AQUEL día habían llegado a aquel valle unos forasteros; esto no solía ocurrir a menudo. Los forasteros dijeron al llegar:
—Andamos buscando a alguien, y es posible que haya venido a esconderse en un valle tan solitario como éste.
Por la tarde, los forasteros salieron de paseo; si Ángela los hubiera visto, se habría asustado, porque eran su viejo tutor, la tía y el señor Diente de León.
—¡Qué bonita cascada cae desde el monte! —dijo la tía mirando el torrente que se despeñaba por el monte abajo—. ¡Ay, las cascadas me encantan!
Los tres se acercaron a la cascada; parecía una nube blanca con toda aquella espuma.
Y de pronto vieron entre la espuma blanca una cosa oscura que caía por el agua dando saltos. La tía gritó:
—¡Si es un niño! ¡Qué horror, es un niño y debe estar muerto!
El agua llevó al niño hasta la orilla, y lo dejó allí tirado y quieto. Se acercaron a él, y el señor Diente de León gritó de repente:
—¡No es un niño! ¡Es Kásperle!
Aquel grito del señor fue lo primero que oyó Kásperle después de todo el ruido de la cascada; reconoció la voz antipática y se quedó con los ojos cerrados.
—¡Es el Kásperle de míster Stopps! —seguía gritando el señor Diente de León—. ¡Le conozco muy bien a este pícaro! ¡Y si él está aquí, no pueden andar muy lejos Floricel y Ángela! Cuando vuelva en sí…
—¿Cómo va a volver en sí, si está muerto? —dijo la tía; y es que aquella vieja no sabía lo resistentes que son los kásperles. Claro que Kásperle no se encontraba muy bien después de la caída y el remojón y los golpes contra las peñas; pero ahora sólo pensaba:
—Que se vayan, que se vayan éstos de una vez, o me pondré malísimo.
—Voy a buscar a alguien para que lleve a este chico al pueblo —dijo el señor Diente de León.
—Yo voy con usted —dijo la tía, que les tenía mucho miedo a los muertos, y Kásperle era el muerto más feo que había visto.
—¡Muy bien! ¿Y a mí me dejan ustedes al lado de esta aparición? —gruñó el viejo tutor.
—¡Alguien tiene que vigilarle para que no se escape!
—¡Pero si está muerto!
—¡Quién sabe, quién sabe…! Que venga el viejo Martín a vigilar.
Llamaron al viejo criado, que había hecho todo el viaje con ellos. Cuando el criado vio a Kásperle en el suelo, mojado y quieto, se llevó un susto; pero no dijo nada, aunque no pudo remediar dar un suspiro. La tía le dijo muy enfadada:
—¡No te vas a asustar de un muerto ahora!
—Bueno, me asusta un poco, pero no importa; me quedaré vigilando.
—Es lo menos que puedes hacer; no sé por qué has venido con nosotros.
Y cuando se marcharon los tres señores, Kásperle abrió los ojillos y se puso a lloriquear:
—¡Que no me cojan esos, que no me cojan o me pondré malísimo!
—¡Jesús, Jesús! ¡Si no estás muerto!
—¡No! —chilló Kásperle—. ¡No estoy muerto, pero me he roto seis piernas y cien costillas y no sé cuántas cosas más, y cuando venga míster Stopps y… y…!
—¿Está con vosotros la señorita Ángela, ese ángel del cielo? —preguntó el viejo criado, que la quería mucho.
—¡No lo digas tan alto, hombre! Y ya no hay Ángela, ya sólo está Tom, y es moreno, pero han sido las hojas de nogal…
—¡Ya entiendo, ya entiendo! —dijo el viejo sonriendo—. Se ha teñido el pelo… Mira, Kásperle; súbete a mis hombros y vamos a buscar a míster Stopps y a ese Tom del pelo moreno.
—Y a Floricel y a Bob… ¡Pero tendremos que subir por ese torrente tan espantoso, porque están arriba!
—Hombre, Kásperle, si te han visto caer no se habrán quedado allí quietos. ¿Tienen un coche?
—¡Claro!
—Pues vendrán por la carretera que baja al valle. Lo malo es que yo tendré que volver después.
—¡No vuelvas! ¡Tú te quedas con míster Stopps!
—No querrá llevarme… —dijo el viejo Martín.
—Sí querrá, ya verás —contestó Kásperle—. Ha querido que viniera Floricel y también ha invitado a Ángela. Le encanta llevar gente con él.
Y entonces el viejo criado pensó que si míster Stopps quería llevarle él se iría con gusto con todos ellos; empezó a subir la cuesta con Kásperle sobre los hombros, aunque le pesaba bastante. Y Kásperle iba pensando que míster Stopps se alegraría mucho de verle a él, pero que a lo mejor no se alegraba tanto de ver al viejo Martín.
El viejo iba ya muy cansado; la cuesta era muy empinada, y abajo en el valle se oían gritos y llamadas. Pero en aquel momento, un coche llegó cuesta abajo y Kásperle gritó:
—¡Míster Stopps!
Era el inglés y todos los amigos; míster Stopps se puso contentísimo de ver a Kásperle, y con la alegría no vio que Floricel, Bob y Ángela cuchicheaban con el viejo Martín. Abajo en el valle se seguían oyendo las voces y las llamadas, y Martín se asustó mucho cuando el eco de los montes le hizo oír su nombre, que gritaban los de abajo.
—¡Jesús, que vienen! —exclamó el buen viejo—. ¡Que vienen a buscarnos! ¡Señorita Ángela, escóndase!
Floricel ayudó a Ángela a esconderse, y Bob dijo:
—Es mejor que nosotros esperemos aquí, y que Martín explique al señor Diente de León que ha venido a devolvemos a Kásperle y que sólo nos ha encontrado a míster Stopps y a mí.
—Pero… —dijo el viejo Martín, porque no le gustaban las mentiras.
—Anda, compañero —le dijo el cochero de míster Stopps—. Yo les diré que no he traído más que a estos tres.
Entonces Martin salió al encuentro del viejo tutor, de la tía y el señor Diente de León, y quiso contarles las cosas como le habían mandado, pero se armó un lío y todo lo confundió. La tía dijo entonces:
—¡Seguro que están allí Ángela y ese horrible Floricel!
—No, en el coche no están, de verdad —dijo Martín.
Claro que no estaban. Míster Stopps tampoco sabía dónde se habían metido Floricel y Tom, y Kásperle pensó que se habrían caído al arroyo como él. Se lo dijo a los que venían, y el señor Diente de León se acercó al coche corriendo y gritando:
—¡Ángela, Ángela!
—¡Oh, oh! ¿Usted qué querer? —preguntó míster Stopps.
—¡Yo quiero encontrar a Ángela y dar una paliza a ese fresco de Floricel!
—¡Oh, usted poco correcto, poquísimo! Pero Floricel ahora se ha caído en arroyo con Bob.
—¿En el arroyo?
—¡Oh, sí, igual como Kásperle! —dijo el bueno de míster Stopps, como si caerse al arroyo hubiera sido una hazaña de su querido Kásperle. Pero el señor Diente de León no le creía y preguntó al viejo Martín:
—¿Tú no has visto a Floricel y a Ángela?
—¡Yo qué voy a ver, yo qué voy a ver…! —gruñó Martín. Y no quiso seguir al señor Diente de León cuando éste se fue hacia el arroyo. Kásperle se puso entonces a suplicar a míster Stopps:
—¡Llévale con nosotros! ¿Verdad que sí, que le llevarás con nosotros?
—¿A quién llevo yo también con nosotros?
—¡A Martín!
—¿Dónde está Martín?
—¡En el pescante del coche, porque es un criado!
Míster Stopps se quedó pensando, y de repente dijo:
—¡Oh, pero si ellos se han caído al arroyo, estarán muertos!
—¡Qué va! —dijo Kásperle—. Yo también me he caído y no estoy muerto. Y además no se han caído al arroyo.
—¡Oh, Kásperle, tú has mentido todavía otra vez!
—Qué va, míster Stopps. No he mentido, he pensado.
—Tú has pensado lo contrario de la verdad.
Kásperle se puso muy hueco, como si eso fuera otro mérito suyo. Y dijo:
—¿A que no adivinas dónde están Floricel y Ángela?
—¡Oh, yo adivino, ellos se han escapado!
—¡No!
—¡Oh, Kásperle, tú no tienes que mentir siempre!
—¡No miento! Escucha y verás.
Míster Stopps se puso a escuchar, y oyó la voz de Floricel que cantaba:
«No estamos en el torrente
aunque lo crea la gente,
tralalá.
¿Dónde canto, dónde estoy?
Al listo que lo adivine
un buen premio yo le doy».
—¡Oh, qué cosa más rara! —dijo míster Stopps; y se fue al coche, y se puso a mirar dentro, y en el techo, y entre las ruedas, pero no veía a nadie, y gruñó—: ¡Si yo les oigo a ellos reír! ¡Qué cosa más rara!
Y entonces se levantaron Floricel y Ángela del techo del coche, porque estaban escondidos entre los baúles, y Kásperle gritó:
—¡Míralos, ahí están! —Y con aquellos gritos, todo el mundo se podía enterar muy bien de dónde estaban. Míster Stopps se quedó preocupado, y luego dijo que habría que contar al señor Diente de León, al tutor y a la tía, que Ángela no se había caído al torrente. Pero Kásperle dijo que no.
—¿Cómo vamos a decirles eso? Matarán a Floricel por haberse burlado de ellos.
Floricel se estaba divirtiendo mucho por la broma que le había gastado al bobo señor Diente de León, pero míster Stopps seguía preocupado, y se metió en el coche y dijo:
—¡Vámonos, vámonos, de prisa! ¡Nosotros nos marchamos de aquí!
Pero un coche tan cargado no podía subir la montaña de prisa. Los caballos tiraban del coche despacio, el coche crujía y se tambaleaba por el camino, y Ángela, Floricel, Bob y Martín tenían que ir a pie para que los caballos no tuvieran tanto peso. El cochero le dijo a Kásperle:
—También tú puedes ir a pie, así irá el coche más ligero.
—¡Muy bien! ¡Iré dando volteretas!
Míster Stopps no quería que Kásperle subiera el monte dando volteretas, pero el pequeño ya estaba rodando cuesta arriba como si fuera cosa fácil.
—¡Kásperle, oh, Kásperle! —le gritó míster Stopps pensando que le iba a pasar algo; pero Bob y Floricel le tranquilizaron, y subieron detrás de Kásperle, que les adelantó a todos, y se perdió de vista. Llegaron a un alto donde había una cabaña de pastores rodeada de vacas; era un sitio muy tranquilo, pero a Kásperle no se le veía por ningún lado. ¿Dónde se habría metido? Miraron alrededor de la cabaña, y no estaba; quisieron entrar, y la puerta estaba cerrada. En esto llegó al alto míster Stopps con Ángela y Martín; y al mismo tiempo, la puerta de la cabaña se abrió y vieron que salía una pastora, llorando y gritando:
—¡Es el diablo! ¡El mismísimo demonio, ahí, dentro de la marmita!
—¿Por dónde ha entrado el demonio, buena mujer?
—¡Por la chimenea! ¡Ay, Dios santo, por la chimenea me ha entrado el diablo! ¡Me moriré del susto!
—No puede ser más que Kásperle —dijeron todos, y entraron en la cabaña. Claro que era Kásperle. Estaba dentro de una gran marmita llena de leche, que la pastora acababa de poner al fuego. Y es que, en una de sus volteretas, Kásperle había caído por la chimenea de la casita, y ahora no podía salir de la gran marmita de leche. Y el muy malo no hacía más que berrear y patalear; la pastora, que se atrevió a entrar en la casa con los demás, dijo al verle hacer aquellos gestos tan horribles:
—¡Es el diablo, no puede ser más que el diablo miren qué cara tiene!
—No es el diablo, buena mujer; es un kásperle.
La pastora no había oído hablar nunca de kásperles, y Floricel y Bob le tuvieron que contar qué era eso, mientras sacaban a Kásperle de la marmita. Pero Kásperle no parecía precisamente un monigote divertido, como decían ellos; aquel día había hecho ya demasiados disparates: caerse en un torrente, y luego por una chimenea en una gran olla llena de leche. Sí, era demasiado hasta para un kásperle, y el pequeño estaba cansado y no dejaba de llorar. Bob le cogió en brazos, le lavó y le puso un traje limpio, pero Kásperle no se ponía de buen humor. Lloraba y decía que quería dormir, y míster Stopps dijo asustado:
—¡Oh, Kásperle va a morirse, seguro, morirá ahora!
—¡No, no me moriré ahora, pero ya no quiero ir más de viaje!
—Yo también estoy cansado de ir de viaje —dijo míster Stopps—. Vamos a mi casa.
—¿A Inglaterra?
—¡Oh, no! ¡A Lugano!
—¿Dónde está Lugano? —preguntó Kásperle, animándose.
—Aquí en Suiza, al lado de un lago.
—¿Se cae uno al lago?
—Sí, uno se cae al lago si uno es tonto como tú —dijo Floricel.
—¡Pues no me caeré, porque yo soy un listo! —dijo Kásperle, poniendo una cara que quería ser de listo, pero era una cara de tonto terrible.
Al verle, la pastora, que estaba muy calladita en un rincón, se echó a reír con toda su alma; y cuanto más reía, más cara de bobo ponía Kásperle. Y Margarita, la pastora, comprendió entonces lo divertido que puede resultar un kásperle, y le pasó lo que a todo el mundo, que quiso quedarse con él. Pero Bob llevó a Kásperle al coche, le colocó muy cómodo en el asiento de dentro, y el pícaro se durmió en seguida. Ni siquiera había pedido la comida, tan cansado estaba. Míster Stopps, Ángela, Floricel y Bob se sentaron en una pradera a merendar, y Martín y el cochero se quedaron en el pescante, y empezaron a contarse los viajes que habían hecho por el mundo.
Y estaban contándose sus cosas tan distraídos, que no notaron que alguien abría despacito la puerta del coche y sacaba a Kásperle. Era Margarita, la pastora, que se llevó a Kásperle dormido y lo escondió en su gallinero; y luego hizo un bulto con paja y lo metió en el coche, tapó el bulto con la manta, y nadie podía notar que no era Kásperle el que había allí en el asiento. Míster Stopps terminó de merendar y subió al coche; Bob, Floricel y Ángela se sentaron en el asiento de detrás. Iban apretados como sardinas, pero a Floricel no le importaba, y en cuanto el coche empezó a andar, se puso a cantar:
«A coger el trébole, el trébole, el trébole,
a coger el trébole la noche de San Juan…»
Y en aquel momento, en el gallinero de Margarita la pastora, se oyó un jaleo terrible. ¡Kikirikí, cacaracá, kíkíkí! ¡Qué ruido! Margarita la pastora no sabía el jaleo que era capaz de armar un kásperle, y el miedo que metía a los animales. El gallo se estaba quedando ronco de chillar, y las gallinas cacareaban como si acabaran de poner diez huevos cada una. Floricel oyó aquel escándalo, y se bajó del coche; abrió la puerta del gallinero, y salieron disparados el gallo, las gallinas, Kásperle y un cesto lleno de huevos. Margarita empezó a chillar, pero entonces Bob la regañó muchísimo, y la pastora acabó por meterse avergonzada en su cabaña, pensando:
—En la vida volveré a robar un kásperle.
—¡Oh, pobre Kásperle, mi pobre Kásperle! —exclamó míster Stopps—. ¡Di tú qué cosa quieres para consolarte!
Kásperle iba a decir que quería un caramelo muy grande, pero Bob le advirtió:
—¡Piénsalo bien! ¡No pidas nada todavía! ¡Piénsalo bien!
Kásperle notó que Bob quería decirle algo, y empezó a pensar qué podría ser. Pero estaba tan cansado, que mientras pensaba se quedó dormido otra vez. Y es que verdaderamente había sido un día demasiado movido: cascadas, marmitas de leche, gallineros… Sí; eso no hay quien lo resista, ni siquiera un kásperle.