KÁSPERLE estaba dormido en un prado cercano a la cima de la montaña. No oía los ladridos de los perros, ni las voces de sus perseguidores, ni nada. Allí arriba estaba todo en silencio. Cuando se despertó, vio la pradera soleada y cubierta de flores. Kásperle se frotó los ojos, muy asombrado. ¡Qué bonito era aquel sitio! Un bosque de abetos rodeaba la pradera, y enfrente se veían los picos de unas montañas altísimas. El cielo era de un azul fuerte y profundo, y el aire estaba lleno de zumbidos. Abejas, mariposas y mil bichitos de colores brillantes se posaban entre las flores, y arriba en el aire, muy alto, un pájaro volaba en círculos.
Kásperle miraba y miraba y se olvidó de su huida, hasta que de pronto su estómago le recordó con un ruidito:
—¡Ya ha pasado la hora del desayuno!
Sí, claro, el desayuno. Pero ¿de dónde lo iba a sacar? Kásperle buscó en sus bolsillos, que estaban vacíos. Y no le valía de nada acordarse de las abarrotadas despensas del castillo ni del buen trozo de tarta que se había tragado Sultán. Tampoco había por allí fresas ni moras para calmar un poco el hambre. Y como un kásperle no se alimenta del aroma de las flores, se levantó y decidió seguir caminando. Quería pasar al otro lado de los montes para que los del castillo no le pudieran alcanzar. No sabía lo altas que eran aquellas montañas: echó a andar muy animoso, atravesó la pradera, y empezó a escalar el monte.
Llevaría una hora trepando cuando vio un sendero que subía por la ladera. Se notaba que aquel caminito no lo usaban casi nunca, pero al menos llevaría a alguna parte, y Kásperle subió por él. Tenía ya una hambre terrible y llegó un momento en que no pudo seguir caminando. Se sentó en una piedra y empezó a llorar de hambre y de pena.
De pronto se oyó una campana a lo lejos, y luego se oyó más fuerte, más fuerte, y Kásperle pensó:
«Así se oía la campana los domingos en la casita del bosque cuando tocaban a misa en Bellatierra. ¡Tiene que haber una iglesia por aquí cerca!».
Y pensando que donde hay una iglesia hay un pueblo, Kásperle echó a correr guiándose por el sonido de la campana. No tuvo que correr mucho: a la vuelta de unas peñas vio de pronto un pueblecito en el fondo de un valle. Había una iglesia blanca y casas alrededor. Aquel pueblo parecía tranquilo y agradable. De todas las chimeneas salía un hilillo de humo, y Kásperle comprendió que ya era mediodía y que por eso tocaba la campana de la iglesia. La campana tocaba y llamaba, y Kásperle sintió ganas de echarse a rodar ladera abajo para llegar al pueblo en aquel mismo instante. Pero le entró miedo de la gente y se quedó sentado en la montaña. Lo malo era aquella hambre tan horrible que tenía. Kásperle se dobló en dos de tanta hambre y se quedó llorando y mirando el pueblecito. ¡Qué suerte tenían los de aquel pueblo! ¡No estaban tan solos y abandonados como el pobre Kásperle!
En aquel momento salió un hombre del pueblo y empezó a subir la montaña. Era el señor Habermus, el maestro. Quería subir a la pradera donde había dormido Kásperle a buscar plantas medicinales. En la pradera crecían algunas de esas plantas, el señor Habermus entendía mucho del tema. Aquel pueblecito, que se llamaba El Descanso, estaba perdido entre montañas, y si alguien se ponía enfermo costaba mucho trabajo llevar un médico. Por eso los vecinos del pueblo acudían a su maestro, que los curaba con jarabes de plantas.
El señor Habermus había pensado aprovechar aquel día claro y hermoso para completar su colección de hierbas, y al subir el sendero se encontró con Kásperle llorando.
—¡Caramba, caramba! —exclamó al ver al pequeño—. ¿Qué es esto?
Pensó que Kásperle debía de ser algún enano del bosque o algo por el estilo, aunque él no creía en esas cosas. Pero Kásperle le parecía un ser muy extraño, y además por aquel sendero no pasaban nunca forasteros.
—¡Eh, tú! —dijo mientras agarraba a Kásperle de un brazo—. ¿De dónde vienes? ¿Adónde vas? ¿Por qué lloras así?
Tres preguntas de golpe son muchas preguntas. Kásperle repitió entre lloriqueos la historia de que era un pobre huerfanito abandonado que iba solo por el mundo.
El señor Habermus tenía un corazón bondadoso y tierno, así que sintió mucha pena de Kásperle y le dijo:
—¡Vaya por Dios, vaya por Dios! No llores así, hijo mío. Ya habrá algún sitio en el mundo para un niñito como tú.
—¡Pero es que tengo hambre! —gritó Kásperle con tanta fuerza y tanta pena, que el señor Habermus abrió en seguida su morral, en el que su buena esposa había metido varios bocadillos y bollos de Pentecostés, y le dio a Kásperle un bocadillo y un bollo y le animó:
—¡Anda, come! ¡Toma, para ti!
Pero Kásperle ya se había metido en la bocaza el bocadillo y el bollo y se los había tragado sin necesidad de que le animasen.
—¡Caramba, caramba! —exclamó el maestro—. ¡Qué modo de comer!
Y le dio a Kásperle otro bocadillo y otro bollo, y Kásperle volvió a tragárselos de un bocado.
—No voy a tener bastante… —pensó el maestro, preocupado.
Pero sí hubo bastante, y Kásperle se quedó muy satisfecho. Entonces el maestro le dijo:
—Cuéntame ahora de dónde vienes.
Aquello sí que era difícil de contar. Kásperle le dijo que había llegado de Villapomposa, y que Damián y Florián eran muy malos, y el buen señor Habermus creyó que aquel pobre huerfanito había estado mucho tiempo de chico de los gansos, y le preguntó con interés:
—¿Y allí ibas a la escuela todos los días?
¿A la escuela? Kásperle se quedó con la boca abierta, nunca se le había ocurrido que un kásperle tuviera que ir a la escuela. Meneó la cabeza y dijo:
—¿A la escuela? No, ni hablar.
—¡Vaya, vaya! Entonces ¿no has ido nunca a la escuela? —preguntó el señor Habermus muy escandalizado.
—Ni hablar. Nunca.
Kásperle no comprendía el asombro del maestro, y el maestro no comprendía nada de nada. ¡Qué barbaridad! ¡Un niño que no había ido nunca a la escuela! Aquello tenía que arreglarse en seguida.
—Eso no puede ser, hijo mío. Tienes que ir a la escuela.
Si el señor Habermus hubiera dicho: «Hijo mío, tengo que cortarte las orejas», Kásperle no se habría asustado tanto. Cuando se portaba mal en la casita del bosque, maese Fridolín solía decirle:
—¡Mira que te mando a la escuela!
Y Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua, sus amigos de Villapomposa, le habían dicho que lo único bueno de la escuela eran las vacaciones. Así que Kásperle oyó con mucha desconfianza lo que le decía el maestro.
—Un muchacho como es debido se alegra de poder ir a la escuela, porque la escuela es algo maravilloso.
El maestro se puso luego un dedo en la nariz mientras pensaba cómo podría ayudar a Kásperle, y después de pensar un rato, dijo:
—Hijo mío, vas a venir conmigo a El Descanso. Tenemos sólo dos hijas, así que hay sitio para ti en mi casa. Podrás ayudar a mi mujer en la cocina y acompañarme a mí cuando vaya a buscar plantas, pero a la hora de clase, irás conmigo a la escuela. Es necesario que aprendas algo útil. ¡Ea, vamos a casa! Dejaré las plantas para otro día. ¡Cómo se va asombrar mi mujer cuando vea el invitado que le llevo!
Kásperle sí que estaba asombrado. ¡Ahora resultaba que tenía que ir a la escuela! ¡Él, el verdadero Kásperle viviente! ¿Cómo sería una escuela? Kásperle caminaba muy preocupado detrás del maestro, bajando en zigzag por una vereda que conducía hacia el valle.
Llegaron al pueblo y vieron un grupo de niños y niñas junto a la primera casa, sentados a la sombra de un gran abeto. Los chiquillos miraron muy sorprendidos a aquel niño tan raro que marchaba cabizbajo detrás del maestro y se levantaron corriendo para verle de cerca. Aquella curiosidad molestó a Kásperle, que se volvió hacia ellos y empezó a hacer gestos espantosos.
—¡Ay, ay! —Los niños gritaron, las niñas se echaron a reír, y el señor Habermus se volvió enfadado y preguntó:
—¿Qué gritos son ésos?
—Es que ese niño pone una cara muy rara —dijeron los chiquillos señalando a Kásperle, pero el maestro les regañó.
—¿No os da vergüenza? ¿Qué culpa tiene este pobre niño si le ha crecido tanto la nariz? Es un pobre huerfanito, y ha sido muy desgraciado. Ven, Kásperle, mañana en la escuela os haréis buenos amigos.
El maestro siguió andando y Kásperle fue detrás de él. Pero a los tres pasos, Kásperle se volvió otra vez hacia los niños y les hizo su gesto de kásperle más burlón. Los niños soltaron una carcajada y el maestro dijo muy severo:
—¡Pero, niños! ¿Qué manera de reírse es ésa? Entonces los niños volvieron a señalar a Kásperle y dijeron a coro:
—¡Es que ése pone una cara rarísima!
—¡Kásperle! —El señor Habermus miró fijamente a su nuevo protegido, pero Kásperle puso cara de santito incapaz de romper un plato.
—Qué niños, qué niños… —gruñó el maestro y siguió andando, porque su casa y la escuela estaban en la otra punta del pueblo. Y Kásperle le seguía como un corderito.
La señora Habermus se quedó muy sorprendida al ver volver tan pronto a su marido y con un chiquillo tan extraño.
—¡Dios santo! —exclamó—. ¿Qué clase de monigote traes ahí? ¡Si parece uno de esos muñecos de polichinelas que se ven en los teatrillos de las ferias ambulantes!
El señor Habermus se sintió ofendido. Explicó a su querida esposa cómo había encontrado a Kásperle, y el pillastre los miraba con una carita tan lastimera y tan inocente, que la buena mujer sintió compasión de él, le cogió de la mano y lo metió en su casa.
Pero en cuanto entraron empezaron a oírse gritos y a verse caras largas. Los gritos los daban Lenita y Denita Habermus, que tenían tres y cuatro años, pero se callaron en seguida porque Kásperle puso una cara muy divertida que hizo que se echaran a reír. La que no se reía era la prima Mumelina, una vieja que siempre estaba poniendo cara larga. Parecía una bruja. No le hacían ninguna gracia los invitados: una boca más, como decía ella. Y Kásperle le hizo menos gracia que ninguno.
—Parece un espantapájaros —dijo de mal humor, mirando a Kásperle.
A Kásperle tampoco le hizo ninguna gracia la prima Mumelina, notó en seguida que no iban a ser buenos amigos. Y por eso, cuando estaban cenando y la prima le miró distraída, Kásperle le hizo sus muecas más feroces de ogro y de bandido.
—¡Ah! —gritó la prima, espantada—. ¡Qué horrible es este niño, da miedo verlo!
Pero como Kásperle había tenido buen cuidado de que nadie más viera sus muecas, y en seguida puso su carita de santo, la mujer del maestro se enfadó con ella.
—¡Pero, prima, si el pobre niño no ha hecho nada! ¡Qué poco amable eres!
—¡Ah! —Esa vez la prima por poco se cae de la silla del susto—. ¡Ahora! ¡Miradle ahora! ¡Ay, Señor, Señor, aquí va a ocurrir una desgracia!
El señor Habermus empezó a preocuparse. Recordaba los gritos y las risas de los chiquillos cuando cruzaba el pueblo con Kásperle. Vio también en los ojos de Kásperle un brillo de picardía y pensó:
«Tendré que vigilarlo».
Y cuando la prima Mumelina volvió a gritar «¡Aaah!» y «¡Ay, Señor!», el maestro dijo enérgicamente:
—¡Basta ya! Que Kásperle se vaya a la cama. Quiero que hoy descanse bien, porque mañana empieza la escuela y tiene que estudiar de firme. ¡Y nada de tonterías!
Kásperle se metió en la cama, refunfuñando:
—No sé por qué dicen que hago tonterías. Yo nunca hago tonterías.
Cuando llevaba un rato en la cama, oyó que la prima Mumelina entraba en su cuarto, que estaba junto al suyo. Entonces Kásperle saltó de la cama, se subió al marco de la ventana, y con un palo que había encontrado en un rincón se puso a dar golpes en la ventana de la mujer. Ésta estaba soltándose las trenzas, y del susto que se llevó se cayó de narices en una palangana. Cuando se incorporó empezó a escupir agua y a gritar pensando que fuera había un fantasma pegado a su ventana, pero de pronto cayó en la cuenta de que Kásperle dormía al lado, cogió su vela y se acercó a ver qué hacía el chiquillo. Kásperle estaba en la cama, bien arropadito con el edredón, y parecía dormir muy tranquilo. La prima Mumelina meneó la cabeza, gruñó «Hum», fue hacia la puerta, y de pronto se volvió… ¡Aaah! ¡Qué susto! Dio un grito y salió del cuarto dando tropezones.
El maestro y su mujer llegaron corriendo y preguntaron muy asustados qué pasaba.
—¡Ahí, ahí, ahí en la cama! ¡Un fantasma! —gritó la prima, señalando el cuarto de Kásperle.
—¡Qué estupidez! —dijo el señor Habermus al tiempo que abría la puerta del cuarto para mirar dentro. Kásperle estaba durmiendo como un bendito, y hasta roncaba un poco.
»No sé qué le pasa hoy a la prima… —gruñó el señor Habermus de mal humor, cerrando la puerta de Kásperle. Y es que sólo la prima había visto aquella espantosa cara de ogro, y la pobre mujer se pasó media noche sin poder dormir del horror que le daba aquel invitado tan pequeño y tan desagradable.