El «Príncipe de Inglaterra»

MÍSTER Stopps estaba profundamente dormido; pero en el pasillo del hotel se habían reunido el alcalde de la ciudad, los concejales y los ciudadanos más importantes, que querían ver al Príncipe. Floricel, Bob y Kásperle entraron en el cuarto de Kásperle sin que les vieran, y al cabo de un rato Bob abrió la puerta con cara muy seria y dijo en voz muy baja a aquellos señores:

—El Príncipe duerme, no se le puede ver.

—¡Ay, qué pena! —dijeron algunos señores— ¿cuándo se marcha de viaje?

—Esta misma noche —dijo Bob.

—Es que queríamos ofrecerle unas flores —dijo un rico comerciante.

—Son ustedes muy amables; y usted, señor, tiene una cara tan agradable que le voy a dejar pasar a ver al Príncipe mientras está dormido.

—Oh, muchas gracias, muchísimas gracias, señor Ministro —dijo el comerciante muy emocionado, y entró en el cuarto de puntillas, encantado de que le hubieran dejado pasar a él antes que a nadie. Y los que se habían quedado en el pasillo murmuraron:

—Hay que ver, pasan por delante al señor Atajo. —Y el concejal Cascajo se puso el primero de la fila, porque quería ver al Príncipe a toda costa.

—Bueno, pase usted también —le dijo Bob, y como los otros señores no querían ser menos, les dejó pasar a todos.

Kásperle estaba en la cama, haciéndose el dormido, y ponía la misma cara que míster Stopps, porque sabía imitarle perfectamente. A su lado estaba Floricel.

—Pues no es nada guapo, la verdad —dijo muy bajito el concejal señor Pisto—; pero tiene una cara muy interesante, muy espiritual…

—¡No se acerquen tanto! —susurró Floricel, temiendo que si se acercaban podían descubrir quién estaba en la cama. Pero ninguno de aquellos señores se dio cuenta de que era Kásperle; solamente el concejal Cascajo vio algo muy raro: cuando ya iba a salir, se volvió a mirar al Príncipe por última vez y del susto que se llevó salió del cuarto corriendo.

—¡Pero, señor concejal! ¿Qué le pasa a usted? —le dijo el alcalde—. ¡Se ha puesto usted pálido!

El pobre concejal no podía ni hablar del susto; cuando ya estuvieron en la calle, empezó a decir:

—Ese príncipe es… es algo… algo raro…

—Para eso es un príncipe —dijo el concejal Pisto.

—Es que… es que me ha sacado la lengua…

—¿Que le ha sacado la lengua? —todos miraban al concejal Cascajo como si estuviera mal de la cabeza, y el alcalde le dijo—: Mire, señor Cascajo, lo mejor es que se vaya usted a la cama; estará usted enfermo, no me cabe duda. Debe usted de haber cogido un buen catarro, eso es.

Los otros señores pensaban lo mismo. ¡Cómo iba a sacar la lengua un Príncipe de Inglaterra! ¡Qué disparate!

Pero en la cama del hotel había un pequeño kásperle muerto de risa, y él sabía muy bien quién había sacado la lengua al señor concejal. Bob se estaba riendo y Floricel dijo a Kásperle:

—No tienes que ser tan atrevido. Piensa que todavía tenemos que liberar a la hermosa Ángela.

—Tengo aquí uno de mis trajes que se me ha quedado pequeño —dijo Bob—. Y se lo podemos dar a la señorita Ángela para que se disfrace.

Era un traje blanco de marinero, que Bob sacó de su baúl. Kásperle dijo:

—¡Yo quiero ayudar a liberar a Ángela! ¡Viva la liberación!

—Cállate; tú no puedes venir porque no haces más que tonterías.

—¡Nunca hago tonterías y quiero hacer la liberación!

—¿Que no haces nunca tonterías? ¿Serás capaz de decirlo?

—Bueno, sólo algunas veces…

—¡Tú te pasas la vida haciendo disparates! ¡No puedes venir! —dijo Floricel; pero Kásperle se puso tan pesado que al fin le permitió que fuera también a salvar a Ángela.

¡Qué alegría le entró a Kásperle! Fue él quien bajó a la casita del jardín por la chimenea, y ayudó a Ángela a abrir un boquete en el techo para salir; ya lo estaban consiguiendo, cuando Floricel dijo:

—¡Silencio! ¡Que viene alguien!

Era el señor Diente de León, que llevaba la llave en la mano y decía:

—Ángela, querida mía, vengo a sacarte de aquí.

—Pues llegas tarde… —murmuró Bob.

—Deja, que Kásperle nos va a servir ahora —dijo Floricel. Y Kásperle sirvió muy bien. El señor Diente de León acababa de abrir la puerta, cuando le cayó algo sobre la cabeza, y chilló:

—Ángela, ángel mío, ¿qué ha sido eso?

Le habían echado un saco por la cabeza, y luego alguien le dio un golpe; mientras su querida Ángela salía por el tejado, él se quedó tirado en la casita del jardín. Estaba muy oscuro y verdaderamente era un sitio que daba miedo; y pasó mucho tiempo hasta que el señor Diente de León se quitó de la cabeza el saco y descubrió el agujero del techo. Sacó la cabeza por el agujero y gritó:

—¡Socorro, socorro!

En la casita amarilla, la dama del velo se puso a escuchar y dijo:

—Alguien grita en el jardín. ¿No estarán raptando a Ángela?

—¡Qué tontería; es imposible! —dijo el viejo.

Pero como seguían oyendo gritos, el viejo se levantó, y los dos se acercaron a la casita. El señor Diente de León tenía la cabeza fuera del agujero del techo, y parecía un negro, porque el saco que le habían puesto era un saco de guardar carbón. La tía se asustó al verle, creyó que era un ladrón y se puso a chillar como loca. Pensaron entonces que los ladrones se habían llevado a Ángela y que habrían matado al señor Diente de León.

—¡Llamad a la policía! —se puso a gritar el viejo.

—¡Policía, que venga, policía! —llamaba muy bajito el criado desde un rincón, porque estaba muerto de miedo.

—¡Policía, policía! —gritaron los otros con todas sus fuerzas.

Llegó la criada Bárbara, gruñendo;

—¡Mírales aquí, llamando a la policía y sin moverse; lo que hay que hacer es ir a buscarla!

Y se fue ella a buscar a los guardias, y por el camino se cruzó con un coche en el que iba míster Stopps; Bárbara se le quedó mirando, porque uno no ve todos los días un Príncipe de Inglaterra.

Con todo esto se fue pasando el tiempo, y era ya muy tarde cuando dos guardias llegaron a la casa del viejo. El señor Diente de León estaba todavía tan asustado que no podía ni hablar, y nadie le reconocía con todo aquel carbón por la cara.

—¡Este es el ladrón! ¡Detenedle!

Todos gritaban y le sujetaban, el viejo, la tía, el criado y los guardias.

Y uno de los guardias dijo:

—Vamos a atarle y a llevarle a la cárcel; lo va a pasar mal.

Ya lo estaba pasando mal el pobre señor, porque en cuanto abría la boca para explicar quién era, le daban una bofetada y le volvían a meter el saco por la cabeza; y así estuvieron mucho tiempo, hasta que al fin se dieron cuenta de que era el señor Diente de León.

Entonces todos se quedaron muy apurados, y la tía se desmayó, y el criado la llevó a la casa y la puso debajo del grifo del agua fría; la tía se despertó con el chorro de agua, pero empezó a dar unos gritos tan horribles que el señor Diente de León no podía contar su historia a los guardias.

Al fin pudo explicarse bien, y todos gritaron de repente:

—¡Ha sido Floricel, que habrá querido cantar otra vez a Ángela! Vamos al hotel del «Claro de Luna», a ver si está Ángela allí.

—¡Iré yo! —dijo el criado. Pero la tía quiso ir también, y Bárbara, y el señor Diente de León.

Era la media noche cuando entraron al hotel del «Claro de Luna». Todas las luces estaban apagadas, y todos los camareros, las doncellas y los cocineros dormían; estaban muy cansados del trabajo del día, y tardaron mucho en levantarse cuando oyeron llamar. Al fin salió a abrir un criado y preguntó qué querían.

—Tenemos que hablar con el Príncipe de Inglaterra —dijo el señor Diente de León, furioso—. ¡Llámale, de prisa!

—¡Lo siento, pero aquí no está el Príncipe de Inglaterra!

—¡Pero, hombre, si ha llegado hoy mismo al hotel!

—¿Dice usted el inglés, míster Stopps? ¡Ya se ha marchado! ¡Y no era ningún príncipe!

—¿Que no era un príncipe? —preguntaron todos.

—No, no era un príncipe, sino un inglés muy rico que llevaba un chico muy raro, dicen que un verdadero Kásperle. Y se ha marchado hace dos horas.

—¿Se han ido con una señorita?

—¿Con una señorita? No… Sin señoritas.

—¡Estás mintiendo! —gritó el señor Diente de León.

Y entonces el criado del hotel se enfadó y le cerró la puerta en las narices, diciendo:

—¡Yo no miento, señor mío!

Volvieron a llamar a la puerta con muchos golpes, y el criado no quería abrir; hasta que el guardia dijo:

—¡Abran, en nombre de la Ley! —Y entonces abrió otra vez la puerta, y el dueño del hotel salió a contarles que míster Stopps no era un príncipe y que se había marchado porque no le gustaba que le tomasen por un príncipe.

—¿Pero, y la señorita Ángela, mi novia? —preguntó el señor Diente de León.

—Esa señorita no vive en el hotel; no está su nombre en el libro de viajeros —dijo el dueño.

¡Ay, pobrecita Ángela! Todo podía haber salido muy bien, si una de las criadas del hotel no hubiera visto cómo entraba Ángela en secreto, llevada por Bob y Floricel; la criada lo descubrió todo.

—¡Ah, pues yo he visto que el coche del inglés iba hacia el Este! —dijo entonces el viejo criado—. Iban por el camino de Villaverde.

Aquel buen hombre quería despistarles, porque el coche no había ido por aquel camino; pero es que el viejo criado pensaba que Ángela sería más feliz casándose con Floricel que con el horrible señor Diente de León. Pero allí estaba Bárbara para estropear otra vez las cosas; y Bárbara había visto que el coche del inglés iba hacia El Burgo; míster Stopps viajaba ahora en su propio coche, y el dueño del hotel dijo que era posible que hubieran salido hacia El Burgo.

—¡De prisa, de prisa, que venga un coche! —gritó el señor Diente de León—. ¡Todavía podemos alcanzar a los raptores de Ángela!

—¡Un coche, un coche! ¡Yo también iré a perseguirlos! —dijo la tía.

—¡Yo también! —dijo el viejo tío—; pero el señor Diente de León contestó:

—No, voy yo solo. Las persecuciones hay que hacerlas con disimulo.

—Pues yo iré solo también —dijo el tío—; me llevaré a Pedro.

—Yo me llevaré a Bárbara —dijo la tía—, porque no quiero perderme esto.

—¡Lléveme con usted, señor Diente de León! —suplicó el viejo criado—. Yo soy capaz de reconocer a la señorita Ángela aunque vaya disfrazada.

Y el buen viejo pensaba: «Si consigo que me lleve, ya me las arreglaré para pasar de largo con el coche y no descubrir a la señorita Ángela».

Pero el señor Diente de León estaba pensando en el saco de carbón y en el golpe que le habían dado y no quería llevar al criado; y la tía se acordaba del chorro de agua fría donde el criado la había puesto, y dijo que valía más no llevarle, que no era de fiar. El viejo suspiró; no tuvo más remedio que ir a buscar el coche que pedían, y mientras salía iba pensando: «Este señor Diente de León quiere echárselas de listo, pero es más bobo que Pichote; estoy seguro de que la señorita Ángela no se querrá casar con él, pase lo que pase».

Ya estaba amaneciendo, cuando el coche que habían encargado se paró delante de la casa amarilla. Se subieron al fin el viejo tío, el señor Diente de León, la tía y Bárbara; y en el pescante iban dos cocheros. Uno de ellos era el viejo criado, que se había disfrazado. El coche echó a andar, y al cabo de un rato dijo la tía:

—Qué poco fino es nuestro criado; ni siquiera se ha asomado a decirnos adiós.

—He sido muy listo al no querer traerle —dijo el señor Diente de León, muy orgulloso de su inteligencia; y el tío gruñó:

—Muy listo, muy listo… No cabe duda de que ese criado está de parte de Ángela…

Y el coche seguía corriendo por el camino, y uno de los cocheros se reía bajito; qué cosa, aquel cochero se parecía muchísimo al viejo criado.