EN la posada del «Pato Negro» se estaba estupendamente. Todo era allí claro y alegre, y la comida era buenísima, las camas blandas, había un jardín lleno de flores y un bosque cerca de la casa. La hermosa Ángela, que había pasado unos años tan tristes, pensó que se quedaría con gusto en aquella casa antigua y tan agradable. Míster Stopps también hubiera querido quedarse algún tiempo allí, pero Floricel, Bob y Kásperle dijeron que estaban deseando entrar en Suiza; en el fondo tenían miedo de que les encontraran el señor Diente de León, el viejo y la tía. Valía más seguir el viaje en seguida.
—Cuando estemos en Suiza, no nos podrán hacer nada —dijo Floricel.
Míster Stopps encontraba toda aquella historia un poco complicada, pero no dijo nada y al día siguiente siguieron hacia la frontera. ¡Tarará! El cochero tocó su trompeta, y Kásperle sacó la narizota por la ventanilla y miró hacia fuera. ¿Dónde estaban las montañas de nata? No estaban por ninguna parte; no había más que niebla, y después de la niebla llegó la lluvia. Oyeron el ruido de una cascada y Floricel dijo que era el Salto del Rhin, pero no vieron nada. Luego, llegaron a Zürich, y también había agua por todas partes, y Kásperle no vio el lago.
—Yo creo que pronto dejará de llover —dijo Floricel; pero seguía lloviendo, y el coche rodaba en medio de la lluvia y llegó a la ciudad de Lucerna, que sin lluvia es muy bonita y tiene también un lago. Y seguían cayendo chaparrones, chubascos, lluvia y lluvia sin parar.
El lago de Brien estaba cubierto de un manto de niebla, y cuando llegaron a Interlaken parecía que estaban en una isla; no había más que agua a su alrededor, y todo parecía gris y además hacía frío. Míster Stopps tiritaba, y Kásperle tiritaba mucho más, pero lo hacía a propósito.
Entraron en un hotel y Bob mandó encender las chimeneas de las habitaciones.
—¡Oh, sí, fuego, fuego! —dijo míster Stopps.
—¡Sí, que enciendan, por favor! —dijo la pobrecita Ángela, que estaba casi azul del frío.
—Mañana va a hacer buen tiempo, ya verán ustedes —dijo Floricel.
—Siempre estás diciendo eso —gruñó Kásperle—, siempre dices que mañana, pero todavía no he visto la nata.
—Ten paciencia, que comerás toda la nata que quieras, ya verás. Mañana tendrás delante de las narices una montaña llena de nata.
Míster Stopps se sonrió y advirtió a Kásperle:
—¡No comas demasiada nata, que te puedes poner enfermo!
Kásperle se asomó a su ventana a la hora de acostarse; seguía lloviendo, pero a lo lejos se veía brillar algo blanco; a lo mejor era verdad lo de las montañas de nata. Kásperle soñó con ellas toda la noche, y cuando se despertó, el sol le estaba dando en la nariz. Se levantó de un brinco y corrió a la ventana. ¡Y era verdad! ¡Allí, justo enfrente, en medio de una pradera, había una montañota enorme, cubierta de nata! Kásperle no sabía que en las montañas, cuando ha pasado la lluvia, todo parece que está muy cerca. Pensó: «¡Allá voy yo! ¡No hay más que un paso!» Y se vistió a toda velocidad; bajó de su cuarto, vio en el comedor del hotel una fuente honda, la cogió y salió corriendo para llenar la fuente de nata para el desayuno.
Los demás estaban durmiendo todavía, menos Floricel, que ya paseaba por los prados cantando una canción de montañas:
«Tengo tres cabritillas,
ay, remenremendé,
arriba en la montaña.
Aire, aire,
arriba en la montaña.
Una me da la leche,
ay, remenremendé.
Otra me da la lana,
aire, aire,
otra me da la lana.
Otra me da manteca
para toda la semana…»
Kásperle corría por la pradera, pero la montaña de la nata estaba siempre igual de lejos. Pasó un hombre, y Kásperle le preguntó el camino.
—¿Dónde quieres ir, pequeño?
—A la montaña, a coger nata.
—Ah, muy bien —dijo el hombre, que no comprendía lo que decía Kásperle, pero que al ver la fuente pensó que el pequeño iba a una granja del camino donde vendían leche y queso. Le enseñó por donde se iba a la granja y Kásperle siguió corriendo.
¡Santo cielo, qué lejos estaba la montaña! El sol empezó a calentar, y Kásperle tenía calor y la fuente le pesaba mucho. Se sentó al borde del camino y suspiró. No sabía si volverse al hotel. Pero no, no quería volver sin la nata, porque Floricel y Bob se reirían de él. Y además estaba deseando comer nata; siguió andando, llegó a un bosque, luego trepó a un monte. El bosque se hacía más espeso y la cuesta más empinada, y en esto Kásperle se encontró solo en un sitio muy salvaje, y vio que un gran pájaro volaba por encima de él. ¡Era un águila! Kásperle se asustó porque sabía que las águilas se llevan a veces a los niños; lo mismo podían llevarse un kásperle.
Del susto que le entró, tiró la fuente y se volvió corriendo. Si al menos hubiera sabido cuál era el camino… Pensaba: «En seguida llegaré a la granja y luego a ese pueblo que llaman Interlaken». Pero cuanto más corría, más perdido se encontraba en aquel bosque solitario. Y de pronto el camino se acabó, no había más que hierba y peñas, y por más que llamó y chilló no había nadie por allí para oírle; sólo el águila daba vueltas y vueltas por el aire, sobre él.
Míster Stopps se había despertado ya y llamó a Bob y a Kásperle; acudió Bob, pero Kásperle no.
—¡Vaya un perezoso, que está dormido todavía! —dijo Bob, y fue al cuarto de Kásperle, se acercó a la cama y dijo—: ¡Arriba, dormilón!
Tiró de las mantas, pero Kásperle no estaba en la cama. Bob pensó que el pequeño habría ido al cuarto de Floricel, y fue a buscarle. Tampoco estaba allí, y Floricel, que había vuelto de su paseo, dijo que Kásperle estaría con Ángela, es decir, con Tom. Pero Ángela no le había visto y los del hotel no sabían nada de él.
—¡Mi Kásperle se ha escapado! —gritó míster Stopps.
Y Floricel dijo:
—No, Kásperle ya no se escapa nunca, pero siempre hace alguna tontería; habrá que buscarle.
Todos salieron al camino, hasta Ángela, que se encontró con el hombre que había enseñado a Kásperle el camino de la granja. Ángela le preguntó por el pequeño, y el hombre dijo:
—Sí, he visto a este chico de la narizota; iba con una fuente camino del monte, y decía que tenía que coger leche, o nata o algo así.
Ángela comprendió en seguida dónde se había ido Kásperle; el pobrecillo se había creído la broma de la nata. ¡Ay, qué Kásperle más bobo!
Míster Stopps, Floricel y Bob dijeron que el pobre Kásperle era tonto de remate, y salieron en su busca. Pensaron que le iban a encontrar en seguida, pero por más que andaban no le veían. Llamaron y gritaron por el bosque, por el camino, pero Kásperle no respondía y nadie le había visto. El sol calentaba ya mucho y se volvieron al hotel, porque Floricel dijo:
—Ya debe de haber vuelto; no habrá ido tan lejos.
Pero Kásperle no había vuelto hotel. Entonces todos empezaron a preocuparse de verdad, y Floricel y Bob decidieron ir otra vez en busca de Kásperle; les acompañó un campesino que conocía muy bien todos los caminos del país, y también fue con ellos el labrador que había visto a Kásperle subir al monte.
Y no habían hecho más que salir de la ciudad, cuando llegó al hotel un coche de viajeros; y Ángela vio con espanto que en él iban su tutor, la tía y el señor Diente, de León. Ángela se acercó con disimulo a uno de los criados del hotel y le dijo que no molestasen al señor Pudding.
—¿Y quién es ese señor?
—Es el que tiene el cuarto número diez; yo soy su criado Tom.
—Creía que en el número diez estaba un señor Stopps…
—No, míster Stopps ha ido al monte a buscar a Kásperle —dijo Ángela, temblando; y el criado le preguntó:
—¿Por qué tiemblas así?
—Porque me he acatarrado y ahora voy a meterme en la cama —dijo Ángela, y salió corriendo. Y en aquel momento, el señor Diente de León se acercó al criado y le preguntó:
—¿Está en el hotel un míster Stopps?
—No, aquí no está más que un señor Pudding. Míster Stopps estaba en el hotel, pero ahora anda buscando a su Kásperle.
—¿Y por dónde le anda buscando?
—Por esa montaña alta que se llama Jungfrau; ¡Kásperle ha subido allí!
Los nuevos viajeros no habían oído hasta entonces que se pudiera subir a la Jungfrau, y el señor Diente de León dijo:
—¡Yo también quiero subir a la montaña!
—Pero antes, tenemos que descansar —dijo la tía, mirando a su alrededor—. ¿Pudding? No he oído ese nombre nunca. ¿Tiene ese señor algún criado, y no tiene por casualidad una sobrina?
—No, sólo tiene un criado que se llama Tom.
—¿Ah, sí? Y dígame, ¿dónde está Bob, el criado de míster Stopps?
—¿Bob? Ha subido también al monte, a buscar a Kásperle.
—Ya lo ves, querida —dijo el viejo tutor—. Todos han salido y podemos descansar tranquilos. —Y como estaban muy cansados del viaje, se quedaron dormidos hasta el anochecer.
Pero Ángela seguía temblando en su cuarto, y al fin se atrevió a salir despacito del hotel. Mientras tanto, Floricel y Bob caminaban y caminaban por el monte, pero no encontraban a Kásperle por ningún lado. Llegaron a una cabaña de pastores, rodeada de cabras y vacas; el sol se estaba ya poniendo, y las montañas nevadas brillaban con colores rojos como el fuego; así que Floricel se sentó en un banco delante de la cabaña y dijo:
—Voy a descansar aquí. ¿Dónde estará ese dichoso Kásperle?
En aquel momento, una pastora salió de la cabaña con cara de buen humor y dijo:
—¡Es como para morirse de risa!
—¿Qué le da tanta risa, buena mujer?
—¡Un duendecillo del bosque, que ha encontrado mi marido esta tarde! ¡Mi marido pudo cogerle en el momento en que un águila se lo iba a llevar, y el duendecillo hace las cosas más divertidas que he visto en mi vida!
—¡Es nuestro Kásperle! —gritaron a la vez Bob y Floricel.
Sí, era Kásperle. Estaba dentro de la cabaña de los pastores, sentado sobre la batidora de la mantequilla, y en aquel momento hacía una de sus funciones para divertir a los pastores que le miraban con la boca abierta.
—¡Kásperle!
—¡Floricel! ¡Bob!
¡Púmbala! Kásperle quiso abrazar a sus amigos y se cayó al suelo junto a la batidora; entonces vieron que estaba atado. Y es que los pastores no querían que Kásperle se escapara, porque decían que los duendecillos del bosque traen buena suerte y se lo querían quedar.
Bob y Floricel tuvieron que discutir mucho para que los pastores dejaran libre a Kásperle; les explicaron quién era, pero nada; los pastores decían que lo habían encontrado ellos y que se lo quedarían. El guía de la montaña y el labrador trataron de convencer a los pastores, pero tampoco conseguían que soltaran a Kásperle. Y como los pastores eran seis, Bob y Floricel pensaron que no iba a ser posible quitarles a Kásperle.
Pero entonces empezó Kásperle a dar aquellos aullidos tan horribles que sabía dar, y puso sus caras más raras y feroces de bandido, de diablo, de guardia; hasta imitó a la antipática cocinera de la fonda «El Botón de Oro». Los pastores empezaron a asustarse, y Kásperle, al ver que ya iban cogiendo miedo, se acercaba a ellos y les hacía unas muecas tan espantosas que la pastora dijo al fin:
—¡Llévenselo, llévenselo! ¡No queremos tener en la cabaña a un duende como éste! ¡Nos traerá mala suerte, no es un duende de los buenos! ¡Fuera, fuera!
Cortó con un cuchillo la cuerda que ataba a Kásperle, y el pequeño saltó a los hombros de Floricel y salieron corriendo de la cabaña. Y cuando ya estaban en la pradera, Kásperle se volvió hacia los pastores que estaban a la puerta mirándoles, y les hizo burla con cara de buen humor.
—¡Que se quede, que se quede! ¡Que no es un duende malo! —dijeron entonces varios pastores. Pero Bob y Floricel corrían ya monte abajo a toda velocidad llevando a Kásperle. Floricel dijo jadeando:
—¡Kásperle, asústales otro poco, que pesas bastante y nos van a alcanzar!
Y Kásperle puso cara de la princesa Gundolfina; era lo que más asustaba a la gente, y los pastores se llevaron un susto tremendo y se metieron corriendo en la cabaña. Kásperle se echó a reír y Bob le dijo que estuviera quieto y callado, que iba a reventar.
—¡No puedo reventar, porque tengo la barriguita vacía!
—¿Ah, sí? ¡Creíamos que la tenías ya llena de nata!
Entonces Kásperle se puso hecho una fiera; ahora ya sabía que lo blanco de la montaña no era nata sino nieve, nieve fría y sosa. De la rabia que le dio se puso a llorar a gritos, hasta que Bob le cogió en brazos y le consoló diciendo:
—¡No llores más, tontito! En cuanto lleguemos al hotel, te daremos un plato de nata y luego podrás descansar y dormir todo lo que quieras.
Pero las cosas no salieron como había prometido Bob; en cuanto llegaron al hotel, Ángela se les acercó y les dijo bajito:
—¡Están aquí! ¡Han llegado!
—¿Quién? ¿Los pastores? —gritó Kásperle.
—¡Sh! ¡Cállate! —dijo Floricel—. ¡Ahora tenemos que ser muy prudentes, para que el viejo tutor no se lleve a Ángela!
—¡Bueno! —quiso decir Kásperle bajito; pero nunca sabía hablar bajito, y por todo el hotel resonó su voz chillona: «¡¡BUENO!!».
—¡Eh! ¿No oyes? —dijo la tía de Ángela—. Me parece que alguien ha gritado.
Pero Bárbara, que dormía a su lado, no se había despertado, y la tía se volvió a dormir. Y el señor Diente de León estaba también dormido, y el viejo tutor roncaba tan fuerte, que nadie pudo oír el grito de Kásperle.