Míster Stopps y el toro

MÍSTER Stopps también había dormido muy bien; y cuando se despertó, vio a Bob al lado de su cama, con un dedo sobre los labios, que le decía bajito:

—¡Sin hacer ruido, señor! ¡Vámonos de prisa, hay que salvar a Kásperle!

—¡Oh! Míster Stopps se despertó del todo. ¿Qué había pasado con su querido Kásperle? Se levantó de un salto, mientras Bob hacía las maletas a toda prisa; y míster Stopps se encontró sentado en el coche, sin saber cómo, porque él había pensado quedarse un mes en Interlaken. Pero en cuanto se sentó en el coche, algo se le agarró al cuello; era Kásperle, el pequeño y bobo y disparatado de Kásperle.

—¡Oh, Kásperle, oh! ¿Dónde estabas tú?

Kásperle le contó su aventura, mientras el coche corría por el camino a toda velocidad. Le contó la subida tan larga por la montaña, y cómo le había querido coger el águila, y lo que había pasado con los pastores; y le dijo muy enfadado que la montaña no tenía nata sino nieve.

—¡Oh, pobre Kásperle, yo no te haré nunca más una broma!

—¡Sí, que las bromas son muy divertidas! ¡Ahora estamos gastando una broma!

—¿Ahora? ¿Cómo?

—¡Pues que nos hemos escapado del hotel! ¡Que nos vamos de viaje!

—¿De viaje? ¿Cómo?

Kásperle le contó entonces la llegada del tutor de Ángela, de la tía y del señor Diente de León, y que por eso habían salido sin que les vieran cuando todavía era de noche. Míster Stopps se enfadó, pero Kásperle empezó a llorar y, por no oírle, el inglés no regañó más. Kásperle le abrazó y míster Stopps pensó que no había manera de enfadarse con aquel pequeño.

Fue un viaje agradable por los campos iluminados por las estrellas. Floricel tocaba el violín y cantaba, y cuando ya se hizo de día se pararon junto a una posada; por la chimenea salía un penacho de humo azul y Kásperle chilló:

—¡Viva, el desayuno!

Les dieron de desayunar, y luego siguieron el viaje. Vieron un lago azul al lado del camino, y Floricel le contó a Kásperle que era el lago de los Cuatro Cantones; le contó también la historia de Guillermo Tell, pero a Kásperle no le interesaba mucho, porque ya estaba pensando en la comida.

Comieron, durmieron la siesta en un prado, y Kásperle estaba tan cansado que se durmió como un lirón; míster Stopps estaba también profundamente dormido sobre la hierba, cuando de repente oyó un fuerte mugido y vio que un toro bravo, enorme, venía hacia ellos.

Míster Stopps dio un grito, y Kásperle chilló:

—¡Vámonos, vámonos corriendo!

Pero míster Stopps estaba tan asustado que no se podía ni mover, y no hacía más que chillar. Detrás del toro llegaban varias personas con palos, gritando, pero nadie se atrevía a acercarse demasiado a aquella fiera; y el toro se dirigía derecho a míster Stopps. ¡Menos mal que allí estaba Kásperle!

El pequeño tuvo una idea: «Si doy una voltereta y me pongo encima del toro, se asustará y se parará». Así lo hizo. Dio un brinco, saltó a la grupa del toro, y empezó a dar esos aullidos de Kásperle capaces de impresionar a cualquier fiera. El toro, asustado, se paró. No sabía qué podría ser aquella cosa aulladora que se le había subido encima. Y mientras el toro estaba pensando, que es una cosa que los toros hacen muy despacio, los labradores se acercaron con sus palos y le echaron una cuerda por el cuello y le sujetaron bien. Kásperle saltó entonces desde el toro hasta míster Stopps y se agarró a él.

—¡Aaaah! —exclamó Kásperle, y se echó a reír. Y míster Stopps se puso a llorar de la emoción y dijo que Kásperle era su salvador. Todos estaban muy alborotados con aquella aventura, y en seguida siguieron el viaje. Llegaron a una posada que no estaba lejos, y míster Stopps se metió en la cama, porque el susto del toro y las emociones habían sido demasiado para él, y no se encontraba bien. Bob le llevó una taza de té, y Kásperle quiso hacerle una función para distraerle, pero míster Stopps dijo que no, que de ninguna manera; tenía miedo de los gritos y los saltos de Kásperle.

Así que el pequeño salió de la posada y se fue al lado de Floricel, que estaba cantando debajo de un nogal. Floricel mandó a Kásperle a la cama, para que al día siguiente estuviera bien descansado. Pero Kásperle no quería acostarse, porque estaba preocupado con una cosa.

—¿Sabes, Floricel? Yo no crezco nunca, y quisiera casarme con Marilena.

Floricel le consoló cantándole unas cuantas canciones alegres, y al fin se puso Kásperle de buen humor y se fue a dormir. Quería meterse en la cama vestido y calzado, pero Bob no se lo permitió, y le mandó desnudarse aunque estaba muy cansado. A la mañana siguiente vio a Ángela que ya parecía de verdad un chico, porque se había cortado las trenzas; también estaba más morena, porque se había teñido el pelo con hojas de nogal.

—Así no te reconocerá nadie —le dijo Floricel; y se tranquilizó cuando al mediodía salieron por fin de la posada. ¿Hacia dónde iban? Ni siquiera míster Stopps lo sabía; dejaba que el cochero guiase los caballos por donde quisiese, y el cochero había pensado que no convenía ir siempre por el valle, y que los caballos eran fuertes y podían subir los caminos de montaña.

Pasaron por unos sitios preciosos, entre bosques, praderas llenas de flores, arroyos y cascadas que bajaban de las montañas. Después de mucho tiempo llegaron a la cumbre de un monte, y vieron un torrente que bajaba por la otra ladera. Kásperle estaba encantado viendo correr el agua.

—¡Ten cuidado, no te acerques demasiado! —le dijo míster Stopps. Pero ya era tarde. Kásperle se había caído al agua, y el torrente le arrastraba ladera abajo.

¡Dios mío, a qué velocidad le llevaba el agua! Míster Stopps quiso tirarse al torrente para rescatar a Kásperle, pero Bob y Floricel le sujetaron, y el pobre señor gritaba:

—¡Oh, oh, mi Kásperle, oh, oh!

Y a Kásperle ya no se le veía; había desaparecido detrás de unas peñas.

—¡Se ha matado, seguro! —dijo el cochero.

—¡Matado, mi Kásperle! ¡No, oh, no, no! Míster Stopps se frotaba las manos desesperado, y luego dijo:

—¡Y Kásperle costar a mí dos millones!

Sí, qué complicación. El cochero dijo entonces:

—Será mejor que vayamos en el coche hasta el valle por donde corre este torrente.

—¡Oh, sí, de prisa!

Pero no pudieron ir muy de prisa. El camino daba muchas vueltas y revueltas por el monte; y Kásperle llegó al valle mucho antes que ellos.