POR dónde andaba Kásperle?
Pues iba tan contento por el bosque, vestido con los pantalones de Federico y la camisa de Pedro, encantado de verse libre otra vez. Con la alegría se le habían olvidado, al muy ingrato, todas las cosas buenas de la casita del bosque y había decidido irse a recorrer el mundo.
Y como sabía que la gente solía ir a pasear por los caminos de Bellatierra y Aldea de Tilos, se metió por el sendero de Villapomposa; la gente de los otros pueblos procuraba no ir por aquel camino y Kásperle no encontró a nadie en aquel día de sol.
Estaba tan contento con el éxito de su escapatoria, que empezó a dar volteretas. Rodaba como una pelota a lo largo del sendero y poco le faltó para entrar rodando en Villapomposa, pero había una piedra grande en mitad del camino, tropezó con ella, se oyó un chasquido y Kásperle se quedó un rato atontado. Como la piedra no protestaba ni llegaba nadie, Kásperle se sentó y miró a su alrededor. Delante de él, en el valle, estaba Villapomposa; parecía un pueblo rico y cuidado. De todas las chimeneas salía humo, porque las campesinas de Villapomposa estaban preparando sus bollos de Pentecostés.
Kásperle levantó su narizota y olfateó el aire. ¡Qué bien olía! Y al mismo tiempo sintió un ruido en el estómago y abrió su enorme bocaza como una cría de cuervo cuando abre el pico.
Como a ninguna de las campesinas de Villapomposa se le iba a ocurrir salir al camino a llevarle a Kásperle bollos recién hechos (esas cosas no pasan nunca), Kásperle suspiró muy fuerte y por fin se decidió a levantarse, se sacudió la ropa y fue hacia el pueblo.
Matías Cabeza-de-Paja, que era un labrador gordo y el hombre más rico de Villapomposa, había decidido descansar aquel día. Decidía descansar muy a menudo porque era tan perezoso que hasta sus vecinos, que eran todos bastante vagos, le llamaban «Matías-el-Comodón». El labrador estaba sentado a la puerta de su casa y tenía a su lado una mesa con la merienda. En aquel momento se estaba comiendo un bocadillo y miraba el plato de bollos calientes que le acababa de traer su mujer.
Entonces pasó por allí Kásperle, vio al gordo labrador y los bollos recién hechos, y sin pararse a pensarlo se lanzó a la mesa y ¡ñam, ñam, ñam! empezó a tragarse los bollos. Cuando el labrador se repuso de la sorpresa, casi todos los bollos habían desaparecido.
¡Rayos y centellas! Al labrador no le había ocurrido nunca una cosa así.
—¡Tú, sinvergüenza! —gritó levantando su manaza para alcanzar a Kásperle. Pero Kásperle saltó rápido como una ardilla por encima de la mesa y del labrador, y se quedó mirándolo sentado en el suelo unos pasos más allá.
—¡Tenía tanta hambre…! —dijo lloriqueando, y puso una carita tan triste y tan inocente que Matías-el-Comodón no tuvo más remedio que reírse a pesar de su enfado. Nunca había visto a un chiquillo tan sorprendente.
—¿De dónde vienes? —le preguntó.
Entonces Kásperle se acercó un poquito a la mesa, arrastrando el bajo de los pantalones de Federico, y dijo con una vocecita muy triste:
—Vengo de lejos, de muy lejos… soy un pobre niñito abandonado, y no tengo a nadie en el mundo…
El pillo de Kásperle parecía tan desgraciado,
que el labrador sintió mucha compasión de él y dijo haciéndose el enfadado:
—Bueno, bueno, pero eso no es un motivo para comerse los bollos de los demás.
Al decir esto, le hizo una seña con la mano para que se acercara más. El pillastre se acercó con la cabeza baja, poniendo cara de santito. El labrador Cabeza-de-Paja no se fijó en los ojillos negros y traviesos de Kásperle, y le dijo bondadosamente:
—Hace un momento te has portado con mucha frescura, pero no te lo tendré en cuenta. Necesito un chico para los gansos, y te voy a dar a ti el trabajo. Eh, ¿qué dices a eso? ¿A que no podías ni soñar que algún día ibas a estar empleado en casa del rico Cabeza-de-Paja?
Kásperle abrió entonces una boca como un portalón, no tenía ni idea de lo que era un chico de los gansos. No dijo ni sí ni no, y el labrador tampoco le preguntó nada más, porque pensaba que cualquiera se sentiría muy contento de ser el chico de los gansos en casa de Cabeza-de-Paja. Y llamó a su capataz Florián, que salía en aquel momento de la casa:
—¡Eh, Florián! Ya tenemos un chico para los gansos. ¡Acompáñalo!
El capataz Florián no solía abrir la boca más que para comer. No dijo nada, pero pensó: «Con un chico de los gansos no hay que andarse con cumplidos».
Cogió a Kásperle y se lo llevó bajo el brazo al corral de los gansos. Abrió la puerta y gruñó «Ahí es», metió dentro a Kásperle y volvió a cerrar. «Así se irán conociendo —pensó Florián—, tienen tiempo hasta la hora de la cena».
Y allí se quedó Kásperle en el corral, rodeado de gansos blancos y grises que graznaban amenazadoramente. Aquello no le hizo a Kásperle ninguna gracia, nunca había estado dentro de un corral, y se asustó bastante al ver gansos con los picos abiertos y graznando de aquel modo tan feroz. Kásperle les hizo los gestos más raros que pudo, y como los gansos tampoco habían visto nunca un kásperle vivo, se alborotaron mucho y cada vez graznaban más ruidosamente, y Kásperle tenía cada vez más miedo y empezó a pensar en cómo podría salvarse.
En un rincón del corral había una estantería grande que parecía un armario; Kásperle dio un brinco y se encaramó a lo alto. En las tablas del estante había unos gansos gordos y pacíficos que estaban empollando los huevos en sus nidos; al ver a Kásperle trepar por sus tablas se asustaron muchísimo y se levantaron de los nidos silbando. Kásperle estaba muerto de miedo y se colgó de la última tabla, el estante se tambaleó, y ¡pataplaf!, se vino abajo. Y allí rodaron en un montón Kásperle, los nidos y los huevos; los gansos, furiosos, se lanzaron sobre Kásperle con los grandes picos abiertos, silbando y graznando. ¡Qué atrocidad! ¿Cuándo se había visto que alguien les estorbara mientras empollaban? Y ¡chac! Un ganso picó a Kásperle en una pierna, otro ¡chac!, en la oreja, ¡chic!, otro en la nariz, y Kásperle aullaba y los gansos graznaban como locos y aquello era un ruido de mil demonios.
—¡Jesús, María y José! ¿Qué pasa en el corral? —dijo en el patio la criada Carlina—. A ver si ha entrado un ladrón.
Y corrió al corral, abrió la puerta y vio todo aquel revoltijo y a Kásperle en medio, sentado en el suelo, gritando con toda la fuerza de su enorme bocaza. Carlina cerró la puerta de golpe, muy asustada, y salió gritando:
—¡Un duende, un duende en el corral!
Al oír los gritos, la labradora salió, Berta la criadita joven se asomó, y Florián corrió al corral, abrió la puerta y sacó arrastrando al lloroso Kásperle.
—¡Santo Cielo! ¿Qué es esto? —exclamó la labradora llevándose las manos a la cabeza. Berta se tapó la cara con el delantal chillando:
—¡Ay, qué aparición!
—¡Es un duende, es un duende! —gritaba Carlina.
—¡Qué duende ni qué niño muerto! ¡Es el nuevo chico de los gansos, y ahora va a cobrar! —dijo Florián, y empezó a pegar a Kásperle. Cuando Florián se ponía a pegar no era cosa de broma. Kásperle no veía ni oía: berreaba como un condenado, y al fin llegó también el labrador a ver qué pasaba.
Su mujer y las criadas se pusieron a hablar todas a la vez. Kásperle berreaba, en el corral graznaban los gansos y Florián no dijo nada, sólo le señaló el corral al amo para que viera el desaguisado, y siguió pegando a Kásperle hasta que la labradora sintió lástima y le quitó al pequeño de las manos, diciendo:
—¡Que lo vas a matar!
—¡Se lo ha merecido! —gritó Florián.
—¡Sí, rayos y truenos, se lo ha merecido! —gritó el labrador Cabeza-de-Paja, que había visto el desastre del corral y estaba dispuesto a pegar a Kásperle, pero la labradora lo defendió con energía porque le daba mucha pena, y el labrador se portó otra vez de un modo raro: al ver la cara descompuesta de Kásperle se puso a reír; ponía una cara tan cómica que hasta a Florián le daba risa.
Y por más que el pobre Kásperle se frotaba la espalda y suspiraba, los otros no hacían más que reírse de él. Entonces Kásperle se acordó de Amada, la niña no se habría burlado de él. Kásperle bajó la cabeza y entró en la casa detrás de la labradora y se animó al notar el buen olorcillo de bollos calientes que había allí.
¡Vaya! No estaba tan mal la casa del rico Cabeza-de-Paja, y el corral se podría soportar.
A la hora de cenar, al nuevo chico de los gansos le sentaron al final de una mesa muy larga. En la cabecera estaban el labrador y su mujer, y en el resto de asientos Florián, Carlina y los otros mozos y criadas. Todos habían trabajado de firme y ahora sólo pensaban en comer. Ninguno se fijó en el nuevo chico de los gansos, hasta que oyeron a Berta reírse bajito. Entonces el criado Pablo miró hacia allí, vio al chico de los gansos, y se echó a reír.
¡Caramba, qué chico tan divertido! Carlina y Mina miraron también, y vieron a Kásperle que abría y cerraba la boca con unos gestos tan raros, que de pronto lodos soltaron una carcajada. El que más se reía era el labrador. Y en cuanto Kásperle se dio cuenta de que se reían de él, empezó a hacer muecas y gestos y payasadas, hasta que el mismo Florián tuvo que echarse a reír. El gordo Cabeza-de-Paja se reía de un modo tal que la labradora incluso tuvo miedo de que estallara, y le decía:
—¡Calla, calla, que te vas a poner malo!
Pero ella misma no podía contener la risa. Al final Carlina se cayó debajo de la mesa y a Pablo se le volcó la silla. Entonces Florián agarró a Kásperle por la camisa y dijo:
—Ya basta por hoy, que si no, alguien va a reventar.
Lo sacó del comedor, y lo llevó a un cuarto chiquito chiquito, que tenía una reja en la ventanita, y en el que apenas cabía la cama. Kásperle se metió en la cama y suspiró muy contento, y ni siquiera se preocupó cuando Florián dijo:
—Mañana irás a cuidar los gansos.
—¡Jrrr!
Florián se volvió, asustado. ¿Qué ruido era aquél?
—¡Jrrr!
El ruido se volvió a oír, y Florián comprendió lo que era: el nuevo chico de los gansos estaba roncando. Pero ¡qué manera de roncar!
—¡Caramba! ¡Qué barbaridad! —gruñó Florián, y sacudió al pequeño, pero no sirvió de nada. Kásperle roncaba como roncan todos los kásperles, con un ruido terrible.
—¡Jrrr! ¡jrrr!
—¡Que me cuelguen! ¡Este chico no es corriente! —gruñó Florián, y salió con cuidado del cuartito, pensando que Kásperle era un niño rarísimo y que el amo ya podría haber tomado otro chico cualquiera para los gansos.