LAS ventanas del cuarto de míster Stopps daban a un gran jardín; y en el jardín de al lado había una casita vieja y amarilla. Kásperle se había subido a la tapia que separaba los dos jardines, y Floricel estaba asomado a su ventana, tocando el violín. Kásperle movía las piernas como molinillos, y Bob se acercó y le agarró de un pie.
—¿Qué haces, Kásperle?
—Estoy pensando.
—¿En qué piensas?
—En Floricel. Está triste. Mira qué cosas más tristes toca.
—Es que Floricel está enamorado.
—¿Está cómo?
—Enamorado. Que quiere mucho a una señorita y por eso está triste.
—Ah, ya sé; y la señorita tiene que casarse con el conde de Cantaclaro.
—¿Con quién? —preguntó Bob extrañado.
—Con el conde de Cantaclaro, como pasó con Rosamaría.
Y como Bob no había oído nunca una palabra de aquellas personas, Kásperle le contó lo que le había pasado al violinista Miquele, que al fin se había casado con la condesita Rosamaría; y explicó:
—Se pudo casar con ella porque yo me quedé con el duque Augusto Erasmo.
—¿Lo pasabas bien en el castillo del Duque?
—¡Qué va! Kásperle, al acordarse de aquel castillo, se estremeció y se sacudió como un perro mojado; y al moverse se le cayó al suelo una bolsita de seda roja. Bob le preguntó:
—¿Qué es eso?
—¡Es una sorpresa! —dijo Kásperle, bajándose para coger la bolsita, pero Bob se la quitó y la abrió; dentro de la bolsa había un retrato de una señorita muy guapa, pintado en una plaquita de marfil.
—¿De quién es este retrato?
—Anda, pues no lo sé… —dijo Kásperle, mirando el retrato con mucha curiosidad—. Me parece que conozco a esta señorita; es la que pasaba ayer a nuestro lado en su coche; y ahora está Floricel muy triste porque míster Stopps no quiso que la señorita viniera con nosotros.
—¿Quién es esa señorita? Y ¿de quién es esta bolsita?
—La bolsa es de Floricel, y la señorita no sé quien es —contestó Kásperle, y se quedó mirando la casita vieja del jardín de al lado.
En esto vieron que un hombre cruzaba aquel jardín, y entonces Kásperle le miró con mucha atención y dijo:
—¡Era ese!
—¿Qué dices? —preguntó Bob.
Y Kásperle le dijo al oído:
—Que ese hombre iba en el coche con la señorita del retrato.
—¿Es que viven ahí enfrente?
—¡Shh! ¡Calla! —exclamó de pronto Kásperle, bajándose de la tapia de un salto; Bob le imitó y le preguntó:
—¿Qué te pasa ahora?
—¡Que la he visto!
—¿A quién?
—¡A la chica del coche!
—¿A la señorita que quiere Floricel?
—¡Shh! ¡Calla, que no te oiga!
Kásperle estaba tumbado en el suelo, muy emocionado, y Bob preguntó:
—¿Qué podemos hacer?
—Díselo a la señorita.
—No, cómo se lo voy a decir.
—¡Pues cántaselo!
Pero Bob pensaba que era mejor preguntar primero a Floricel lo que tenían que hacer; Floricel seguía tocando el violín frente a su ventana abierta, y Kásperle subió a su habitación, se plantó delante de él y se le quedó mirando; Bob le había dicho que procurara averiguar con disimulo si Floricel estaba enamorado de aquella señorita. Y Kásperle le dijo de buenas a primeras, gritando:
—¿Estás enamorado de la señorita?
—¡Qué bobo es! —murmuró Bob, que escuchaba detrás de la puerta—. ¡Vaya una manera de averiguar las cosas con disimulo!
—¿De quién? ¿Qué quieres? —preguntó muy sorprendido Floricel.
—De esa. Kásperle pensaba que no podía ser más que de aquella joven.
—Sí, déjame en paz, anda —dijo Floricel, sin saber qué quería Kásperle.
—¡Ya me lo figuraba! —exclamó Kásperle, y salió corriendo a buscar a Bob. Mientras tanto, Bob había estado hablando con un jardinero, que le había contado que en la casita amarilla del otro jardín vivía un señor muy viejo y muy avaro; aquel señor tenía encerrada en su casa a una sobrina suya, muy joven y muy guapa, porque la sobrina era muy rica y quería casarla con el señor Diente de León, que era también muy rico. Y la encerraba para que la joven no viera a nadie y no quisiera casarse con otro hombre.
—¡Nosotros la salvaremos! —exclamó Kásperle al oír la historia, y trepó con Bob a la tapia del jardín. En el otro jardín vieron una dama que se estaba paseando, y que llevaba un velo largo y negro.
—¡Ahí está! —gritó Kásperle.
—¡No, no es ella! —dijo Bob.
—¡Sí, es ella; cántale ahora una canción, anda!
La dama del velo negro se sentó en un banco del jardín, y Kásperle dio un empujón a Bob; Bob se cayó al otro jardín, y se acercó por detrás al banco donde estaba la dama y empezó a cantar bajito:
«Hermosa dama:
Floricel te ama.
Si tú le amas a él
qué feliz será
nuestro Floricel».
Entonces la dama se volvió, y… ¡Santo cielo, qué susto! Era una vieja muy fea, que miraba a Bob con cara de bruja, y le preguntó luego con una vocecita muy ridícula:
—Dígame, joven, ¿quién es ese señor Floricel?
Pero Bob salió corriendo y se saltó la tapia de un brinco, tiró de Kásperle y los dos se cayeron sobre un rosal; ni al rosal ni a ellos les resultó aquello agradable. Bob y Kásperle se llenaron de arañazos la cara y las manos; y entonces míster Stopps empezó a llamarles desde su ventana, y la dama del velo negro gritó algo desde el otro jardín.
Bob y Kásperle subieron corriendo al cuarto de míster Stopps, que les miró asustado y les preguntó qué les había pasado; y le contaron que se habían caído en un rosal, pero no dijeron nada de la dama del velo. Pero, en aquel momento, se abrió la puerta del cuarto, y la dama del velo entró preguntando:
—¿Está aquí un señor Floricel?
—Yo soy Floricel —dijo el músico, mirando muy asombrado a la dama; y ella le miró poniendo una carita muy dulce, y, de pronto, ¡clinc!, se abrazó al cuello de Floricel, que puso cara de espanto.
—¡Ay! —suspiró la dama—. ¡Yo no sabía que me amabas, hermoso joven! ¡Lo acabo de saber por tu criado!
Floricel estaba asustadísimo y quieto como un poste, y míster Stopps preguntó:
—¿Quién ser, quién ser?
—¡Es mi novio! —chilló la dama.
—¡No, que ésta no era, que nos hemos equivocado! —gritó entonces Kásperle—. ¡Esta no era, esta es un fantasma!
La dama se asustó al ver la narizota de Kásperle y su cara de pillo, y como Floricel no la sujetaba, al soltarse de su cuello se cayó a los pies de míster Stopps.
—¡Oh, por favor; oh, por favor! —dijo míster Stopps—. ¡No hacer esto!
—¡Qué horrible, qué desagradable! —chilló la dama; y miró a Bob y dijo—: ¡Este es el que me ha cantado, él tiene la culpa de todo!
—¡Sí, yo he cantado, pero no quería cantarle a usted, nos hemos equivocado!
—¿Y a quién le quería usted cantar? Ah, ah, ya me lo imagino… Ustedes querían cantarle a la señorita Ángela, la pupila de mi primo. ¡Muy bonito, muy bonito! ¡Ahora mismo se lo diré a mi primo! —Y la dama salió del cuarto corriendo y furiosa.
Míster Stopps preguntó sin entender nada:
—¿Qué querer ella, qué querer?
—¡Me quería a mí para novio! —exclamó Floricel indignado—. ¡Y Kásperle y Bob tienen la culpa de todo!
—¡La culpa la tiene Bob! —dijo Kásperle, y Bob le dijo con pena:
—¡Hombre, Kásperle, parece mentira…!
—¡Yo también tengo la culpa! —gritó entonces Kásperle—. ¡Yo tengo la mayor culpa de todo, la más grandísima! ¡Pero, yo no tengo la culpa de que la que se sentó en el banco no fuera la que tenía que ser, sino la que no era, y lo que yo quería era ayudar a Floricel!
Y entonces Floricel le dijo con mucho cariño:
—¡Qué bobo eres, Kásperle, qué bobo y qué bueno y cuántos jaleos metes siempre! ¿Por qué querías ayudarme?
—¡Porque tú querías una novia que no era la del banco y…!
—¡Si yo no quiero ninguna novia! ¿De dónde has sacado esa idea?
Bob explicó toda la historia, y míster Stopps le escuchó asombrado; y luego dijo Floricel riendo:
—¡Pero si yo no conozco de nada a la señorita del coche!
—¡Sí señor, que le dijiste adiós desde nuestro coche y tienes su retrato!
—¡El retrato lo encontré ayer en la escalera; y todos le dijimos adiós al pasar! Ese retrato debe de ser del señor Diente de León, y se lo pienso devolver en cuanto le vea.
—¡Pero si tú me dijiste que estabas enamorado de la señorita!
—Era una broma, hombre; no sabía qué me estabas diciendo.
—¡Vaya…! —dijo Kásperle, poniendo una cara tan boba que todos se echaron a reír; y tuvieron que contarle toda la historia tres veces a míster Stopps, que no acababa de entenderla. Al fin dijo el inglés:
—Bien, bien, ahora tenemos que seguir el viaje.
—¡Muy bien, viva, nos vamos otra vez de viaje! —gritó Bob. Pero Kásperle puso una cara muy triste y dijo a Floricel:
—Oye, si tú no te casas con la señorita Ángela, tendrá que casarse con el señor Hocico de León…
—Diente de León, pequeño; sí, no debe de ser agradable casarse con él. Pero, no conozco nada a esa joven, Kásperle; compréndelo.
Kásperle se quedó callado, y mientras Bob iba a hacer las maletas, se escapó del cuarto. Salió al jardín, se subió a la tapia sin que le vieran, se quedó allí muy triste mirando al otro jardín, y de pronto vio que se acercaban por aquel jardín dos señores paseando; iban hablando de algo que Kásperle no comprendía, pero en esto llegó la dama del velo negro, gritando:
—¡Quieren raptar a Ángela!
—¿Qué dices? ¿Quién va a raptar a Ángela?
—¡Unos que están en el hotel de enfrente! ¡Uno que se llama Stopps!
—¡Es el Príncipe! —dijo el señor Diente de León, y le contó al otro señor que había un príncipe en el hotel del «Claro de Luna»; y la dama explicó lo que le había pasado.
—¡Qué atrevimiento! ¿Piensan raptar a Ángela de verdad? —dijo el señor viejo. Y su prima dijo:
—Por ahí viene Ángela; pregúntale por Floricel, seguro que le conoce.
La hermosa joven que Kásperle había visto por el camino llegaba ahora paseando despacio; iba muy triste, y Kásperle pensó:
—Cuando se sonríe es mucho más guapa.
Pero Ángela no se sonreía, y en cuanto llegó donde estaban los otros, empezaron a hacerle muchas preguntas y a regañarla, y ella se echó a llorar. Kásperle estaba a punto de empezar a berrear al verla tan triste, pero se puso furioso cuando oyó decir al señor Diente de León que lo mejor era casarse al día siguiente.
—Muy bien, sí, sí; y mientras tanto, encerraremos a Ángela en la casita del jardinero —dijo el viejo muy enfadado.
Entonces Ángela dijo que no la encerraran allí, que estaba muy oscuro y le daba miedo, porque había ratones y a lo mejor también había murciélagos. Pero cuanto más lloraba, más la regañaban el viejo y la tía, que no hacían más que repetir:
—¡A encerrarla, a la casa del jardín!
Kásperle estaba indignado; vio cómo se llevaban a Ángela a la fuerza a la casita vieja del jardín, y la metían dentro; y cuando el viejo iba a cerrar con llave, Kásperle le tiró un palo a la cabeza. En aquel momento sintió que le sujetaban por detrás, y oyó la voz de Floricel que le decía bajito:
—¡Quieto, Kásperle, no te muevas!
Kásperle se quedó muy quieto, y oyó que en el otro jardín gritaban:
—¿Quién ha tirado un palo, quién?
Floricel escondió a Kásperle entre unas matas, y en aquel momento se asomó por la tapia el señor Diente de León, para mirar, y dijo:
—Por aquí no hay nadie, ha tenido que ser una rama seca, que se ha caído de un árbol; querido señor, esto es señal de que no debe usted encerrar a Ángela.
—¡He dicho que la encierro, y la encierro! —gritó el viejo. Se quedaron hablando los dos un rato, y al fin se marcharon. Kásperle y Floricel oyeron que todo quedaba en silencio, y luego dijo Floricel:
—Mira, Kásperle, vamos a ayudar los dos a esa pobre Ángela; pero tienes que callarte, ¿eh?
Kásperle prometió no decir ni una palabra, y los dos volvieron a trepar a la tapia; miraron bien a todos lados, y luego Floricel se subió al tejado de la casita del jardín y se puso a cantar:
«Mi bella señorita:
quédate quietecita.
Y no te emociones
si salen ratones.
Yo vengo a salvarte
y de aquí a sacarte.
Por la noche nos iremos
y el mundo recorreremos».
Durante un rato no se oyó nada en la casita; y luego se oyó una voz que cantaba muy bajito:
El que canta es Floricel
y me marcharé con él.
—¡Qué bonito resulta todo esto! —pensó Bob, que estaba oyéndolo todo desde el jardín del hotel. Y cuando Floricel volvió, le dijo a Bob:
—Tienes que ayudamos; hay que salvar a Ángela.
Y Bob, que estaba encantado de poder burlarse de tres bobos, contestó:
—Sí, a medianoche la sacaremos de la casita, y la señorita Ángela irá con nosotros como si fuera el nuevo criado de míster Stopps.
—¿Es que míster Stopps busca otro criado?
—¡No se enterará de que hay otra persona en la parte de atrás del coche!
—Pero ahora, vámonos al hotel; está lleno de curiosos que quieren ver al Príncipe.
—¿Y qué les vamos a decir?
—Muy sencillo, Kásperle; te metes en la cama y haces de Príncipe. Míster Stopps está dormido. Ven, vamos por la puerta de atrás, que no nos vea nadie.