EL señor Bombacho iba muy enfadado en su trineo. Le puso de un humor malísimo no haber conseguido los armarios. Gruñía tanto y renegaba de tal manera que su cochero pensó: «¿Y por qué le interesarán tanto unos armarios viejos? Siempre anda detrás de ellos; para mí, que en esos armarios hay algo más de lo que parece. A lo mejor hay un tesoro escondido, porque si no, no se explica que una persona con sentido común venga al bosque con este frío».
La verdad era que hacía mucho frío, un frío espantoso, y estuvo muchos días así hasta que por fin sopló el viento con fuerza, la nieve empezó a derretirse y a correr en arroyos y ¡adiós, muy buenas! La nieve desapareció.
Por aquellos días, el viento rugía y sacudía la casita del bosque, pero, a pesar del temporal, Amada se asomaba a cada momento a la puerta, sacaba la naricilla y gritaba muy contenta:
—¡Huele a primavera! ¡Sí, ya huele a primavera, ya pronto va a venir!
Incluso una vez salió chapoteando por el bosque húmedo y lleno de arroyos y volvió con un ramito de las primeras campanillas blancas para la señora Anita.
Todos se alegraron y fue como una fiesta en la casita, porque los habitantes del bosque se ponían siempre muy contentos cuando llegaba la primavera. Y esta vez la primavera no se hizo esperar tanto como otros años. Llegó en seguida, y la señora Anita pudo decir un día:
—Ya no hace falta encender la estufa. El aire de la primavera empieza a calentar.
Entonces abrieron todas las ventanas y los rayos de sol entraron en la casa. Era maravilloso. Amada andaba todo el día por el bosque, y cogía ramos de flores y luego los ponía en jarros de colores, y cuando llegaron los niños de Bellatierra y de Aldea de Tilos encontraron la casita del bosque más hermosa que nunca. Si pudieran, con gusto se habrían quedado a vivir allí.
Era uno de aquellos días de primavera y maese Fridolín estaba sentado en su taller, trabajando con mucha aplicación. Tenía que mandar al día siguiente un cesto de muñecos por el ancho mundo, y todavía le faltaba terminar algunos detalles. Y cuando estaba más ocupado trabajando, se le rompió la punta de la navaja. Qué fastidio. Aunque la señora Anita no hacía más que charlar y decir lo bonita que era la primavera, maese Fridolín se pasó un rato renegando, hasta que por fin se levantó para ir a buscar otra navaja en el armario de las herramientas.
Subió por la escalera, que era tan vieja que a cada paso crujía como si quisiera contar viejas historias de tiempos pasados. Arriba, en la buhardilla, estaban los dos armarios grandes y viejos que tanto le gustaban al señor Bombacho. En aquellos armarios se guardaban toda clase de herramientas desde hacía muchísimos años, y maese Fridolín encontraba allí todo lo necesario para trabajar en sus muñecos.
Aquella mañana de primavera, el sol entraba también por la ventanita de la buhardilla, iluminando los armarios. Maese Fridolín tenía por eso mejor luz allí arriba que otras veces; abrió primero un armario, no encontró en él lo que buscaba y abrió el otro. Y como se veía tan bien, se puso a rebuscar entre los trastos. Miraba a ver si estaba allí todavía esto o aquello, y de pronto se dio cuenta de que había una rendija a un lado del armario.
«¡Caramba! —pensó—. Este armario está ya tan viejo que empieza a rajarse».
Apretó y corrió un poco los bordes de la rendija, y de repente se abrió una puertecilla. Maese Fridolín vio con gran asombro una figura en un estante. La figura estaba de pie y era del tamaño de un niño de unos siete años. Maese Fridolín no la había visto nunca hasta entonces y se quedó muy sorprendido. ¿Qué hacía eso allí?
Por fin se decidió a coger el muñeco y lo sacó del estante. Y, al tocarlo, le pareció que el muñeco se movía. Lo dejó al instante en el suelo y se quedó mirándolo.
—¡Caramba, caramba! —exclamó—. ¡Pero si es un kásperle!
Apenas hubo dicho aquello, la figurita empezó a moverse: sacudió la cabeza, levantó los brazos y de él salió una nube de polvo.
—¡Achís, achís, achís! —Maese Fridolín se puso a estornudar, y la sorprendente figurilla se puso a estornudar también. Y la señora Anita, que oyó los estornudos, gritó desde abajo:
—¡Fridolín, te has resfriado!
La voz de la señora Anita espabiló al muñeco, que empezó a reírse y ¡zas!, echó a correr escaleras abajo. Maese Fridolín se quedó de una pieza. No podía explicarse aquello. Y seguía estornudando, ¡achís, achís!, mientras el extraño muñeco entraba brincando en el cuarto de estar.
La señora Anita dio un grito del susto, y Amada, que entraba en el cuarto con un ramo de flores, dejó caer el ramo, asustadísima.
—¡Jesús, María y José! —gritó la señora Anita—. ¡Qué espantajo!
El pequeño personaje se quedó en medio del cuarto mirándolo todo, sacudió la cabeza y otra vez salió una nube de polvo.
—¡Achís, achís! —estornudaba el muñeco. Y la señora Anita estornudaba, y Amada estornudaba y maese Fridolín entró estornudando.
—¡Así que aquí está! —gritó maese Fridolín mientras agarraba al extraño personaje—. ¡Caracoles! ¡Si parece un kásperle!
—¡Porque soy un kásperle! —dijo el pequeño con una vocecita quejumbrosa—. ¿Dónde están madame Terremoto y maese Efraín?
—Pero ¿qué dices? —exclamó maese Fridolín dándose una palmada en la frente—. ¡Si ésos eran mis bisabuelos! ¡Santo cielo! ¿Será éste el kásperle desaparecido?
Y, sacudiendo al pequeño por un brazo, de forma que volvió a salir mucho polvo, le dijo:
—Contéstame: ¿cómo es que estabas en el armario y qué hacías allí dentro?
—¿Qué hacía? ¡Pues dormir! —dijo el pequeño, bostezando con fuerza. Y de repente se oyeron dentro del pequeñajo unos ruidos rarísimos, que parecían las piedras en la barriga del lobo de Caperucita, rodando y chocando.
—¡Ay, ay, ay! —se quejó el pequeño—. ¡Ay, qué hambre tengo, me muero de hambre!
—¡Pobre criatura! —exclamó la señora Anita—. ¡Está muertecito de hambre! Sabe Dios el tiempo que lleva sin comer.
—Pues, según mis cuentas, unos cien años —dijo maese Fridolín—. ¡Caramba! ¡No es posible que haya estado tanto tiempo metido en el armario!
—¡Ay, qué hambre! ¡Ay, que me muero de hambre! —gritaba el pequeño, y entonces la señora Anita y Amada corrieron asustadas a la cocina y le llevaron todo lo que había: pan, salchichas, mantequilla, leche… y el extraño personaje se lo iba metiendo todo en su bocaza.
Tragaba y engullía, engordando ante los ojos de todos, hasta que al fin resopló y dijo muy contento:
—¡Ya no puedo más!
—¡Menos mal! —dijo maese Fridolín—. ¡En mi vida he visto a nadie comer de esa manera! Pero ahora, dime, tú…
—Me llamo Kásperle —dijo el pequeño.
—Muy bien, Kásperle. Dime cómo es que estabas en el armario.
Kásperle abrió los ojos, abrió la boca, suspiró, se volvió a sacudir y murmuró:
—Pues no lo sé.
—Intenta recordar —le dijo maese Fridolín—. ¡Tienes que saberlo!
Kásperle miró a su alrededor como si no supiera dónde estaba, y de pronto vio el gran reloj de pared y gritó:
—¡Eso lo ha hecho el maestro!
Los habitantes de la casita se sintieron incómodos. ¿Aquel espantajo iba a resultar ser el kásperle que en otros tiempos vivió con su antepasado? Y ¿cómo es que estaba en el armario? ¿Era posible que hubiese dormido tantísimos años?
—Trata de recordar —insistió maese Fridolín.
—No puedo.
A Kásperle le parecía dificilísimo recordar. Su carita de duende se puso triste.
—No sé, no puedo —volvió a decir en tono quejumbroso. Se sacudió otra vez con fuerza, y al hacerlo se le cayó del traje un papel amarillo.
Amada lo recogió, lo leyó y dijo:
—¡Aquí dice algo de Kásperle! ¡Aquí, padre, mira! —Maese Fridolín cogió el papel, se puso las gafas y leyó:
«La persona que encuentre este kásperle habrá de poner mucha atención hasta que despierte, por tratarse de un kásperle real y verdadero. Mi aprendiz Juan Enrique Bombacho, llevado de su mala voluntad, le ha dado a beber un jarabe que trajo mi abuelo consigo del país de Italia. Es dicho jarabe un bebedizo que produce un sueño profundo, mas pasado cierto tiempo este kásperle volverá a despertar. Trátase sin duda de un bebedizo fabricado por el demonio, y nadie conoce ya el secreto de su composición. El kásperle lleva hasta hoy cuatro semanas durmiendo, y por haberse propagado en el país la noticia de que en esta mi casa hay un poder mágico, resuelvo como mejor medida encerrar al kásperle en un armario. Esto declaro y pongo por escrito yo maese Efraín pensando que el hombre no es dueño de su vida ni conocedor del fin de ella. Y que el kásperle bien pudiera ir a parar a manos extrañas. El villano de mi aprendiz ha cobrado su parte, a saber, más azotes de los que él deseara, y que le servirán a lo largo de su vida de arrepentimiento y recuerdo. Dispongo que mi hijo entre en conocimiento de este secreto y lo transmita a su hijo y éste al suyo, hasta el despertar del kásperle. Asimismo dispongo que traten todos con bondad al kásperle, sin hacerle daño alguno. Debo también advertir que se proceda con gran cuidado, por entrarle al kásperle en algunas ocasiones y principalmente en el tiempo de primavera unos afanes desmedidos de libertad, que le llevan a escapar de sus cuidadores, y pudiera ocurrirle algún daño en el ancho mundo. Si bien habiendo pasado dichos afanes le vuelve la querencia a esta casa del bosque».
—Esto lo escribió el bisabuelo Efraín —dijo maese Fridolín al terminar el papel—. Y ahora ya comprendo por qué tenía el señor Bombacho ese empeño en llevarse el armario. Sabía lo que había dentro. ¡Vaya, vaya! ¡Nada menos que el verdadero kásperle! ¡Y ha estado durmiendo más de noventa años!
—¡Un prodigio, un verdadero prodigio! —dijo la señora Anita un poco asustada, porque toda aquella historia le parecía cosa de brujas, y miró al kásperle con desconfianza.
El kásperle seguía allí quieto, pensativo y algo triste, y Amada sintió de pronto una gran compasión por el pequeño. Se acercó a él, le acarició la cabeza y dijo cariñosamente:
—Habrá que hacerle un traje nuevo, mirad qué estropeado tiene el que lleva.
Kásperle miró a aquella niña tan bonita y tan amable, y empezó a quererla desde aquel momento. Se acurrucó junto a ella y dijo:
—Anda, hazme un traje nuevo. Yo te obedeceré siempre.
Amada recordó el escrito de maese Efraín y preguntó a Kásperle:
—¿Me obedecerás siempre y no te escaparás?
—No, no me escaparé —prometió Kásperle.
—¿Me das tu palabra de honor, pequeño Kásperle? —Amada le cogió la mano, y Kásperle volvió a prometer:
—No me escaparé, pero no quiero que me metan otra vez en el armario.
—Yo te prometo que no te meteremos en el armario nunca más —dijo maese Fridolín.
Éste había encontrado ya otra navaja, y empezó a tallar un muñeco copiando la cara de Kásperle. ¡Qué bien le salía! Nunca le había parecido tan fácil tallar la madera. Y maese Fridolín pensó:
«¡Ahora sí que van a gustar en las ferias mis muñecos de guiñol!».
Mientras tanto, Kásperle se frotaba los ojos y terminaba de espabilarse, y cuanto más miraba la casita, más le gustaba estar allí otra vez. De repente le entró mucha alegría y ¡úpala!, dio una voltereta y saltó por encima de la señora Anita. Y antes de que ésta pudiera volver de su asombro, ya estaba Kásperle en el estante jugando con los platos.
—¡Eh! ¡Quieto, locuelo! —gritó la señora Anita, y luego suspirando—: Ahora sí que tenemos un buen duende en casa.
Kásperle no era precisamente un duende, sino un verdadero diablillo. En la casa del bosque se dieron cuenta de ello desde el primer día. Todas las habitaciones andaban revueltas, todos los muebles patas arriba, y tan pronto estaba Kásperle en lo alto de un armario como enredando en la cocina: se metía por todos los rincones y en cuanto descubría alguna cosa de las que él conocía antes, se ponía a dar gritos y a brincar. No sabía contar bien lo que le había pasado en aquellos tiempos antiguos, porque se le había olvidado de tanto dormir, pero recordaba los muebles y las cosas y también se acordaba de los nombres de las personas.
A la señora Anita la llamaba siempre madame Terremoto, aunque a ella no le gustaba nada que la llamara así. La verdad era que la señora Anita encontró que Kásperle era demasiado travieso, y aquella primera noche, cuando ya fue hora de irse a dormir, suspiró y dijo:
—¡A la cama! ¡Ala cama! ¡A las diez en la cama estés, y si puede ser antes, mejor que después!
Entonces Kásperle empezó a alborotar:
—¡No quiero irme a la cama! ¡No quiero irme a la cama! ¡Ya he dormido más de noventa años y no tengo sueño!
—Caramba, caramba, eso sí que es verdad —afirmó maese Fridolín—, se dice pronto, dormir más de noventa años… Kásperle puede quedarse levantado.
—¿Y se va a quedar solo? ¡Ay, Dios mío, pues buena la va a armar! No, no, imposible —dijo la señora Anita.
—Yo me quedaré con él, quiero terminar su trajecito —dijo Amada, que estaba cosiendo para Kásperle.
La señora Anita no estaba muy convencida. No le gustaba que nadie se quedara levantado hasta tan tarde. Pero maese Fridolín dijo que no importaba y que a Kásperle le hacía mucha falta un traje nuevo.
Así que Amada se pudo quedar levantada y sus padres adoptivos se fueron a dormir. Y el inquieto Kásperle prometió que sería muy bueno y que no tiraría las sillas ni las mesas. Se sentó en una esquina del sofá muy quietecito, mirando cómo cosía Amada.
—Hazme un traje como los que llevan los hijos de las personas.
—¿Por qué? —dijo Amada sorprendida. Y Kásperle bajó los ojos y dijo suspirando:
—No hace falta que todos vean que soy un kásperle.
—¡Ay, Kásperle! —dijo Amada—. ¡Me parece que estás pensando en escaparte! No, no puede ser. Te haré un traje de kásperle, muy bonito y de muchos colores. Mira, voy a ponerle esta tela verde, y este trozo colorado y este azul.
Kásperle refunfuñó un poco, pero se conformó cuando Amada le dijo:
—Acuérdate de la promesa.
Y como Kásperle parecía triste, Amada le quiso hacer hablar para distraerle:
—Anda, Kásperle, cuéntame algo.
—Cuéntame tú algo, Amada —dijo Kásperle—. Anda, por favor, que me gustan mucho las historias.
—Bueno, pues escucha. —Y Amada empezó a contarle cosas muy bonitas del bosque, de las flores, de los árboles y de los duendecillos del bosque, y también cosas graciosas y divertidas de los niños. Contaba y contaba y, si se paraba un poco, Kásperle decía:
—¡Sigue, sigue!
Pero de pronto Amada se dio cuenta de que Kásperle estaba muy callado. Bajó la labor, miró a Kásperle y vio que estaba dormido. Amada sonrió y se dijo:
—¡Muy perezoso debe de ser este Kásperle si todavía tiene sueño después de haber estado noventa años durmiendo!
Y siguió cosiendo sin darse cuenta de que fuera en el bosque ya amanecía, y en el momento en que daba la última puntada, se abrió la puerta y entró la señora Anita diciendo:
—¡Pero criatura! ¡Si ya es de día!
—Kásperle se ha quedado dormido —dijo Amada levantando el trajecillo de colores—. ¡Y yo ya he terminado!
—¡Gracias a Dios que ese diablillo es capaz de dormir todavía! —dijo la señora Anita riendo—. Tenía miedo de que ahora quisiera estarse noventa años sin dormir. Habríamos tenido que encerrarle otra vez en el armario.
—¡No quiero que me encierren en el armario! —gritó Kásperle entonces.
Había oído lo que decía la señora Anita y se había asustado. Y del susto se puso a dar volteretas, saltó a la mesa, y fue a chocar contra la barriga de maese Fridolín, que llegaba de su cuarto. El buen hombre dijo, resoplando:
—¡Uf! ¡Cómo se nota que hay un kásperle en casa!