EN CASA DE MAESE FRIDOLÍN

HACE unos cien años, había en medio de un bosque una casa muy vieja. Nadie sabía bien cuántos años tenía la casa, los que vivían por allí decían que debía de tener más de dos siglos. En otros tiempos, el bosque había sido grandísimo, se podía uno perder en él muy fácilmente. Luego se habían ido acercando los pueblos, habían cortado muchos árboles de las orillas del bosque, y más tarde se hicieron tres caminos que salían desde la casa hacia la llanura.

Al final de cada camino había un pueblo: en el este, Bellatierra, en el sur, Aldea de Tilos, y por el oeste había un pueblo al que la gente llamaba Villapomposa. Vivían en él labradores muy ricos y vanidosos, que no se trataban con los vecinos de los otros pueblos, y los niños de Villapomposa tampoco jugaban por el bosque ni se acercaban a la casita.

En cambio, a los niños de Bellatierra y de Aldea de Tilos les gustaba mucho ir a la casita del bosque, porque en ella vivía un artesano que tallaba en madera cosas muy bonitas y graciosas. En la comarca le llamaban «el muñequera», porque se pasaba el día haciendo muñecos de guiñol, que allí se llaman kásperles, y su mujer, Anita, los vestía. Así que en la casita solían reunirse un montón de chiquillos, los niños de Bellatierra y de Aldea de Tilos, que llegaban corriendo por el bosque y se sentaban en un banco a mirar cómo trabajaba el muñequero.

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Los niños sabían cuándo había una serie de muñecos terminados en la casa a punto de ser enviados por el ancho mundo. El muñequero tenía una hija adoptiva que se llamaba Amada; cuando su padre había terminado una serie de muñecos, Amada corría al pueblo y se lo decía a los niños porque era muy buena amiga de todos ellos. Y algunas veces, Amada colgaba delante de una de las ventanitas de su casa una cortina colorada y les hacía guiñol a los niños con los kásperles; entonces la casita del bosque se llenaba de risas.

A los niños les daba siempre mucha pena que se llevaran los muñecos, pero había que repartirlos por el mundo. Los metían en una cesta grande, los enviaban lejos y ninguno de ellos volvía ya a la casa del bosque.

Los vecinos de Aldea de Tilos y de Bellatierra no sabían que el muñequera era en realidad un hombre célebre: su nombre era famoso en todas las ferias de Alemania y aún más lejos, y todos los dueños de teatros de guiñol se sentían muy orgullosos si tenían muñecos hechos por maese Fridolín. No había muñecos más graciosos y divertidos que aquéllos. ¡Y qué bien vestidos estaban! La señora Anita y Amada se las arreglaban para inventar siempre algo nuevo al hacer los gorritos y los trajecillos, y engalanaban a los muñecos que daba gloria verlos.

Los días iban pasando tranquilos y alegres en la casita del bosque. No había allí grandes lujos, pero tampoco se pasaban necesidades. Maese Fridolín era un hombre silencioso, que trabajaba en su taller de la mañana a la noche, pero le gustaba mucho oír a la señora Anita cuando reía y a Amada cuando cantaba. Fuera en el bosque sonaba el aire en las ramas de los árboles y se oían los cantos de los pájaros, y la señora Anita solía decir:

—No hay en todo el mundo un sitio tan hermoso como éste.

Nadie sabía de dónde había llegado Amada, la niña rubia. Un día de otoño, un caminante llevó a la casita del bosque un paquete y dijo:

—Mire, mujer, lo que he encontrado en el camino.

La señora Anita abrió el envoltorio y vio los ojitos azules y brillantes de una niña muy pequeña y exclamó:

—¡Ay, qué niña tan bonita! ¡Cómo me gustaría quedarme con ella!

Y se quedaron con ella. Nadie sabía quiénes eran sus padres, así que el párroco de Bellatierra la bautizó y le puso el nombre de Amada, y maese Fridolín y la señora Anita se convirtieron en sus padres.

Todo eso había pasado hacía muchos años, y desde entonces Amada se había vuelto una jovencita muy hermosa y era la alegría de sus padres adoptivos.

También Amada pensaba que la casita del bosque era el mejor sitio del mundo: jugaba mucho con los muñecos de guiñol y solía decir:

—¡Qué pena que no estén vivos!

Un día muy frío de invierno, mientras fuera en el bosque caían grandes copos de nieve y se oía silbar el viento alrededor de la casita, Amada volvió a decir:

—¡Qué pena que estos muñecos no estén vivos!

Y entonces el silencioso maese Fridolín habló y dijo:

—Mi bisabuelo tenía un kásperle vivo.

Amada se echó a reír, pero el muñequera añadió muy serio:

—No, hija, no te rías, te estoy contando algo que pasó de verdad. Ya sabes que mi bisabuelo fue artesano como yo, y vivía aquí en la casa del bosque. Claro que él no tallaba muñecos, sino imágenes de santos y cosas de mucha utilidad para las casas.

—Ese reloj lo hizo él, ¿no? —interrumpió Amada mirando el viejo reloj de pared, que tenía unas figuras muy bonitas talladas en la madera: flores, árboles y muchos animales del bosque.

Y maese Fridolín dijo:

—Sí, mi antepasado hizo ese reloj y un montón de cosas para iglesias y palacios. Era un hombre muy hábil y sus trabajos de talla tenían mucha fama. Algunas veces salía durante semanas enteras a trabajar por el país. Lo llamaban para tallar en casa de los nobles, y siempre decía que los palacios estaban muy bien, pero que él prefería vivir aquí en su casa del bosque. Y una vez, cuando ya volvía de uno de sus viajes, le entró una impaciencia muy grande por verse en su casa. En aquel tiempo, el bosque que la rodeaba era mucho más grande que ahora, por las noches resultaba poco tranquilizador, y casi nadie se atrevía a atravesarlo en la oscuridad. Pero mi antepasado pensó: «Bah, mi casa está en mitad del bosque, bien puedo llegar hasta allí». Era una noche muy clara. La luz de la luna caía como chorros de plata entre los árboles, y la hierba de las praderas relucía. Y en el silencio de aquella noche clara mi antepasado oyó un ruido extraño: sonaba como si alguien se estuviera riendo. Se quedó parado y miró a su alrededor, y de pronto vio algo como un chiquillo que daba volteretas en un prado. Mi antepasado se acercó con cuidado y agarró al enanito por el traje. Entonces vio que había atrapado al más extraño de los personajes: parecía un niño de unos siete años, pero tenía una narizota enorme y una boca grandísima. Llevaba un gorro de pico de cuatro colores con una borla en la punta y un traje de colorines tan estropeado y roto que parecía que lo había llevado puesto cincuenta años.

»—¿Quién eres tú? —le preguntó mi antepasado.

»El enanito hizo unos gestos muy raros y no parecía dispuesto a contestar. Pero como el artesano lo seguía agarrando con fuerza, se decidió por fin a hablar. Y dijo que era un kásperle de verdad, un kásperle vivo. Había estado en el norte, con un célebre mago que tenía allí una casa viejísima en una ciudad antigua. El mago le había tenido siempre bien encerrado, y se divertía con las payasadas del kásperle. Pero al kásperle le llegó a aburrir aquella vida solitaria en la casa vieja, y un buen día el mago se olvidó de cerrar bien y el kásperle se escapó. Llevaba ya muchos años yendo de un lado para otro, había estado de bufón bastante tiempo en el palacio de un príncipe y después había decidido vivir a su gusto por las ferias y los caminos. Mi antepasado pensó: “Esto de encontrar un kásperle de verdad es una suerte. Me lo voy a llevar a casa”.

»Y se llevó a su casa del bosque a aquel pequeñajo, que se fue con él muy contento. Aquí vivió el kásperle durante muchos años. Mi antepasado empezó a hacer muñecos de madera copiando la cara del kásperle vivo, y como el kásperle estaba siempre poniendo unas caras rarísimas y sorprendentes, los muñecos resultaban graciosísimos.

»La gente empezó en seguida a pedir muñecos de aquéllos, y cuando mi antepasado murió, su hijo ocupó su puesto y dejó de hacer otros trabajos en madera para dedicarse solamente a tallar muñecos. Y así hemos seguido los demás. Los hijos aprendían este arte de sus padres, y si yo tuviese un hijo, sería también muñequero.

Maese Fridolín terminó de hablar y Amada preguntó muy excitada:

—Pero ¿y el kásperle, padre? ¿Dónde se encuentra ahora?

Maese Fridolín se puso a tallar un muñeco y contestó muy pensativo:

—¡Ay, si lo supiera! Mi abuelo todavía lo sabía, pero murió de repente cuando mi padre era un niño aún muy pequeño, así que con mi padre se perdió el secreto. Parece que mi abuelo se lo había dicho a un amigo, pero nadie sabe quién era aquel amigo ni adonde se fue. Lo único que yo sé es que no he visto nunca al kásperle ni a mi padre, que en gloria esté.

—¡Qué pena! —dijo Amada—. ¡Sería tan divertido tener aquí un kásperle de verdad!

Maese Fridolín se puso a refunfuñar:

—Claro, claro, cabeza de chorlito. Eso te gustaría mucho a ti, estarte todo el día haciendo teatro por la casa.

Y en aquel momento se oyó a la señora Anita que decía:

—¡Ya está ése ahí otra vez! —Y se puso a mirar por la ventana con cara de malhumor, no debía de gustarle nada el hombre que llegaba por el camino. Era un hombre muy gordo, con un abrigo de piel, que se bajó del trineo delante de la puerta de la casa, se sacudió la nieve y entró. Abrió la puerta del cuarto de estar y dijo con voz muy fuerte y campechana:

—¡Buenos días, buenos días!

Le devolvieron fríamente el saludo, Amada se marchó corriendo y la señora Anita no dijo nada. Pero el señor Bombacho, que era comerciante y vendedor ambulante, no hizo ningún caso de aquel recibimiento. Se sentó en una silla y empezó a contar anécdotas con su voz fuerte y ruidosa, toda clase de cosas que había visto en sus viajes, asuntos de negocios, que si compraba y vendía esto y aquello, hasta que la señora Anita dijo de un modo muy enérgico:

—Es inútil, señor Bombacho, no le vamos a vender nuestros armarios viejos. En esta casa no se tocará nada ni se cambiará nada mientras vivamos mi marido y yo.

—¡Vaya, vaya, vaya! —gruñó el señor Bombacho, y puso cara de rabia.

—¿Verdad, Fridolín? —dijo la señora Anita—. ¿Verdad que no venderemos los armarios al señor Bombacho?

—Claro que no —dijo maese Fridolín meneando la cabeza—. Ya dije una vez que no, y es que no.

Entonces el señor Bombacho comprendió que había hecho otro viaje en balde, y al cabo de unos minutos se despidió y se marchó refunfuñando y malhumorado en su trineo.

En cuanto el señor Bombacho salió del cuarto, Amada asomó la cabeza por la puerta y preguntó:

—¿Se ha ido ya? ¿Venía otra vez a comprar los armarios?

La señora Anita dijo que sí, y los tres se pusieron a hablar del señor Bombacho y de lo raro que les parecía que tuviera tanto empeño en comprarles aquellos armarios tan viejos y tan apolillados. Ya el padre del señor Bombacho había andado siempre queriendo comprar los armarios, y también el padre de maese Fridolín le había dicho que no, y maese Fridolín seguía diciendo que no.

Aquellos armarios estaban en la buhardilla de la casita. Eran unos armarios viejísimos, con algunas figuras talladas en la madera, pero no tenían nada de particular. Habían estado siempre en el mismo sitio, y allí seguirían por más que el señor Bombacho acudiera a pedirlos.

—Bueno, ya se ha marchado —dijo Amada; acercó su sillita a la de maese Fridolín, cogió un vestidito amarillo, empezó a coser y dijo—: Padre Fridolín, cuéntame más cosas de tu antepasado, el que encontró el kásperle.

Y maese Fridolín siguió contando mientras tallaba la madera, y la señora Anita y Amada cosían, y los tres pensaban que no había en el mundo un sitio tan hermoso como su casita del bosque.

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