente con él.

Sin embargo, aquel día el señor Habermus se alegró de que terminara la hora de clase. En cambio, precisamente aquel día, los niños no tenían ganas de irse de la escuela. Se levantaron a regañadientes de sus sitios, y como el maestro no esperó igual que otras veces a que salieran, sino que se marchó él el primero, los niños no se fueron a sus casas.

Ya llevaba el señor Habermus un buen rato en su cuarto ordenando las plantas medicinales, cuando entró su mujer y le dijo:

—¿Qué pasa en la escuela? Se oye un ruido tremendo. ¿Es que no se han marchado los niños a sus casas?

El maestro cruzó la calle corriendo y ya desde fuera oyó las risas de los niños. Al abrir de golpe la puerta de la escuela, vio a Kásperle sentado a la mesa del maestro, con una pierna encima y otra colgando; en aquel momento Kásperle estaba contando a los niños cómo se había caído al arroyo el pastor Damián. Los niños rodeaban la mesa del maestro como si fuera un teatro de títeres, y Kásperle charlaba con la misma voz de los títeres de las ferias. Ninguno oyó ni vio llegar al maestro porque todos miraban a Kásperle, y a cada momento se echaban a reír. Y es que la cara y los gestos que hacía Kásperle eran como para morirse de risa.

¡Caramba, pero qué payaso! El señor Habermus se contuvo para no soltar la carcajada. Estuvo escuchando a Kásperle unos minutos y luego gritó de pronto:

—¡¿Queréis iros a casa de una vez?!

¡Qué susto! Kásperle se bajó de un brinco del sillón del maestro, y los niños y las niñas se quedaron sin saber qué hacer. Casi ni sabían dónde estaban, de tan entretenidos como habían estado con Kásperle. Pero el maestro no parecía muy enfadado, sólo un poco preocupado. El buen hombre pensaba: «Me parece que me he traído a casa un niño muy extraño. No sé qué va a pasar aquí».

Se volvió a los niños y les dijo otra vez:

—Volved ya a vuestras casas.

Y todos los niños echaron a correr como si de pronto tuvieran mucha prisa.

Unos campesinos que andaban por la calle los miraron asombrados y dijeron:

—Algo ha pasado en la escuela. Salen muy tarde hoy los niños. Los han debido de castigar a todos.

Pero los niños corrían a sus casas para contar, muy excitados, qué compañero de clase tan maravilloso había llegado aquel día. Y el señor Habermus sacó a su nuevo alumno de debajo de la mesa, lo puso de pie y le dijo muy serio:

—Kásperle, qué revoltoso eres.

Kásperle miró al maestro con los ojos muy abiertos y contestó casi llorando:

—Yo sólo he hecho lo que sé hacer…

—Claro, como si fueras un… —Y el maestro se calló de pronto porque iba a decir «un muñeco de títeres». Se quedó mirando a su protegido y pensó: «¡Dios mío, si parece de verdad un muñeco de títeres! ¿Qué he traído yo a mi casa?».

Pero entonces Kásperle le tendió la mano con mucha confianza y con una cara tan triste, que el maestro se olvidó de su preocupación y le dijo:

—Anda, ven conmigo, revoltoso. Y no vuelvas a hacer títeres en mi sillón.

—No lo haré más —prometió Kásperle de corazón, y cogiendo su pizarra nueva salió de la escuela detrás del señor Habermus.

Al llegar a casa entró brincando y tropezó con la prima Mumelina, que en aquel momento llevaba una cazuela con leche, y fueron a parar al suelo la prima, la leche, Kásperle y la pizarra, entre gritos y sustos.

—¡Lo ha hecho a propósito! —gritó la prima chapoteando en el charco de leche—. ¡Ah! ¡Que me está haciendo otra vez esos gestos!

—Lo ha hecho sin querer —dijo la mujer del maestro—. Yo lo he visto, lo único que ha hecho ha sido entrar un poco alocadamente.

—¡No, no! ¡Lo ha hecho a propósito! ¡Aaah! ¡Qué cara más horrible!

La prima Mumelina se levantó del suelo gruñendo y protestando, y se sentó a la mesa con la cara más larga que nunca. Y Kásperle no se atrevió ni a levantar los ojos ni a hacer más caras espantosas porque tenía miedo de la prima Mumelina.

El maestro solía echar una siestecita después de comer, y a Lenita y a Denita también las llevaban a la cama, aunque ellas preferían quedarse jugando. Y la mujer del maestro dijo a Kásperle:

—Sal a la calle y diviértete por ahí, pero no hagas ruido cerca de casa.

La buena mujer pensaba:

«Este pobre chico necesita jugar, y aquí en casa la prima Mumelina no haría más que gruñirle».

Kásperle salió a la calle brincando de alegría, y en cuanto estuvo fuera vio a unos niños que le dijeron:

—Ven con nosotros, queremos que nos hagas otra función.

—Pero aquí no —dijo Kásperle, prudente—, no puedo hacer ruido cerca de casa.

—Ven, vamos al corral viejo del tío Trapos, allí no nos verá nadie —propuso uno de los chicos.

Los demás dijeron que era una buena idea, y todo el grupo se fue al corralón viejo y entró allí como un huracán. Por el camino, el grupo había ido aumentando más y más, porque se les unían otras niñas y otros niños, y se metieron todos en el corral del tío Trapos, que estaba fuera del pueblo, en un prado.

Aquella tarde, la gente de El Descanso se sorprendió mucho. Las mujeres decían:

—Qué raro, ¿por qué no tienen hoy clase los niños? ¿Dónde se habrán metido?

—No los he visto por ninguna parte, qué cosa más rara —dijo la tendera.

Y el señor Habermus salió de la escuela preguntando:

—¿Qué pasa con los niños? ¿Por qué no vienen a la clase?

Y su querida esposa se acercó tocando la campanilla de la escuela, que parecía llamar a lo lejos con voz regañona:

—¡Niños, a clase! ¡Niños, a clase!

Pero los niños no acudían: no se veía ni rastro de ellos. Llegaron sólo algunas personas mayores, y alguien dijo que había visto pasar a todos los niños corriendo, pero que no sabía hacia dónde iban.

—A lo mejor se han ido al bosque —dijo la tía Verónica Trapos.

—¡Pero si hoy es día de clase! —decía el maestro, sin comprender nada.

Entonces pasó un muchacho con un carro de paja y dijo:

—Tía Trapos, ¿qué pasa en su corral del prado? Se oyen unos ruidos terribles allí dentro.

«¡Ah! ¡Los niños! ¡Y Kásperle!», pensó el señor Habermus, y salió corriendo seguido por los vecinos. Cuando entraron todos en el corralón, descubrieron allí a los niños. Kásperle se había subido a unas tablas del cobertizo, y los niños y las niñas lo miraban desde abajo, riéndose de los gestos y los brincos y el parloteo de su nuevo compañero.

—¡Tilín, tilín, tilín!

La señora Habermus había llegado detrás de su marido tocando la campanilla de la escuela, y aquel campanilleo tan conocido sonó en medio de las risas de los niños. Los chiquillos se volvieron, asustados. ¿Acaso ya era la hora de clase?

—¡Tilín, tilín, tilín! —regañó la campana. Y en un instante el corralón se quedó vacío. Los mayores se miraron, preocupados.

—¡Estos niños están como hechizados! —dijo la tendera, y los otros le dieron la razón.

Pero el señor Habermus volvió a la escuela pensando que Kásperle era el que tenía la culpa de todo, sólo él. «¡Qué niño más malo! Será mejor que no venga más a la escuela», pensó el maestro cuando entraba en la clase.

Allí estaban ya los niños, sentados muy formalitos en sus bancos, los mayores a la derecha, los pequeños a la izquierda, y Kásperle en su puesto del primer banco. Tenía una cara muy alegre y tan inocente como si no fuera capaz de matar una mosca.

Pero el señor Habermus se dirigió a su mesa con rostro ceñudo y desde allí dijo con severidad:

—Habéis llegado tarde, y estáis castigados a quedaros estudiando después de clase.

Todas aquellas cabecitas rubias y morenas se inclinaron avergonzadas. Sólo Kásperle miró al maestro con mucho asombro y chilló con su voz de ratón:

—¡Pero si acaban de tocar la campana!

—¡Cállate! ¡Y vete de la escuela! —gritó el maestro—. ¡Tú eres quien tiene la culpa de todo! ¡Fuera de aquí, y no vuelvas más!

Durante unos momentos la clase se quedó en silencio. El mismo Kásperle estaba quieto y asustado en su puesto. No sabía de qué le echaban la culpa. Y de pronto se oyeron unos llantos desgarradores, unos llantos tan fuertes y tan desconsolados, que el señor Habermus no sabía qué pensar. Todos los niños y las niñas lloraban y decían a la vez:

—¡Kásperle no tiene la culpa! ¡No queremos que Kásperle se marche! ¡Por favor, señor maestro, por favor, que no se vaya!

El señor maestro miraba a sus discípulos muy impresionado, y los niños lloraban y suplicaban cada vez más fuerte, y Kásperle berreaba más fuerte que nadie, y finalmente el maestro dijo preocupadísimo:

—Parece que ese niño ha hechizado a los otros. Y me temo que a mí también me está hechizando.

Porque el maestro estaba viendo llorar a Kásperle y cada vez sentía más pena por él. No, era imposible enfadarse con aquel pequeño. Y entonces dijo a los niños:

—Está bien. Kásperle puede quedarse, ya que lo pedís todos con tanto interés. También os dejaré marchar después de la clase, pero me escribiréis en casa un ejercicio de castigo, y ¡ay del que no lo haga bien! Y ahora, silencio. Pero ¡Kásperle! ¿Qué pasa ahora?

Kásperle se había metido debajo del banco y desde allí se le oía berrear con sus gritos terribles.

—¡Yo no sé escribiiir! ¡Yo no sé escribiiir!

—Pero ¡qué tonto eres! —gritó el señor Habermus—. ¡Tú no tienes que escribir el castigo, basta con que practiques las letras! Y ahora, cállate de una vez, o te…

Y Kásperle salió de debajo del banco antes de que el maestro terminara de hablar, y se sentó con la cara más alegre del mundo. Bien se veía lo mucho que le gustaba la escuela. Si le hacían preguntas contestaba disparates, y de nuevo se oían risas y gritos en la clase. El maestro quería ponerse serio y no podía, porque comprendía que Kásperle lo hacía todo sin mala intención.

Por fin sonó la campana y se terminó la clase. Generalmente, los niños se levantaban corriendo, encantados de poder irse de la escuela, pero aquel día hasta los más perezosos suplicaron al maestro:

—Déjenos un poco más, un ratito siquiera. ¡Lo estamos pasando tan bien aquí!

Y el bueno del maestro les permitió quedarse, y les empezó a explicar cosas de las flores y de los árboles, de las piedras y las montañas, de las delicadas mariposas y los gordos escarabajos, y los niños le escuchaban muy atentos y Kásperle estaba más atento que ninguno. Y cuando el señor Habermus dijo:

—Bueno, basta por hoy. Marchaos ya y no olvidéis el ejercicio. —Todos los niños dijeron:

—¿Se ha terminado? ¡Qué pena!

Y Kásperle sintió más que nadie que la clase se acabara.

Los niños de El Descanso salieron por fin de la escuela y llegaron a sus casas más contentos que nunca, a pesar del castigo que tenían que escribir. Y los padres y las madres de El Descanso terminaron el día mareados de tanto oír hablar a sus hijos del niño nuevo.