LOS vigilantes seguían buscando a Kásperle por los alrededores del castillo con sus perros enormes. Pero no lo encontraron. ¿Dónde podía haberse metido? Parecía que se lo había llevado el viento. Los criados y las muchachas habían buscado muy bien por todo el castillo, mirando hasta en los baúles y en los armarios, pero no habían dado con él.
Sólo una persona en el castillo sabía dónde estaba Kásperle: Rosamaría. La niña se había asomado a la ventana al oír el ruido que hacían abajo y había visto con asombro a Kásperle colgado como una ciruela madura de una rama de la enredadera que cubría los muros del castillo.
—¡Es el niño huérfano! —exclamó Rosamaría, y Kásperle dio un brinco y se metió en el cuarto de la niña, por la ventana. El pobre estaba casi sin aliento del susto y la carrera.
Se oían ya cerca los gritos de los que le buscaban, y con gran asombro de Rosamaría, Kásperle se metió debajo del sofá, gimiendo:
—¡Me quieren ahorcar!
Rosamaría sintió mucha pena de Kásperle y lo ayudó a esconderse en el cuarto de jugar. Era un cuarto pequeño donde la niña tenía sus juguetes. Kásperle cabía bastante bien en el coche de las muñecas, aunque tenía que encogerse un poquito, pero Rosamaría le dijo:
—No importa que estés algo encogido, lo principal es que aquí no te encontrará nadie.
Y a nadie se le ocurrió mirar en el cuarto de jugar de Rosamaría. Cuando la niña salió, cerró bien las cortinas del coche de muñecas y Kásperle se quedó solo entre sabanitas blancas, rodeado de volantes de seda azul.
Al poco rato volvió Rosamaría. Había dado las buenas noches a los invitados y se iba a acostar. Quería descansar mucho porque el día siguiente era la boda y pensaba pasarlo muy bien desde por la mañana. La niña abrió con cuidado las cortinitas del coche para ver si Kásperle estaba dormido. Pero Kásperle la miró suspirando y se quejó de que no podía dormir dentro del cochecito.
—Pues tienes que quedarle ahí —dijo Rosamaría preocupada—. ¡Ay, Kásperle! ¡Qué jaleo has armado! El Duque está muy enfadado, y han llegado treinta guardias para vigilar el castillo y que no pueda salir nadie. Y mañana por la mañana volverán a buscarte otra vez por todas partes. Creo que entrarán también aquí, y si te encuentran, te meterán en la cárcel.
Kásperle empezó a temblar. Él no se había ido a recorrer mundo para que le metieran en la cárcel, así que dijo:
—Me escaparé.
—Te cogerán los perros, o te encontrarán los guardias —dijo Rosamaría, asustada. Y de pronto se le ocurrió una idea:
»Verás, voy a darte la llave de la torre. Por la torre se sale al jardín, y a lo mejor no hay ningún guardia en la puerta de la muralla. Ven, ahora están todos entretenidos y te podré enseñar el camino.
Rosamaría dio a Kásperle un trozo de tarta que se había guardado de la cena, y salió del cuarto seguida de éste con los zapatos en la mano para no hacer ruido. Subieron por una escalerilla estrecha, luego avanzaron por un corredor que tenía una puerta al fondo y se encontraron en una habitación de la torre. En el centro de la habitación había una mesa y unas sillas. Todavía había bastante luz y Kásperle pudo verlo todo bien. Se fijó en una escalerilla que bajaba por una abertura. Rosamaría le dijo a Kásperle que tenía que bajar por allí, correr el cerrojo de la puerta de abajo y salir al parque del castillo. Desde el parque seguramente podría salir al campo. Mientras explicaba el modo de escaparse, a Rosamaría le dio mucha pena aquel niñito forastero. La niña pensaba que Kásperle no había hecho nada malo y se despidió de él llorando.
Entonces Kásperle se sintió de pronto muy abandonado y muy desgraciado, y empezó a llorar con unos berridos terribles. Rosamaría le tapó la boca, porque Kásperle tenía una voz capaz de atravesar los muros de piedra de la torre. Kásperle dejó de berrear, pero cuando Rosamaría dijo que tenía que irse, se le escaparon las lágrimas y le corrieron como arroyitos por la cara. ¡Qué ganas tenía ahora de quedarse en aquel hermoso castillo y de ser el compañero de juegos de Rosamaría!
Inclinó la cabeza hacia un lado y miró muy triste a la niña, que dijo de pronto:
—¿Sabes a quién te pareces? A mi muñeco de guiñol.
Y al decir esto le entró un poco de miedo de aquel niño extraño, y se marchó de prisa del cuarto, diciendo:
—Tengo que irme ya.
Kásperle la oyó cerrar la puerta y se quedó solo. Estuvo un rato sentado, llorando con mucha pena, y se olvidó de los buenos consejos de Rosamaría. En lugar de bajar en seguida la escalerilla y abrir la puerta de la torre, le entraron ganas de mirar por la ventana. Abrió la ventanita, que chirriaba y crujía con mucho ruido, sacó la cabeza y miró hacia fuera.
¡Qué aire más fresco y más bueno hacía! Kásperle miró hacia arriba, miró a derecha y a izquierda, y luego miró hacia abajo.
—¡Guau, guau, guau! —se oyó de pronto. Abajo había un perrazo enorme que se puso a ladrar a Kásperle con unos ladridos espantosos.
Kásperle quiso retirar en seguida la cabeza, pero la ventanita era muy estrecha y la cabeza de Kásperle bastante grande, y antes de que pudiera meterse dentro, salió un guardia de los arbustos del jardín.
¡Qué griterío se armó!
—¡Está escondido en la torre! —empezó a vociferar el hombre, y mirando a Kásperle le gritó—: ¡Espera, que voy a por ti!
El guardia se fijó en la ventanita y vio que no podía pasar por ella ni un niño pequeño, y como no tenía llave de la puerta de abajo y sabía que estaba cerrada, corrió al castillo advirtiendo a su perro:
—¡Sultán, vigílalo!
Kásperle oyó correr al guardia y reflexionó un momento sobre qué podía hacer. Entonces cogió la tarta de Rosamaría, bajó corriendo la escalerilla y abrió la puerta de la torre.
—¡Guau, guau, guau! —ladraba Sultán, furioso.
Kásperle le echó de golpe la tarta al hocico. ¡Ñam! Sultán dejó de ladrar: no le daban todos los días tartas tan ricas. Comía y se relamía, y a Kásperle le dio tiempo de llegar a la puerta de la muralla. Aquella puerta también chirriaba y crujía, pero al final se abrió. Mientras tanto, Sultán ya había terminado de relamerse y corrió a cumplir su deber de guardián. Pero Kásperle ya estaba al otro lado de la muralla y dio a Sultán con la puerta en el hocico. Después se tiró monte abajo y cayó en un arroyo. El agua saltó en chorros altos, como si el arroyo protestara por aquel chapuzón.
Arriba, en el castillo, se oían muchos gritos. Ya no ladraba sólo Sultán, sino todos los perros a la vez. Se oían voces y llamadas, y Kásperle empezó a temblar de miedo. Avanzó otro poco dentro del arroyo hasta que encontró unas matas y se metió entre ellas. Arrastrándose entre las matas salió a una pradera grande, y al otro lado de la pradera se veía un bosque muy oscuro. Seguramente se podría esconder allí. En lugar de cruzar la pradera corriendo, Kásperle empezó a dar volteretas. Así iba más de prisa y en un momento llegó al bosque y se refugió entre los árboles.
Menos mal que llegó a tiempo. En el castillo habían subido a la torre y la habían encontrado vacía, y los guardias estaban furiosos. El Conde y los invitados oyeron los gritos, y cuando el Duque se enteró de que habían visto a Kásperle, exigió que lo persiguieran sin perder tiempo. Seguía muy enfadado con el pequeño y prometió una buena recompensa al que lo encontrara.
Así que todos salieron en persecución de Kásperle y pronto descubrieron por dónde se había escapado, porque Sultán estaba junto a la puertecilla de la muralla ladrando con todas sus fuerzas.
—Lo encontraremos en seguida —dijo el guardia—. A Sultán no se le escapará.
Pero Sultán no encontró a Kásperle. Se quedó a la orilla del arroyo olfateando y husmeando, aunque el agua había borrado el rastro.
¿Dónde estaba Kásperle? Todos corrían castillo arriba y castillo abajo: guardias, perros, criadas, criados… pero nadie lo pudo encontrar.
—Tiene que estar todavía en el castillo —decía uno de ellos.
—No, se ha escapado —decían los guardias.
—Hay que buscar por el bosque.
Las muchachas aseguraban que Kásperle era un fantasma, pero el ama de llaves decía que los fantasmas no comían nata, y volvía a mirar en la despensa.
Mientras tanto, Kásperle trepaba por la empinada ladera de árboles. El bosque era tan espeso por allí que a un pequeñajo como Kásperle ni se le veía entre las matas. Pero Kásperle tenía todavía mucho miedo de los guardias y de los perros y por eso seguía corriendo sin parar. No era nada fácil correr por allí, porque el bosque estaba lleno de zarzas, de raíces y hasta de troncos caídos. La nariz de Kásperle acabó llena de arañazos, y cuanto más subía, peor se volvía el camino. El suelo e; taba lleno de piedras sueltas, y un niño no habría podido subir tan de prisa, pero Kásperle trepaba y trepaba y de pronto llegó a un precioso prado verde.
Ya se había hecho de noche y en el cielo azul oscuro brillaba una luna hermosa. También había una estrellita, pero Kásperle no la vio. Estaba tan cansado que se tumbó en la hierba y se quedó dormido. Y los grandes árboles del bosque se compadecieron de aquel pobre niñito perdido y empezaron a cantar para él una canción de cuna muy bonita y le contaron muchas historias, y Kásperle durmió sobre la hierba mucho mejor que el Duque en su cama de seda. Y desde allí tampoco oía a los perros que ladraban al pie de la montaña, ni a los guardias que le buscaban dando voces. Nadie subió hasta el prado de la montaña, porque el camino era tan empinado y tan difícil que no se figuraban que Kásperle hubiera podido subir por allí.
Mientras Kásperle dormía como un bendito, los guardias volvieron al castillo diciendo:
—Tiene que estar escondido aquí dentro.
Y siguieron buscando dentro del castillo, y el ama de llaves no dejaba de vigilar las despensas. A pesar de su vigilancia, al día siguiente vio que faltaba un gran pedazo de tarta.
—Ha tenido que ser ese chico —dijo el ama de llaves. Pero Berta y Dorita, las dos criadas más jóvenes, se relamían en secreto porque eran ellas las que se habían comido la tarta. Sin embargo, gritaron más que nadie que había sido el niño forastero.
El Duque se puso enfermo de tanta rabieta y tanto susto al día siguiente de la boda. Puede que también hubiera comido demasiados dulces, vaya usted a saber. Y el Conde tuvo que ordenar:
—Que busquen de una vez a ese chiquillo, para que el Duque le pueda castigar. No quiero que el Duque se ponga enfermo de rabia en mi castillo.
La pequeña Rosamaría estaba muy angustiada. Si por ella fuera les habría contado todo a sus padres, pero no se atrevía. Iba triste y cabizbaja de un lado para otro, y su madre empezó a preocuparse al verla tan pálida. Ya no había alegría en el castillo, con el Duque enfermo y Rosamaría enferma. El buen Conde de Cantaclaro pensó:
«Esto hay que animarlo un poco. Tengo que inventar algo divertido».
Y como oyó decir que habían llegado unos titiriteros al pueblecito que estaba al pie del castillo, mandó a buscarlos.
—Tengo preparada una sorpresa —dijo el Conde a la hora de comer, y les contó lo de los títeres.
El Duque, que estaba todo enfurruñado en la mesa, se burló de Cantaclaro:
—¡Valiente sorpresa para personas mayores, los títeres! ¡Bueno, bueno, por mí, que hagan una función! A ver si nos reímos un poco.
Así que por la tarde hubo función en el castillo. Subió del pueblo el titiritero con sus trastos, montó el teatrillo, y lo primero que apareció en el escenario fue la narizota de Kásperle. Nadie oyó lo que aquel kásperle decía, porque todos se pusieron a gritar:
—¡Es el chiquillo que buscamos! ¡Es el mismo! «Sí, es Kásperle», pensó Rosamaría muy asustada, y se echó a llorar. Lloraba con tanta pena que el titiritero se olvidó de recitar la función y el Duque olvidó su rabieta y preguntó que por qué lloraba así Rosamaría. Y entonces la niña lo contó todo y se quedó tranquila después de haberlo dicho, porque había estado muy incómoda guardando el secreto tanto tiempo.
—¡Ay, Rosamaría! —dijo la Condesa sorprendida—. ¿Por qué has ayudado a escapar a aquel niño tan malo?
—Con su permiso —interrumpió el titiritero sacando la cabeza por el escenario—. No era un niño, era un kásperle, un kásperle vivo.
—¡Rayos y truenos! —exclamó el Duque mirando muy enfadado al titiritero—. ¿Qué locuras estáis diciendo? ¡Un kásperle vivo! ¡Nunca he oído un disparate igual!
Entonces el dueño del teatrillo se acercó al Duque, le hizo una reverencia tan marcada que casi tocó el suelo con la nariz, y el Duque le dijo:
—Basta ya, basta. Lo que quiero es que se me explique de una vez toda esa historia del kásperle.
Y el hombre de los títeres empezó a contar todo lo de la casita del bosque y lo de Villapomposa, y que él andaba en busca del kásperle, aunque tuviera que ir hasta el fin del mundo. ¡Qué historia más asombrosa! El Duque se la hizo repetir tres veces, y el titiritero tuvo que dar su palabra de honor de que todo era verdad. De modo que aquel chiquillo tan malo había sido un kásperle.
Rosamaría recordó entonces el miedo que le había entrado en la torre al mirar despacio a Kásperle, y pensó que ahora ya no se asustaría de él. No era más que un muñeco que estaba vivo. Y la niña sintió una pena muy grande al oír decir al Duque:
—Quiero que ese fenómeno sea mío. Al que me lo traiga le daré una buena recompensa. Ya me pondré de acuerdo con el muñequero de la casita del bosque, tendrá que cederme el kásperle. ¡De prisa, de prisa! ¡Que salgan diez guardias a caballo y que lleven perros, y que busquen por toda la región! ¡Quiero que el kásperle sea mío!
Y el titiritero se olvidó que había prometido a maese Fridolín devolverle el kásperle: pensaba sólo en la recompensa, y prometió al Duque llevarle el kásperle en cuanto lo encontrara.
El Duque dijo que metería a Kásperle en una jaula de oro para que no se le volviera a escapar, y los guardias salieron a caballo, y abajo en el pueblo se decían unos vecinos a otros:
—Van a dar muchísimo dinero al que encuentre al kásperle vivo.
Y varios vecinos salieron también en busca del muñeco, como si Kásperle fuera a esperarles sentado en medio del camino para dejarse atrapar como una mariposa.
La pequeña Rosamaría mientras tanto estaba echada en la cama y lloraba amargamente. Cuando su madre entró a verla, vio que la almohada de la niña estaba empapada de lágrimas. Rosamaría dijo a su madre que el pobre muñeco perseguido le daba mucha pena porque lo iban a meter en una jaula. Su madre la consoló diciendo con cariño que todavía no habían encontrado a Kásperle.
—Seguramente se refugiará en la casita del bosque —decía la madre—. Creo que es el mejor sitio para él.