KÁSPERLE durmió muchas horas. Y ni vio el paisaje que atravesaban, ni oyó las canciones de Floricel, ni se enteró de los ronquidos de míster Stopps. Y cuando al fin se despertó, era por la mañana, y se encontró en una cama muy blanda. Floricel estaba a su lado, y Bob arreglaba la ropa de una maleta. Kásperle preguntó en seguida.
—¿Estamos ya en Lugano?
—Todavía no. Estamos en Amsteg y ahora iremos por la carretera de San Gotardo.
—¿Y luego?
—Luego pasaremos el puerto de San Gotardo.
—¿Y luego?
—Luego bajaremos al Tesino.
—¿Y luego?
—Llegaremos a Lugano.
—¿Y luego?
—Luego te caerás al lago, preguntón. Y ahora levántate, que vamos a seguir el viaje.
Pero Kásperle no se levantó, sino que empezó a gritar:
—¡El desayuno, el desayuno! —Y en cuanto se desayunó, gritó otra vez—: ¡Ahora quiero pedir lo que tenía que pedir ayer!
—¡No pidas nada todavía, espera! —le dijo Bob.
En aquel momento entró míster Stopps en el cuarto, de muy buen humor, y preguntó a Kásperle:
¿Quieres pedir alguna cosa? ¿Tú no deseas nada?
—No… —dijo Kásperle—. Quería un caramelo grande, pero eso es poco pedir; dime, míster Stopps, ¿podré pedirte algo cuando se me ocurra?
Míster Stopps dijo que sí, que le había prometido darle lo que pidiera, y que desde luego un caramelo, por muy grande que fuera, no era un verdadero regalo. El caramelo se lo daría de todas formas.
Qué inocente era el pobre míster Stopps. Kásperle se pasó el día diciendo que todavía no se le había ocurrido qué regalo quería, pero que le diera un caramelo mientras tanto. Hasta que míster Stopps se cansó y le dijo que si volvía a pedir un caramelo, ya no le daría otro regalo.
Kásperle suspiró y se empezó a quejar y dijo que se encontraba mal.
Míster Stopps buscó varios purgantes, pero Kásperle no los quería tomar y no dejó de quejarse hasta que míster Stopps le dio una chocolatina, y entonces el pillo de Kásperle dijo que ya estaba bueno.
El viaje siguió sin más tropiezos; Kásperle le tiró una noche la taza de café a míster Stopps encima de la cama, y otra tarde se sentó encima de una tarta que habían comprado para el camino, y otra vez se cayó por la ventanilla del coche; pero eran cosas sin importancia para un kásperle, y nadie hizo mucho caso.
Habían llegado ya al paso de San Gotardo, y las montañas eran altísimas. Hacía mucho frío, y Kásperle no se atrevía ni a sacar la nariz por la ventanilla. Luego el camino empezó a bajar, el cielo se fue poniendo más azul, el sol calentó más y ya se veían flores en los prados. Primero eran florecillas de primavera, pero luego ya eran flores de verano; y una tarde llegaron a una ciudad pequeña que tenía todas las calles en cuesta.
El coche fue dando tumbos por una de aquellas callecitas, y Kásperle gritó de pronto:
—¡Huy! ¡Ahí abajo hay una tela de seda! ¡No, que es el cielo, que se ha caído!
Pero no era ni una tela ni el cielo, sino el hermoso lago azul de Lugano. Pasaron con el coche a lo largo de la orilla, y Kásperle no se cansaba de mirar, muy asomado a la ventanilla.
—Que te vas a caer, bobo —le advirtió Floricel, que iba en lo alto del coche. Pero Kásperle se asomó más todavía, y, claro, se cayó al agua. Míster Stopps gritó:
—¡Oh, que se ahoga, que mi Kásperle se ahoga ahora!
Pero el lago no era como aquel torrente que caía dando saltos por la montaña; era un lago de agua muy tranquila, que llegaba en olitas hasta la orilla. Kásperle asomó la cabeza por encima del agua, que estaba calentita, y dijo:
—¡Se está bien aquí, yo me quedo aquí!
Pero Bob se bajó del coche, sacó a Kásperle chorreando y le metió en el coche a la fuerza. Siguieron por una bocacalle, y vieron en lo alto una casa muy bonita, con columnas blancas que estaban rodeadas de rosales llenos de rosas.
—¡Huy, qué bonito! —exclamó Kásperle—. ¿Viviremos ahí?
—¡Sí, esa es mi casa! —dijo míster Stopps—. Y ahí está Ángela.
—¡Pero si Ángela está aquí en el coche! —dijo Kásperle.
—¡Oh, no, Ángela está aquí en la casa, ahí!
—¡Qué tontería! ¡Si ahí está sólo una mujer muy fea!
—No seas bobo, Kásperle —dijo Floricel—. Es que hay dos Ángelas.
—¿Puede haber entonces dos Marilenas? —preguntó Kásperle, pensativo.
—Claro.
—¡Pues no! ¡Sólo hay una Marilena!
Kásperle se había enfadado, y entró en la casa con una cara tan rara que la vieja Ángela se asustó y preguntó:
—¿Por qué trae el señor ese diablo a casa?
Kásperle miró a la vieja y vio la cara tan buena y simpática que tenía aunque era tan fea. Le recordaba a la señora Anita y a la vendedora de caramelos de Torburgo, y le preguntó:
—¿Te llamas Ángela de verdad?
—Claro, claro —dijo la mujer, mirando ya con menos miedo a Kásperle—. Pero me puedes llamar también Nona.
—¿Qué quiere decir eso?
—Abuelita.
—Entonces, te llamaré abuelita —dijo Kásperle, y desde aquel momento se hicieron buenos amigos la vieja Ángela y él.
La casa de míster Stopps era tan bonita, que desde el primer día Kásperle dijo que se quería quedar allí para siempre.
—¿Es eso lo que deseas? —preguntó míster Stopps.
—No, mi deseo no te lo he dicho todavía; pero mañana te lo diré, y me lo tendrás que conceder.
—Concedido —dijo míster Stopps—. Yo estoy curioso de saber qué es.
Durmieron todos muy bien en aquella casa tan bonita, y en cuanto se hizo de día, Floricel empezó a cantar canciones de la tierra de Italia que tenían tan cerca. Bob se fue al jardín con Kásperle y le explicó una cosa. Y luego le preguntó muchas veces:
—¿Te has enterado bien, Kásperle?
—No, me lo tienes que decir otra vez… —Y Bob le repitió a Kásperle el deseo que tenía que concederle míster Stopps. Entonces Kásperle se metió en la casa corriendo y gritando:
—¡Se lo digo ahora mismo!
Más vale así, pensó Bob; porque si no, lo dirá todo al revés. Kásperle buscó a míster Stopps por toda la casa, y no lo encontró. Las dos Ángelas, la vieja y la joven, estaban en la cocina y le dijeron que míster Stopps se había ido a la orilla del lago; Kásperle le encontró al borde del agua, pescando con una caña.
—¿Qué quieres tú, Kásperle? —preguntó el inglés.
—¡Tengo un deseo! ¡Ya lo tengo, míster Stopps!
—¿Qué deseas?
—¡Dinero!
—¡Oooh! ¿Dinero…? —preguntó míster Stopps muy sorprendido. Y como tenía su cartera a mano, y creía que el goloso de Kásperle quería comprarse caramelos, le dio la cartera y le dijo:
—Toma, saca lo que necesites; lo prometido es deuda.
Kásperle cogió una monedita y salió corriendo a buscar a Bob.
—¡Toma! —le dijo—. ¡Ya se lo he dicho y he cogido dinero y ahora pueden irse Floricel y Ángela a Roma, a buscar a la abuela!
—¡Pero, qué tonto eres, Kásperle! ¡Cuidado que eres tonto! —dijo Bob, perdiendo la paciencia—. ¡Si eso es poquísimo dinero! ¡Para ir a Roma necesitan muchísimo más!
Kásperle echó a correr otra vez, se acercó a míster Stopps y dijo:
—¡Oye, que yo te he pedido dinero, pero que eso es poquísimo!
Míster Stopps, que estaba en aquel momento sacando un pez muy gordo del lago, no le hizo mucho caso y le dijo distraído:
—Coge más, anda, y no me estorbes ahora.
Entonces Kásperle vació la cartera de míster Stopps y se llenó su bolsillo de dinero, y corrió hacia Bob gritando:
—¡Aquí hay más! —y le dio todo el dinero de míster Stopps.
Qué difícil es dar gusto a la gente. Esta vez, Bob se enfadó también y dijo a Kásperle:
—¡Pero Kásperle! ¿Qué has hecho? ¡Esto es demasiado dinero!
Entonces separó una cantidad de aquel dinero, dio el resto a Kásperle y le dijo:
—Devuelve esto a míster Stopps, y dile que muchas gracias.
Kásperle echó a correr otra vez como un loco, y cuando iba a dar el dinero a míster Stopps, se tropezó y todo el dinero que llevaba se cayó al agua. Y el pez que estaba sacando míster Stopps se escapó, el anzuelo se rompió y míster Stopps gritó enfadadísimo:
—¡Oh, Kásperle, tú insoportable, tú imposible!
—¡No, míster Stopps, que te quiero mucho y que muchas gracias! —Y Kásperle se abrazó al cuello de míster Stopps, y el inglés se cayó de espaldas; y pasó mucho tiempo antes de que Kásperle le pudiera explicar para qué había pedido el dinero. Y era porque Floricel no tenía ni un céntimo, y Ángela tampoco; y querían ir a Roma, a casa de la abuela de Ángela, para casarse.
—¡Oh! ¿Floricel quiere casarse con la abuela de Ángela? ¡Oh, qué cosa!
—¡¡No!! ¡Quiere casarse con Ángela!
Kásperle se revolcó en el suelo de la risa que le dio la pregunta de míster Stopps. Y se reía con unas carcajadas tan tremendas, que el inglés acabó riéndose también muchísimo, y dijo que le parecía muy bien que Floricel y Ángela fueran a Roma a casarse, y que estaba muy bien ir a pedir permiso a la abuela, y que Floricel podría ir a verle cuando quisiera. Y era una suerte que Ángela no tuviera que casarse con el feo señor Diente de León.
Al día siguiente se pusieron en camino Floricel y Ángela; Kásperle siguió un rato dando volteretas, al coche donde iban los dos; volvió luego a la casa y se puso a hacer tantas payasadas, que la vieja Ángela tuvo que confesar que nunca se había reído tanto como entonces.
Pasaron dos días, y al tercero llegó un coche por la calle y se paró ante la casa. Kásperle estaba tomando el sol en el jardín, y oyó que le llamaban; miró, y se quedó asustadísimo al ver al señor Diente de León.
—¡Kásperle! ¡Por fin he dado con vosotros! ¿Está aquí Ángela? ¡Di! ¿Está Ángela en la casa?
—No está en la casa, está en la huerta —dijo Kásperle, medio atontado del sol y de ver a aquel señor otra vez.
—¡Llámala ahora mismo! —le ordenó el señor Diente de León.
—¿Por qué quieres que la llame? —preguntó Kásperle.
—¡No me hables de tú! ¡A mí hay que llamarme excelentísimo señor!
—Bueno, excelentísimo señor, ¿por qué quieres que venga Ángela?
—¡Porque voy a casarme con ella! ¡Búscala en seguida!
Kásperle echó a correr y volvió de la mano de la vieja Ángela, que se tapaba la cara con el delantal, porque le daba mucha vergüenza que un señor tan distinguido se quisiera casar con ella.
—¡Aquí está Ángela! —gritó Kásperle, y la vieja criada se quitó el delantal de la cara, y el señor Diente de León chilló:
—¡Pero qué va a ser Ángela!
—¡Claro que soy Ángela! —dijo la vieja.
—¡Mentira!
Y la vieja, que tenía un genio muy vivo, le dio un manotazo y le metió el sombrero hasta los ojos, por llamarla mentirosa.
—¡Yo no miento nunca, y usted haga el favor de decir de una vez qué quiere! ¿Por qué me ha llamado?
—¡Porque quiere casarse contigo! ¡Te lo he dicho, que quiere casarse contigo ahora mismo! —chilló Kásperle.
—¡Que no! ¡Que no quiero casarme con esta vieja, sino con la joven señorita Ángela!
En aquel momento llegó Bob, oyó lo que decían y contó con mucha alegría al señor Diente de León que la joven Ángela se había marchado.
—Sí, señor; se ha marchado a casa de su abuela, y se va a casar con el músico Floricel, ¡y si se da usted prisa, a lo mejor llega a tiempo a la boda!
Pero no llegó a tiempo, el señor Diente de León, que no quería que Ángela se casase con Floricel; ni el viejo tutor, que tampoco quería; ni la tía vieja, que sólo quería fastidiar. Por más que le dijeron al cochero que corriese por el camino de Roma, no llegaron a tiempo. Y Ángela se casó con el músico Floricel.
Kásperle se alegró de la boda, y luego se puso triste pensando que no vería más a Floricel. Pero Bob le consoló diciendo que Ángela y Floricel volverían pronto a casa de míster Stopps, porque el inglés les había invitado.
—Este míster Stopps es muy bueno… —dijo Kásperle.
—Sí, es muy bueno —dijo Bob, aunque pensaba que su señor era también un poquito raro. Pero eso no lo dijo.
Y Kásperle fue a buscar a míster Stopps y le encontró en su cuarto y le dijo, echándole los brazos al cuello:
—¡Tú eres buenísimo, míster Stopps!
Cuando Kásperle se colgaba de alguien así de repente, había que estar bien firmes para no caerse; míster Stopps no estaba firme en aquel momento, y se cayó sentado en una bañera llena de agua.
—¡Oh, ooh, Kásperle! ¡Yo estoy sentado en el agua!
—Bueno, no te va a pasar nada; yo me senté una vez en una ensalada de arenques, y otra vez en una marmita de leche caliente, y otra vez en una tarta…
—¡Ya sé, ya sé! Pero tú eres un Kásperle —dijo míster Stopps, levantándose. Y pensó que a veces era una lata vivir con un Kásperle, pero cuando vio con cuanto cariño le miraba el pequeño, se emocionó mucho y le dijo—: ¡Oh, yo te quiero mucho, mi pequeño Kásperle!
—¡Yo también te quiero mucho, míster Stopps! ¿Cuándo me darás vacaciones?
—Primero nosotros nos iremos a Italia.
—¡Viva! ¡Estupendo, nos vamos a Italia! ¡Allí están Ángela y Floricel, y también Miquele y Rosamaría! ¡Viva! ¡Vivaaa!