KÁSPERLE PASTOR DE GANSOS

A la mañana siguiente, Florián fue a despertar a Kásperle muy temprano, y como Kásperle se acurrucó gruñendo en la cama y no se decidía a levantarse, fue Florián y le echó por la cabeza un jarro de agua. Kásperle saltó de la cama y se asustó mucho al ver allí de pie a Florián, tan alto y con cara de pocos amigos, así que empezó a hacer, muy dócilmente, todo lo que le mandaron: siguió a Florián hasta el corral de los gansos y se quedó en la puerta muerto de miedo, mientras sus graznadores enemigos iban saliendo en fila del corral. Florián le puso en la mano un palo largo y le dijo:

Imagen

—¡Hala! ¡A cuidar de los gansos! Puedes ir con el pastor.

El pastor era hermano de Florián, y parecía mucho más callado y malhumorado que él. Se llamaba Damián, y en el pueblo lo llamaban Damián-sin-Pico. Aquella mañana Damián estaba como siempre sin ganas de hablar, y sólo hizo un gesto con la cabeza para que Kásperle le siguiera con sus gansos.

Salieron del pueblo y caminaron por unos prados, luego llegaron a un arroyito y Damián clavó su bastón en el suelo. Kásperle clavó también el suyo, creyendo que era lo que había que hacer. Y como Damián siguió andando con sus ovejas, Kásperle lo siguió. Al principio Damián no se dio cuenta de que le seguía hasta que oyó graznar fuerte a los gansos, entonces se volvió con cara hosca y señaló con su bastón el arroyo, sin hablar. Kásperle levantó en seguida su palo y señaló también el arroyo.

Y entonces Damián se puso furioso. ¡Mira que tener que hablar ya tan temprano, qué trabajo!

—¡Quédate allí! —gritó a Kásperle.

El pequeño se asustó, se echó hacia atrás y se cayó encima de los gansos, que empezaron a graznar con sus voces antipáticas, y no querían seguir a su pastor. Pero el palo le daba valor a Kásperle, y empezó a voltearlo en el aire, mientras ponía una cara amenazadora. Los gansos se asustaron y le siguieron muy mansitos, uno detrás del otro, hasta el arroyo. Allí cloquearon contentos, pensando que iban a comer hierba fresca y a meterse en el agua. Pero Kásperle no les dejó, le había gustado mucho ver andar a los gansos, tan obedientes, en fila delante de él, y decidió divertirse con ellos. Empezó a perseguirlos, y en cuanto uno se separaba, le daba con el palo. Los pobres animales graznaban y protestaban, pero su pastor no les dejaba en paz.

Kásperle brincaba y se movía como si estuviera haciendo una función de títeres a sus gansos. A los gansos no les valía de nada chillar y correr, porque Kásperle los perseguía con el palo, sin descanso.

Damián-sin-Pico no pensaba nunca en nada más que en sí mismo y en sus ovejas. Pero aquel día tenía que ocuparse del nuevo chico de los gansos, porque su hermano le había dicho:

—¡Vigílale bien!

Y como sus ovejas pastaban allí cerca, se acercó a echar un vistazo.

¡Caracoles! ¿Qué hacía aquel chico? Kásperle saltaba y gritaba alrededor de los gansos, los gansos daban vueltas corriendo como locos y se veía que aquellas carreras no les gustaban nada. Y ¿cómo iban a engordar los pobres bichos, corriendo de aquel modo?

¡Paf! Kásperle dio al ganso más gordo con el palo en la cabeza. Y entonces sintió cómo le levantaban por los pantalones. Damián-sin-Pico no perdía el tiempo hablando: ¡plif, plaf!, empezó a dar una azotaina a Kásperle con su bastón, y Kásperle se puso a gritar como un condenado, y los gansos lo miraban con los picos abiertos.

Por fin, Damián pensó que ya le había pegado bastante, Kásperle pensó que le había pegado demasiado, y se echó a llorar en cuanto Damián le dejó sobre la hierba. Damián no dijo una palabra, pero Kásperle era lo bastante listo para comprender por qué le habían dado la paliza. Se quedó lloroso sentado en la hierba, y como los gansos estaban cansados y hambrientos, no pensaron en escaparse.

La mañana pasó tranquila junto al arroyo. Kásperle se tumbó en la hierba, con el palo apuntando al cielo, y decidió que pronto se iría a recorrer el mundo.

En Villapomposa, la gente hablaba ya del extraño chico de los gansos del labrador Cabeza-de-Paja. Y había dos niños en el pueblo que estaban deseando verle. Los dos niños se llamaban Augusto, y como uno era hijo del dueño del molino de viento, y otro del dueño del molino del río, en el pueblo los llamaban Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua. Los dos eran muy traviesos y se llevaban muy bien. Sus padres tenían que zurrarles de vez en cuando, y entonces uno de ellos chillaba de cara al viento y el otro de cara al agua. Pero Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua hacían todas sus picardías juntos.

Aquel sábado de vísperas de Pentecostés fueron los dos en busca de Kásperle. Querían ver si el chico de los gansos sabía alguna travesura que a ellos no se les hubiera ocurrido todavía. Kásperle estaba tumbado en la hierba, y cuando lo llamaron se hizo el sordo. Pero Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua sabían bien el modo de hacer hablara un niño: lo agarraron de las piernas, lo arrastraron por el prado y lo soltaron en medio del grupo de gansos.

¡Cielos, qué susto se llevaron los gansos! Los pobres bichos pensaban: «Ahora empezará la horrible carrera de vueltas, como en el arroyo». Pero sólo empezó un coro de carcajadas: Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua se morían de risa viendo a Kásperle saltar y gritar entre los gansos, y Gustito-de-Aire pensó:

«¡Ay, madre! ¡Lo que me gustaría a mí saber hacer esas muecas tan horribles!».

Al verlos reír, Kásperle comprendió que no habían ido allí como enemigos, y entonces cambió rápidamente sus muecas feroces por una cara muy amable. Al cabo de unos minutos ya eran los tres los mejores amigos del mundo, aunque los dos Augustos pensaron que en su vida habían visto a un chico tan raro como Kásperle. ¡Qué gestos sabía hacer con la cara, con los brazos y las piernas! Había que ser un malas pulgas como Damián-sin-Pico para no morirse de risa mirándolo. Y como Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua no eran unos malas pulgas, se reían hasta reventar. Y después se enfadaron con Damián, cuando Kásperle les contó la paliza del pastor, y los dos chicos dijeron que Damián era un antipático y que no había derecho a pegarle a uno por una cosa tan divertida como hacer dar vueltas a los gansos.

—Anda, hazlo otra vez —dijo Gustito-de-Aire.

—Primero hay que mirar por dónde anda Damián —dijo Gustito-de-Agua, que se fue a mirar y volvió anunciando—: Está dormido.

Fue una suerte para los gansos, porque Kásperle quiso entonces gastarle una broma a Damián; dejaron a los gansos en paz y se acercaron despacito al pastor. Damián se había quedado dormido a la sombra de un peral muy grande y sus ovejas pastaban un poco más lejos vigiladas por Flik, el perro.

Los tres amigos se quedaron mirando a Damián, discurriendo qué podrían hacerle.

—Podríamos ponerle una rana en la cara —dijo Gustito-de-Aire.

—O cortarle los botones —dijo Gustito-de-Agua.

Pero Kásperle se fijó en un hoyo que había detrás del peral, era un buen sitio para esconderse, y pensó:

«Voy a dar una voltereta encima de su barriga».

Los ojillos de Kásperle brillaban de picardía, y ya iba a decir a sus amigos lo que había pensado, cuando de pronto Flik empezó a ladrar. El perro había visto a los tres chiquillos al lado de su amo, y se figuraba que no tramaban nada bueno.

Al oír ladrar al perro, los tres pillos echaron a correr, saltaron al hoyo y desaparecieron. Y cuando Damián-sin-Pico abrió los ojos, no pudo entender lo que pasaba. ¿Por qué ladraba el bueno de Flik tan fuerte como avisándole? Flik no hacía eso nunca sin algún motivo. A lo mejor era por culpa de aquel endiablado chico de los gansos. El pastor se levantó y fue a ver, y encontró a los tres niños muy formalitos sentados a la orilla del arroyo. Kásperle tenía el palo en la mano, como un buen pastor de gansos. Y los gansos estaban tan tranquilos en el prado. No ocurría nada de particular, y Damián volvió a la sombra del peral.

Aquella tarde Kásperle regresó a la granja con sus gansos, y los conducía como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Al verlo Florián, el capataz pensó: «Vaya, a lo mejor acaba sirviendo para algo. Si no fuera por esa cara tan rara que tiene…».

Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua habían prometido a Kásperle que al día siguiente, que era Domingo de Pentecostés, le enseñarían el pueblo con todos sus rincones; creían que el labrador Cabeza-de-Paja en día de fiesta dejaría a los gansos en el corral. Pero Florián volvió a despertar a Kásperle muy temprano, pensando: «Un chico de los gansos que lleva sólo un día trabajando no necesita vacaciones, con los bollos de la fiesta tiene bastante».

Kásperle bajó al patio medio dormido. Damián ya estaba allí con su rebaño, más malhumorado que nunca. Salieron los dos hacia el campo con ovejas y gansos. Al llegar al arroyo, Damián levantó el bastón con cara de pocos amigos. Entonces Kásperle levantó su palo, imitándolo, y puso la misma cara que el pastor.

Aquello terminó de enfadar a Damián. ¡Vaya un descarado que se atrevía a tomarle el pelo!

Se abalanzó sobre Kásperle para pegarle y Kásperle se escurrió entre las piernas de Damián para escaparse, y Damián perdió el equilibrio y se cayó al arroyo. El agua del arroyo saltó como un surtidor, los gansos se espantaron y Flik llegó corriendo a ver qué le pasaba a su amo. Entonces Kásperle reunió a sus gansos y se los llevó de allí a toda prisa. Les hizo dar una carrera hasta una caseta vacía que estaba en medio del campo, los metió en la caseta, cerró bien la puerta desde fuera y se marchó corriendo.

Imagen

Se iba a recorrer el ancho mundo. Estaba de gansos hasta la coronilla.

Pero Damián-sin-Pico corrió detrás de Kásperle, vio desde lejos cómo encerraba Kásperle a los gansos y se puso a perseguir al fugitivo dando grandes zancadas. Kásperle lo oyó acercarse y empezó a dar volteretas y a rodar por el campo a toda velocidad, pero Damián cada vez estaba más cerca. Kásperle saltó unas matas, y vio que la carretera pasaba un poco más arriba. A lo mejor podía escaparse por allí. Damián se le acercaba cada vez más. De pronto, en el momento más oportuno, oyó un ruido. Por la carretera pasaba un hermoso carruaje.

Tiraban de él cuatro caballos y al lado del cochero iba sentado un lacayo muy elegante. Kásperle no se paró a pensarlo: de un salto se encaramó a la parte trasera del coche. Claro que allí había poco sitio para sentarse, pero todo era mejor que caer en manos de Damián.

El pastor corría dando gritos detrás del coche, pero nadie le hizo caso. Y en una revuelta desaparecieron el coche y Kásperle, y Damián tuvo que volverse furioso junto a sus ovejas. Las ovejas y los gansos pastaron juntos aquella mañana, y a mediodía volvieron a la granja y Damián gritó al Llegar:

—¡Se ha escapado!

—¿Quién? ¿Un cordero? —preguntó el labrador al oírle.

—¡No! ¡Kásperle!

—¿Que se ha escapado? ¿Que se ha marchado mi chico de los gansos? —El labrador estaba muy sorprendido, no le cabía en su cabeza de paja que alguien se marchara de su casa. Y preguntó al pastor:

—¿Por qué se ha escapado? ¡Explícamelo de una vez!

Aquello era demasiado para Damián. ¡Tener que contar toda una historia, y en día de fiesta! Meneó la cabeza y se llevó un dedo a la frente. Quería decir con eso que Kásperle estaba mal de la cabeza. Y, sin más explicaciones, se fue a su cuarto, se echó en la cama y se pasó durmiendo la hermosa tarde de Pentecostés.

Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua se enfadaron mucho cuando se enteraron de que su amigo había desaparecido. Empezaron a decir que Damián tenía la culpa, porque había pegado a Kásperle. Lo que no contaron fue la carrera que había dado Kásperle a los pobres gansos. El labrador Cabeza-de-Paja se enfadó mucho con su pastor y todos los del pueblo estuvieron tres días repitiendo que Damián-sin-Pico había maltratado al pobre huerfanito. Florián era el único que no decía nada.

Pero al tercer día de Pentecostés, que en Villapomposa se celebraba todavía con fiestas, ocurrió algo inesperado: llegó un hombre con un carricoche verde, lo paró en la plaza del pueblo y montó un teatro de guiñol. No era un teatro cualquiera: aquel teatrillo era digno de verse. Su dueño habría podido llevarlo a la feria más importante. Los muñecos eran grandes y estaban muy bien vestidos, y el más bonito de todos era un kásperle que asombró al público cuando empezó a actuar. Hasta las personas mayores se acercaron a mirarlo, y de pronto el labrador Cabeza-de-Paja gritó:

—¡Pero si es mi chico de los gansos!

¡Caramba, caramba! Ahora lo reconocían todos: era Kásperle, el pastor de gansos, era igualito que Kásperle cuando se ponía a hacer muecas y payasadas durante la cena. Y cuando salió al escenario el Capitán de los bandidos, Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua gritaron:

—¡Ese también es el chico de los gansos! ¡Tenía esa misma cara de miedo cuando le echamos en medio de los gansos!

Qué cosa más extraña: todos los muñecos del guiñol se parecían al chico de los gansos. La gente rodeó el pequeño escenario muy excitada y el hombre del guiñol oyó el ruido, salió del teatrillo y preguntó qué pasaba. Y entonces le contaron lo del parecido. El hombre del guiñol escuchó con mucha atención y de pronto exclamó:

—¡Es él, es él! ¡Tengo que encontrarlo! ¿Adónde se ha ido? ¡De prisa, decidme dónde está!

El hombre del guiñol agarró a Damián-sin-Pico por la chaqueta, y Damián levantó una mano, señaló hacia el oeste, y gruñó:

—¡Hum!

No era capaz de dar más explicaciones. Pero el labrador Cabeza-de-Paja gritó:

—¡Ah! ¡Ahora lo entiendo! ¡Se ha escapado hacia el oeste! ¿Quién era el muy pillo, si se puede saber?

Entonces el hombre del guiñol explicó la historia de Kásperle a los asombrados vecinos de Villapomposa. Les contó cómo había estado durmiendo en un armario durante años y años, y cómo le había encontrado otra vez maese Fridolín. Precisamente había estado el día anterior en la casita del bosque, y el constructor de muñecos le había hablado de Kásperle, y contó que en la casita estaban todos muy tristes, y que al preguntarles qué les pasaba le habían explicado que Kásperle se había escapado vestido con unos pantalones y una camisa que no eran suyos, y que se había ido a recorrer el mundo. Y dijo que él, el titiritero, se había propuesto buscar a Kásperle para llevárselo a maese Fridolín, porque era suyo.

—Eso es justo —dijo el labrador Cabeza-de-Paja—. Búscalo, y cuando lo devuelvas, iré a que maese Fridolín me lo preste de vez en cuando. ¡Ja, ja, ja! En mi vida me he reído tanto como estos días, viendo las payasadas de aquel pillastre.

—Tenga usted en cuenta que ese pillastre es un auténtico kásperle —dijo el titiritero—. Él sí que sabe hacer payasadas mejor que nadie.

Gustito-de-Aire y Gustito-de-Agua se miraron. ¡Y aquel fenómeno había sido su amigo! La historia de Kásperle no les acababa de convencer, pero dijeron muy decididos:

—Nosotros le ayudaremos a buscarle, nos vamos con el hombre del guiñol.

¡Plaf! Gustito-de-Aire se llevó un bofetón de su padre, y la madre de Gustito-de-Agua zarandeó a su hijo, gritando:

—¿Tú estás loco o qué? Tú te quedas aquí, y a estudiar en la escuela.

El molinero del molino de viento no lo dijo, pero su hijo notó lo que estaba pensando. Así que los dos Augustos tuvieron que quedarse en el pueblo, y el hombre del guiñol recogió sus trastos y siguió su camino en busca de Kásperle.

Cuando va se marchaba, el labrador Cabeza-de-Paja le gritó:

—¡Le daré una propina si lo encuentra!

Al labrador le daba mucha pena no seguir teniendo a Kásperle haciendo payasadas en su mesa.