MIENTRAS tanto, Kásperle iba encantado en la parte de atrás del coche. ¡Qué gusto daba recorrer el país en aquel asiento tan aireado! Cuanto más de prisa iba el coche, más contento se ponía. Ahora no podría alcanzarle maese Fridolín, y Damián mucho menos. Kásperle había pasado un miedo enorme por culpa de aquel pastor tan silencioso.
Y ahora se sentía encantado de la vida, y cuando el coche pasaba junto a un grupo de personas, Kásperle saludaba con grandes gestos de alegría, y entonces las personas le saludaban a él, y el señor Conde, que era el que viajaba dentro del coche, veía a las personas que saludaban y les devolvía el saludo muy sonriente, aunque le extrañaba un poco que la gente se pusiera tan alegre al verlo pasar a él.
Los chiquillos de los pueblos seguían al coche riéndose de aquel pequeñajo tan gracioso que iba sentado en la parte de atrás. Así pasaron pueblos y más pueblos, y el coche seguía corriendo. Luego atravesaron un bosque, y los árboles se movían y sonaban con el viento y los pájaros cantaban entre las ramas. Kásperle vio a lo lejos una casita, y se acordó de su casita del bosque y de Amada.
Pero el coche corría y corría, y la casita se perdió de vista. Llegaba alguien por el camino: Kásperle oyó los pasos con sus orejitas de ratón. El que se acercaba era un señor muy respetable y muy sabio, que había ido a pasear al bosque aquel domingo de Pentecostés, para pensar allí en un libro muy importante. Al ver llegar el coche, el señor se paró, y como era un señor muy cortés saludó con mucha cortesía, y el Conde le contestó muy cortésmente inclinándose por la ventanilla. Y al asomarse, vio que aquel sabio caballero miraba hacia atrás y levantaba las manos horrorizado, como si estuviera viendo un fantasma.
¿Qué significaba aquello? El Conde se quedó muy intrigado, pero Kásperle se retorcía de risa en su incómodo asiento. Es que acababa de burlarse del respetable caballero, sacándole la lengua y poniendo cara de bandido. Cuando Kásperle ponía cara de bandido era como para asustar a cualquiera. El respetable caballero se quedó un buen rato mirando al coche y pensando:
«Ése es el Conde de Cantaclaro. ¡Cómo se le habrá ocurrido llevar un duende en su coche! No me parece nada correcto».
Salieron del bosque y llegaron a un pueblo. Dominando el mismo, en lo alto de unas grandes peñas, se veía un castillo blanco muy hermoso.
En las torres del castillo ondeaban alegres banderas, y las ventanas brillaban con el sol. En el castillo se iba a celebrar una boda al día siguiente y el Conde estaba invitado.
Durante todo el día habían ido llegando al castillo muchas carrozas, y todos los niños del pueblo estaban en la calle para verlas pasar. Cuando pasó el carruaje del Conde de Cantaclaro se oyeron grandes risotadas en la calle y los chiquillos echaron a correr detrás del coche gritando y alborotando. Los caballos empezaron a espantarse, y el Conde estaba cada vez más intrigado. ¡Qué cosas más raras pasaban ese día! El cochero y el lacayo se enfadaron al ver el alboroto, pero ni ellos ni el Conde se habían dado cuenta todavía de que Kásperle iba montado en el coche.
Al llegar al castillo, el cochero del Conde pensó: «Cuando se llega a un castillo tan importante hay que acercarse con estilo».
Frenó un poco a los caballos, para que descansasen, y luego los hizo avanzar con paso rápido y gallardo. Una vez llegaron a la entrada del castillo, detuvo el coche en seco.
Kásperle no había contado con aquello. Creía que iban a seguir corriendo por el camino, y al parar el coche en seco perdió el equilibrio y salió despedido por el aire.
Ala puerta del castillo estaba Rosamaría, la hija del dueño, que era otro Conde. Era una niña muy guapa; iba vestida de rosa. Rosamaría iba a decir unas palabras muy corteses de saludo al Conde de Cantaclaro, pero en lugar de decir su cortés saludo dio un grito:
—¡Se ha caído un niño del coche!
Kásperle se había caído en medio de un macizo de flores del jardín. Se quedó allí echado, tieso y sin moverse. El Conde de Cantaclaro exclamó muy asombrado:
—¿De dónde ha salido ese niño?
—Se ha caído del coche —dijo Rosamaría—. ¡Ay, Dios mío, me parece que está muerto!
—Iría colgado de la trasera del coche —dijo el lacayo del Conde—. Los niños siempre hacen igual.
—Ah, por eso se reía la gente cuando pasábamos. Pero este niño no debe de estar muerto.
No, afortunadamente el pequeño no estaba muerto, sólo un poco estropeado; le recogieron entre dos criados y Kásperle volvió en sí y puso una cara de tonto tan graciosa que todos se echaron a reír. Y entonces los dueños del castillo se acercaron a mirarlo: el Conde, su mujer y los invitados, todos se quedaron allí contemplando a Kásperle, y el Conde de Cantaclaro lo observó a través de su monóculo y dijo:
—¡Qué extraño, qué extraño!
El dueño del castillo preguntó de dónde había salido aquel pequeño, y Kásperle puso una carita muy triste y le empezó a decir lo que al labrador: Que era un pobre huerfanito, y que iba solo por el mundo.
—¡Menudo fresco! —pensó el lacayo viejo, que no miraba a Kásperle con buenos ojos. Si por él fuera, le habría dicho a su señor que no se fiara de Kásperle, pero al Conde le pasó lo que al gordo labrador Cabeza-de-Paja: Kásperle le cayó en gracia y sintió una pena muy grande por él. El Conde suplicó a la señora del castillo que dejara a Kásperle estar allí hasta que terminase la boda. La Condesa dijo que sí, que muy bien, pero por dentro pensó que no sabía dónde iba a meterlo, porque el castillo estaba lleno de invitados que habían ido a la boda de su hija mayor, y de un momento a otro esperaban nada menos que la llegada de un Duque. Todas las habitaciones estaban ocupadas, y la Condesa había tenido que pedir camas prestadas a sus amigos de la vecindad. Pero ordenó a un criado que llevara a Kásperle al ama de llaves para que ella se ocupase del pequeño.
«¡Pues sí que le va a hacer gracia al ama de llaves!», pensó el criado, y cogió a Kásperle por un brazo y lo arrastró sin muchos miramientos hasta la enorme cocina del castillo. Allí estaba la señora Emma, el ama de llaves, mirando las fuentes de dulces que sacaban del horno en aquel momento.
«¡Estupendo! ¡Me gusta este sitio!», pensó Kásperle, y se puso a olfatear como un perrillo contento. ¡Qué bien olían los dulces! Decididamente, un castillo como aquél era aún mejor que la casa de un labrador. Pero la señora Emma no dijo «estupendo» ni «me gusta» cuando vio a Kásperle, sino que se lo quedó mirando con cara de pocos amigos y exclamó:
—¿Para qué me traen este espantajo? En mi vida he visto un niño como éste. Que me lo quiten de delante, que tengo mucho que hacer. Ponedle a pelar patatas.
Entonces llegó una criada y se llevó a Kásperle al cuarto de al lado, donde había tres muchachitas, y les dijo:
—Aquí tenéis a éste, que os va a ayudar.
—¿Que ése nos va a ayudar? —dijeron las muchacheas riendo. Y una de ellas sacó un gran delantal blanco y se lo ató a Kásperle, otra le dio una fuente, y la tercera le puso un cuchillo en la mano, diciendo:
—¡Venga, ayúdanos!
Pobrecillas, valiente ayudante les había caído. Kásperle empezó a cortar pedazos de una patata y a tirarlos por el aire, y cuando se quedó sin patata se recogió el delantal, tiró al suelo el cuchillo y la fuente, y gritó:
—¡Tengo hambre!
Las muchachas se echaron a reír, y dos de ellas corrieron a buscar algo de comer para Kásperle y la otra le acarició la cabeza y le preguntó de dónde procedía. Kásperle se puso a hacer pucheritos y a contarles su historia, y las muchachitas se morían de risa oyéndole.
Al cabo de un rato se acercó a la puerta la señora Emma, se quedó escuchando y se enfadó muchísimo. ¿Qué risas eran aquéllas? Abrió la puerta de golpe, y vio a las tres muchachitas retorciéndose de risa, y a Kásperle haciendo payasadas encima de la mesa, y todas las patatas sin pelar. La señora Emma no entendía de bromas: entró en el cuarto como una furia asustando a las muchachitas, y ordenó a Kásperle con voz de trueno:
—¡Fuera de aquí! ¡Vete a fregar platos ahora mismo!
De un empujón metió al pequeño en el lavadero del castillo, que era una habitación muy grande. Allí mandaba la vieja Elisa, que torció el gesto al ver el ayudante que le llevaban:
—¿Qué quieren que haga con este renacuajo? ¡Fuera, llévenselo de aquí! ¡Me rompería todos los cacharros!
«Caramba con la vieja —pensó Kásperle—, podría ponerme a prueba antes de hablar». Para demostrar lo útil que era, cogió un paño limpio y quiso alcanzar un plato de un estante. Había visto a Amada hacer aquello muchas veces. Pero la vieja Elisa empezó a gritar:
—¡Quieto, quieto! ¡Deja ese plato! Los platos… ¡Crasss! ¡Todos los platos al suelo! Antes de que Elisa terminara de hablar, se habían caído los platos de lo alto del estante. ¡Qué jaleo se armó allí! Elisa gritaba:
—¡Eran los platos buenos, los platos buenos!
Varias muchachas empezaron a recoger los platos rotos, y todas hablaban a la vez, y en esto se abrió la puerta y un criado asomó la cabeza a ver qué pasaba y a decir que no gritasen de aquel modo. Y la señora Emma también asomó la cabeza por la puerta y gritó más todavía.
Kásperle se aprovechó de aquel jaleo para escaparse. Se escurrió pegado a la pared, y fue avanzando por un corredor oscuro y frío. Allí casi no se oían los gritos. Kásperle vio cuatro puertas en el corredor: en cada puerta había un ventanuco y Kásperle se puso de puntillas para mirar. ¡Caramba, lo que se veía por allí! Los ventanucos daban a las despensas del castillo, que estaban llenas de cosas riquísimas. A Kásperle se le hacía la boca agua. Se dio cuenta entonces del hambre que tenía, y quiso abrir una puerta, luego la otra y la otra… y estaban cerradas con llave. Pero la cuarta puerta se abrió: la señora Emma, con tanto quehacer, se había olvidado de cerrarla aquel día. ¡Y precisamente en aquella despensa estaban los dulces! Tarros de mermelada, pasteles, tartas…
Kásperle no perdió el tiempo y se puso a comer a puñados. ¡Qué riquísimo estaba todo aquello! Mucho más rico que el pan y el queso de casa del labrador Cabeza-de-Paja. En una esquina había un barreño lleno de nata. Al principio, Kásperle no sabía qué era aquella espuma tan blanca, y como una vez, en la casita del bosque, había metido la lengua por curiosidad en espuma de jabón, pensó que debía de ser algo parecido. Pero como era tan goloso, metió el dedo para probar a qué sabía.
¡Huy, qué bueno estaba! Metió el dedo otra vez, se lo chupó, metió toda la mano, y como el barreño estaba en alto trepó al estante para comer más cómodamente. De pronto oyó una voz en el corredor:
—¿Qué es esto? ¡Aquí hay una puerta abierta!
Kásperle se asustó muchísimo. Quiso esconderse en un rincón, pero perdió el equilibrio y se cayó dentro del barreño de nata en el momento en que la señora Emma entraba en la despensa. La nata saltó como un surtidor, y la señora Emma creyó que un gato se había caído en el barreño, y salió gritando y pidiendo socorro.
Kásperle aprovechó para salir corriendo del barreño y se escapó por el corredor. Pero la señora Emma lo vio y pensó que aquella cosa con dos patas no podía ser un gato. Quiso agarrarlo, pero Kásperle estaba cubierto de nata de la cabeza a los pies y se le escurrió de las manos. La señora Emma gritaba, se abrieron muchas puertas y aparecieron muchas personas. Kásperle vio una gran columna de piedra y se escondió detrás de ella. Desde allí podía oír los lamentos, las voces de las muchachas y los criados, y entonces oyó que gritaban todos de repente:
—¡Que vienen más invitados!
Los criados se fueron corriendo y Kásperle pudo salir de su escondite. Ya no tenía hambre, lo que tenía era mucho sueño, pero no se atrevía a preguntar a nadie cuál era su cuarto. Se puso a explorar los pasillos y descubrió una escalera estrecha. Subió por ella. A lo mejor encontraba allí arriba un rincón tranquilo para dormir. En el piso de arriba vio un pasillo pequeño con muchas puertas. Kásperle andaba con mucho cuidado, pegado a la pared. Tenía bastante miedo. Del pasillo estrecho salió a un corredor muy ancho, también con muchas puertas, pero éstas eran muy bonitas, blancas con adornos de oro. Una de las puertas estaba un poco abierta, y Kásperle, como era muy curioso, metió la nariz para mirar por allí. ¡Qué habitación tan fantástica! Las paredes estaban cubiertas de seda, y en medio había una gran cama dorada. En la habitación no había nadie, y Kásperle miraba la cama con unas ganas enormes de dormir. ¡Aquella cama sí que debía de ser cómoda!
No lo pensó más. Entró en el cuarto y de un brinco se metió en la hermosa cama. Las sábanas eran de seda y Kásperle se acurrucó al tiempo que emitía grititos de gusto. ¡Eso era mucho mejor que el cuartito del labrador Cabeza-de-Paja! Claro que en Villapomposa nadie iba a despertarle hasta que se hacía de día, mientras que allí…
Kásperle se sentó asustado: fuera se oían voces. De un brinco bajó al suelo, estiró un poquito la colcha y se escondió debajo de la cama.
Menos mal que había sido rápido, porque en aquel momento se abrió la puerta y entró un caballero viejo seguido de un criado. Iban hablando y Kásperle no entendió qué decían. El caballero se acercó a la cama y dijo suspirando:
—¡Qué cansado estoy! ¡Cuándo se terminará esta fiesta!
Mientras hablaba, el caballero pasó la mano por la colcha, sorprendido de verla arrugada. Y de pronto exclamó:
—¿Qué es esto?
El anciano caballero, que era el Duque invitado, se miró la mano. Se la miró y remiró, meneó la cabeza, pasó otra vez la mano por la cama y exclamó casi desmayándose:
—¡Federico! ¡¡En mi cama… hay… nata!!
—¿¿Nata?? —Federico, el criado, se quedó con la boca abierta y luego se acercó de un salto a la cama. Pasó la mano por encima, se chupó la punta de un dedo, y dijo horrorizado:
—¡¡Nata!!
Tiró con furia del cordón de la campanilla, y en seguida apareció un sirviente, que hizo una reverencia y preguntó:
—¿Qué desea el señor Duque?
El señor Duque señaló la cama y dijo:
—¿Quiere usted explicarme qué es esto? ¡Pase la mano por la colcha!
El sirviente, muy asombrado, pasó la mano por la colcha, retrocedió asustado, volvió a pasar la mano, se chupó la punta de un dedo y gimió:
—¡Nata!
Salió corriendo y pronto volvió con el mayor domo. Luego entró el Conde en persona y todos se quedaron mirando la cama y exclamando:
—¡Nata!
El Duque meneaba la cabeza sin salir de su asombro. Y en uno de aquellos movimientos de cabeza vio el espejo que estaba enfrente de la cama, se quedó mirándolo muy fijamente y se derrumbó en una silla, gritando:
—¡Allí, allí, allí! —Con el dedo señalaba al suelo y al espejo. Había visto en el espejo a Kásperle, que, por curiosear, sacaba demasiado la narizota.
—Debajo de la cama se ha escondido alguien —dijo el mayordomo. Y dos criados se tiraron corriendo al suelo y se metieron debajo de la cama. Kásperle se acurrucó en un rincón, pero no le sirvió de nada: los criados lo descubrieron y lo sacaron arrastrándolo por las piernas y diciendo:
—¡Está todo pringoso! ¡Está lleno de nata!
—¡Ah! —exclamó el Duque mudo de asombro cuando vio a Kásperle delante de él. Por el tamaño de la nariz, había creído que debajo de la cama había un ladrón muy grande.
—¡Ah! —exclamó el Conde mudo de rabia—. ¡Éste es el preciado invitado que me ha traído mi señor primo el Conde de Cantaclaro! ¡No ha hecho más que disparates desde que llegó! ¡Que le den una paliza!
—¡Sí, y que lo encierren! —dijo el mayordomo. Al Duque le pareció muy bien, pero como estaba tan cansado dijo que no le dieran la paliza hasta el día siguiente.
—Sí, que le den la paliza mañana, y ahora que lo encierren en la bodega —dijo el Conde, muy severo.
La cosa se ponía mal para Kásperle, se ponía muy mal. Lo mejor iba a ser pedir perdón en seguida, el Duque se compadecería de él. Era una suerte estar tan pringoso, porque así pudo escurrirse de las manos de los criados y, dando un salto hacia el Duque, le dijo con voz muy lastimera:
—¡Perdón, perdón, perdón!
Pero el Duque era un señor algo asustadizo y dio un respingo que lo hizo echarse hacia atrás en su butaca, con lo que cayó de espaldas con butaca y todo.
—¡Dios mío!
El Conde, el mayordomo, los criados, todos trataron de sostener al Duque, y entonces Kásperle dio una voltereta por encima de todos ellos y se escapó al pasillo. Un criado quiso detenerlo, pero la puerta le dio con tanta fuerza en la cabeza que por poco se cae. De todos modos salió corriendo por el pasillo seguido del mayordomo y los dos gritaban:
—¡Socorro, socorro! ¡Detenedlo, detenedlo!
Llegaron corriendo muchos criados, pero no sabían a quién detener, no se veía ni rastro de Kásperle. El larguísimo pasillo estaba vacío y las puertas cerradas, así que no podía haber entrado en ninguna habitación. Nada, no se veía al pillastre por ningún lado. Los criados recorrían los pasillos, subían y bajaban las escaleras, todo el castillo entró en movimiento, y los invitados no sabían qué estaban buscando.
Mientras tanto, el Conde había llamado al médico del Duque, pensando que el pobre señor se había roto algún hueso. Afortunadamente no se habían roto más que las patas de la butaca. Pero el Duque resoplaba y se quejaba como si se hubiera hecho pedazos. Todo el castillo andaba revuelto y preocupado, hasta que el Duque dijo de pronto que tenía hambre y quería la comida. Y entonces todos suspiraron:
—¡Gracias a Dios!
La verdad era que todos tenían hambre, porque era ya muy tarde. A aquella hora estarían ya merendando todas las personas que vivían en casas corrientes y no en un castillo.
El Conde ordenó a sus tres vigilantes nocturnos que siguieran buscando por todas partes y cogieran preso a Kásperle cuando lo encontraran.
Y por fin se sirvió la comida, y a todos les gustó mucho y se pusieron otra vez de buen humor.