Un viaje muy alegre

LUCÍA el sol, florecían los árboles, los pájaros cantaban… ¡qué alegría, ir de viaje por esos mundos de Dios en una mañana así!

El corazoncito de Kásperle daba brincos de puro contento. Habían salido de la ciudad a la luz de la luna, y luego habían atravesado un bosque largo y oscuro; en el bosque se oían correr los arroyos, y la luz de la luna caía formando rayos entre las ramas de los árboles. El viaje empezaba muy bien, con todas aquellas cosas tan bonitas. Y ahora brillaba el sol y Kásperle pataleaba de alegría pensando en el día de viaje que les esperaba. Iba sentado al lado de míster Stopps, y Floricel estaba en el asiento de delante; Bob iba en el pescante de los criados, detrás del coche.

Míster Stopps estaba también de buen humor, y Kásperle pensó:

—Ahora es un buen momento para decírselo. —Y ya iba a contarle todo al inglés, cuando míster Stopps dijo de pronto:

—Oye, Kásperle, ¿qué pasa? Unas veces está Bob delante, unas veces está detrás… ¿Cómo puede una persona estar a un tiempo delante y detrás?

Kásperle se puso colorado y dijo, tartamudeando:

—Es… es el hermano de Bob… sí, el hermano… que va delante…

—¡Oh, qué cosa extraña! ¡Cómo puede Bob tener hermano, si Bob era un niño huérfano sin ningún hermano!

Kásperle no sabía cómo arreglar su mentira, y empezó a pensar otra historia; pero míster Stopps se le quedó mirando y le dijo:

—¡Kásperle, tú mientes! ¡Mientes!

Kásperle bajó la cabeza. Míster Stopps estaba esperando una explicación y de repente se oyó la voz de Floricel que cantaba desde su sitio:

«Hermosa señorita

dígame en seguidita

si al Diente de León

le ha dado usted

su corazón».

Y una vocecita le contestó:

«¡Ay, mi amado Floricel,

ese Diente de León

es muy bobo, feo y cruel!»

—¡Por ahí va! —chilló Kásperle entonces.

—¿Quién va, Kásperle? —preguntó míster Stopps.

—¡El Diente del Hocico del León! ¡Y Ángela era el hermano de Bob, y no es verdad, y estaba encerrada en la casita, y ahora está allí encerrado el Hocico del León, y… y…!

Kásperle se estaba armando un lío; y míster Stopps también, al oírle.

—¡Que me lo explique Bob! —dijo el inglés.

El coche se paró, Bob se acercó a la ventanilla y míster Stopps le dijo muy serio:

—Bob, ahora estás aquí junto a la ventana, y también estás en el asiento de atrás, ¿cómo es esto posible?

Entonces Bob contó cómo habían salvado a la hermosa Ángela, y míster Stopps gritó:

—¡Volver! ¡Vuelta! ¡Esto no puede ser, no, no!

¡Menos mal que Kásperle sabía berrear de un modo horroroso cuando le convenía! Empezó a dar unos aullidos que se oían a veinte leguas, y Floricel se bajó de su asiento para ver qué le pasaba. Míster Stopps estaba asustado al oír aquel llanto, y no sabía cómo hacer callar a Kásperle; y repetía de vez en cuando:

—¡Nosotros debemos volver a la ciudad…!

Pero cada vez que decía eso, Kásperle daba unos gritos horribles:

—¡Me muero, ay, que me muero, aaay! —y se ponía bizco y pataleaba.

Floricel le dijo al oído:

—¡Te mereces unos buenos azotes! Y a Kásperle se le pasó el llanto de repente y en lugar de berrear le dijo con mucho mimo a míster Stopps:

—¡Por favor, míster Stopps, no nos haga volver a la ciudad!

—Pero… ¿qué hacer nosotros con la desconocida señorita?

—¡Ya no es desconocida, ya es el hermano de Bob, y se llama Tom y puede venir con nosotros!

Kásperle lo encontraba todo muy sencillo, pero míster Stopps no lo veía tan claro; sin embargo, como no sabía qué hacer allí en medio del camino, mandó que siguieran, se tapó los oídos y dijo:

—¡Yo no quiero oír nada, nada, nada más! ¡Kásperle ha roto estos orejos míos!

—¡Ja, ja, ja! Kásperle abrió otra vez la bocaza, pero fue para soltar una carcajada tremenda, que se les contagió a todos los demás. Y siguieron el viaje, todos de muy buen humor. El sol seguía brillando, y el campo estaba precioso, daba gloria verlo. Desayunaron en el coche, y Ángela, que ahora se llamaba Tom, comió con buen apetito y luego se sentó al lado de Floricel en el banquillo de atrás; Bob se fue delante junto al cochero, y siguieron el camino. El cochero dijo:

—Llegaremos a la posada del «Pato Negro»; es una posada que está muy bien.

Floricel se puso a tocar el violín muy bajito, y Ángela le contó su historia mientras tanto. Era huérfana, y su tutor, el viejo de la casa amarilla, era una de las personas más avaras del mundo. Su abuela vivía en Italia y era una viejecita muy buena, pero el tutor no le dejaba que fuera a verla, y ella estaba deseando estar con su abuela.

—En cuanto pueda llegar a casa de mi abuela, ya no correré peligro. Mi abuela es…

—¡Es buenísima! —chilló una voz desde arriba; era Kásperle, que se había aburrido de estar dentro del coche, y aprovechando que míster Stopps se había dormido, había trepado al techo y les miraba desde allí.

—Sí, es buenísima. ¡Ay, Kásperle, qué bueno eres tú también! —dijo Ángela—. Ya había oído hablar de ti, porque estuve una temporada con la princesa Gundolfina…

—¡Ay, ay, brrrr! —dijo Kásperle, haciendo unos aspavientos horribles, y Floricel le preguntó:

—¿Qué te pasa? ¿Te mareas?

—¡No me mareo, me muero cuando oigo hablar de la princesa Gundolfina! ¡Qué bruja! ¡Ahora ya sé quién quería casar a Ángela con el Diente del León!

—¡La Princesa! —exclamó Ángela, porque Kásperle estaba imitando la cara de la princesa Gundolfina, y lo hacía tan bien que parecía ella. Y entonces Kásperle imitó al señor Diente de León, y todos se echaron a reír; al oírles, Bob trepó también al techo del coche, se tumbó allí junto a Kásperle y estuvieron mucho rato gastando bromas a Floricel y Ángela.

El coche seguía, seguía por el camino; pasaba por delante de pueblecitos, que resultaban muy bonitos entre los bosques o las praderas. Pasaron también por una ciudad pequeñita, y todos los niños que habían en las calles siguieron al coche corriendo y chillando, porque Kásperle les hacía la burla desde lo alto del coche; y el cochero pensó que daba gusto viajar con un kásperle, porque el camino se hacía corto y divertido. Un guardia de la ciudad se puso a preguntar a voces:

—¿Qué es eso que llevan en el techo? Y Kásperle se burló de él poniendo cara de guardia, y el guardia pensó:

—Qué raro, si se parece a mí…

—¡Paren, paren! ¡Quédense aquí un poquito! —gritaban los niños. Y la dueña de la fonda del «Cisne» les hizo una reverencia cuando pasaron delante de su casa y les preguntó:

—¿No quieren los señores descansar en mi casa?

Pero el cochero le contestó:

—Muchas gracias, señora, pero vamos hacia el «Pato Negro»; y además ya estamos cerca de la frontera.

—¿Qué frontera? —preguntó Kásperle.

—La frontera suiza.

—¿Dónde estar Suiza? ¿Nosotros hemos llegado ya a la Suiza? —preguntó míster Stopps, despertándose y mirando a todos lados. Kásperle se metió dentro del coche por la ventanilla y se sentó frente a míster Stopps y le preguntó:

—¿Quién es Suiza?

—Suiza es un país.

En aquel momento, alguien gritó desde el camino que tenían que pagar antes de pasar la frontera. Bob echó unas monedas al guardia, pero él quiso que pararan y preguntó:

—¿Cuántas personas van a pasar la frontera?

—Cinco y un Kásperle. El guardia levantó la mano y dijo que no pasaban:

—¡A mí no me toma nadie el pelo! ¿Qué es un Kásperle?

—¡Yo soy un Kásperle! —gritó el pequeñajo, saliendo del coche de un par de volteretas; y el guardia de la frontera exclamó:

—¡Caramba, ya lo creo que es un Kásperle! Y míster Stopps le enseñó al guardia un papel que le había dado el alcalde de Torburgo, donde ponía que había comprado a Kásperle por mucho dinero. El guardia se quedó muy impresionado y escribió todo aquello en un libro muy gordo; y luego empezó a escribir los nombres de los que viajaban, y cuando le llegó el turno a Bob, Kásperle gritó:

—Estos son Bob y Tom, dos hermanos; y este es Floricel, que canta mejor que los pájaros del bosque del emperador de la China.

—¡Está bien, está bien! —dijo el guardia, mirando a Floricel, y luego les dejó pasar.

Siguieron por el camino, entre prados, campos, bosques y pueblecitos, y al fin llegaron al «Pato Negro» y el cochero gritó:

—¡Ya estamos! ¡Uf! ¡Vamos a descansar aquí, y mañana entraremos en Suiza, donde tienen montañas cubiertas de azúcar!

—¡Mentira! —chilló Kásperle—. ¿Verdad que es mentira, míster Stopps?

—¿Qué, qué?

—¡Que en Suiza tienen las montañas cubiertas de azúcar!

El señor Stopps era muy serio y no solía gastar bromas; pero cuando alguna vez bromeaba lo hacía con una cara tan seria que todo el mundo le creía. Y Kásperle también le creyó cuando míster Stopps le dijo que las montañas de Suiza no estaban cubiertas de azúcar sino de merengue.

—¿Pero merengue de nata? —preguntó Kásperle, porque aquél era su dulce favorito—. ¿Y puede uno comérselo?

—Claro que sí —contestó Floricel.

—Entonces me voy a pasar todo el tiempo comiendo nata de Suiza. ¿Se puede lamer la nata, o hace falta cuchara?

Míster Stopps iba a decir que era todo una broma, pero el cochero empezó a gritar:

—¡Bajen, señores, que ya estamos! ¡Esta es la posada del «Pato Negro», y aquí descansaremos bien!