Bob, el criado de míster Stopps

DÍME, míster Stopps, ¿cómo es Bob? —preguntó Kásperle mientras la diligencia corría hacia la próxima ciudad. Y míster Stopps contestó:

—Bob ser gordo y tonto.

Kásperle puso una cara de desilusión muy divertida, y míster Stopps se echó a reír, y también se asombró un poco al oír que el pequeño decía:

—Pues ya no seré su amigo.

—Oh, sí, yo estar seguro de que tú ser amigo de Bob. Él ser insoportable.

Gordo, tonto, insoportable, ¡vaya un cuadro! Kásperle dijo:

—No, me parece que no me va a gustar nada tu criado, no seré su amigo.

En aquel momento, la diligencia se cruzó con el coche donde viajaba aquella joven tan guapa; Enrique, el cochero, le gritó al cochero del otro carruaje:

—¡Eh! ¿Siempre a paso de carreta? Tú no llegarás nunca…

Pero el otro cochero, que tenía una cara muy antipática, no contestó.

Kásperle dijo adiós a la joven, que iba otra vez llorando, y para distraerla hizo unas cuantas muecas divertidas, pero ella no se sonrió siquiera. Entonces Floricel se puso a tocar el violín, pero la música puso todavía más triste a la joven, aunque por lo menos les dijo adiós con el pañuelo. Kásperle estaba muy emocionado al ver a aquella señorita tan triste, y le dio un codazo a míster Stopps y le dijo:

—Tienes que llevarla también con nosotros de viaje.

—¿Yo llevar a quién?

Míster Stopps tardó un buen rato en comprender lo que quería Kásperle, y al fin dijo que era un disparate, que no podían llevarse una señorita desconocida sin permiso de sus padres.

—¡Pero es que está llorando! —gritó Kásperle, impaciente.

—¡Oh, si llorar, ella después dejar de llorar!

Míster Stopps estaba un poco enfadado, porque Kásperle seguía pidiendo que se llevasen a aquella desconocida. En esto, llegaron a las puertas de una ciudad. La ciudad parecía más grande que Torburgo, muchísimo más grande; y Kásperle, que nunca había estado en ciudades importantes, lo iba mirando todo con gran asombro, y decía adiós a la gente de las calles. La gente acabó por fijarse en él, y se preguntaba:

—¿Quién será ese ser tan extraño que pasa en coche?

—No deje usted que Kásperle se asome a la ventanilla, que acabaremos teniendo alguna complicación —dijo el cochero a míster Stopps; pero, el consejo llegó tarde. Estaban pasando por delante de una escuela, y en aquel momento salían los niños de clase. Kásperle se había asomado bien fuera de la ventanilla y estaba haciendo las muecas más raras del mundo. Los niños, armando mucho alboroto, rodearon a la diligencia, y los caballos, asustados, se pararon.

—¡Kásperle! Míster Stopps tiró del traje de Kásperle y le hizo sentarse en su sitio, pero fue peor, porque todos los niños de la escuela querían seguir viendo a Kásperle, y se subieron a los estribos del coche, y las niñas chillaban que las dejasen ver.

—¡Oh, niños, oh, fuera, fuera! —gritó míster Stopps.

—¡Estoy más muerto que un ratón! —gritó Kásperle desde el fondo del asiento. Y le contestó un griterío como para volverle a uno sordo:

—¡Ay, qué risa! ¡Dice que está muerto! ¡Dice que está más muerto que un ratón!

—¿Estás muerto, estás muerto? ¡A ver, que te veamos lo muerto que estás!

Kásperle les sacó la lengua y luego imitó la cara de míster Stopps. A los niños les gustó mucho aquello y chillaban:

—¡Repítelo, hazlo otra vez! ¡Huy, si parece ese señor tan feo que va con él!

El bueno de míster Stopps perdió la paciencia, y dio a Kásperle un par de azotes fuertes y gritó al cochero que siguiera. Pero el cochero no podía hacer andar a los caballos, porque estaban rodeados por cien niños que gritaban como locos.

—Imposible, señor. No podemos seguir —dijo el cochero a míster Stopps.

Entonces Floricel sacó su violín y tocó y cantó esta canción:

«A casa, niños,

la madre os espera

con buena comida

y postre de pera.

Si no os marcháis pronto

vendrá la trapera

y os llevará a todos

dentro de una estera.

A casa, a casita

nos queremos ir,

estamos cansados,

vamos a dormir».

Y Kásperle cerró los ojos y se hizo el dormido. Pero los niños no querían dejar de mirarle, y Floricel les cantó esto:

«A los niños que miran

tan curiosones

se les saldrán los ojos

por ser mirones».

Entonces los niños se avergonzaron y se fueron marchando, y Kásperle se quedó dormido de verdad. Y no se despertó hasta que el coche se detuvo delante de una casa muy hermosa, que era el hotel más elegante de la ciudad. Encima de la puerta había un escudo grande y plateado en forma de luna, y míster Stopps despertó a Kásperle y le dijo:

—Ya estamos aquí, esto ser «Al Claro de Luna».

Kásperle se frotó los ojos, miró hacia la calle y dijo:

—¿Qué dices de la luna? Yo veo brillar el sol todavía…

—Luz de la luna, «a la luz de la luna», eso ser «Claro de Luna».

—No, eso es el sol, qué va a ser la luna.

Floricel tuvo que explicarle que el hotel se llamaba «Al Claro de Luna», y que iban a bajarse allí.

—¡Oh, y allí estar Bob, mi querido Bob! —exclamó míster Stopps.

Sí, allí estaba Bob; había un hombre joven, alto y con cara simpática al lado de otro hombre pequeño y gordo y con cara de pocos amigos. Kásperle pensó que Bob no le gustaba nada, y que efectivamente era gordo, tonto y desagradable; no comprendía cómo le quería tanto míster Stopps. A lo mejor no era tan desagradable como parecía. Kásperle se bajó del coche, se acercó al hombre bajo y gordo, le dio una palmada en el estómago y dijo:

—¡Hola, Bob, yo soy Kásperle!

—¡Ya veo que eres un monigote descarado, y a mí no me llames Bob! —contestó el hombre de muy mal humor y le dio una bofetada a Kásperle, que se escondió en el coche del susto que se llevó. El hombre joven y alto se acercó en seguida, míster Stopps le dio un abrazo y le dijo:

—¡Buenos días, Bob! ¿Cómo estás? Ese ser Kásperle, ser un poco tonto. Kásperle; ¿por qué tú hablar con señor desconocido?

—Se ha creído que aquel hombre era yo —dijo Bob divertido— y se lo ha tomado a mal; pero, míster Stopps, ¿qué criatura más rara se trae usted?

—Ser un Kásperle.

Kásperle, mientras tanto, lloraba dentro del coche y decía:

—¡Yo no he hecho nada…! ¡Yo sólo he dado los buenos días a Bob!

—¡Bob ser este aquí!

—¡No, que tú habías dicho que Bob era gordo, que era tonto y que era insoportable, y es ese otro!

El gordo le oyó, y se acercó al coche hecho una fiera, gritando:

—¿Que yo soy gordo, tonto, insoportable? ¿Eh, yo soy eso?

—¡Oh, no señor, no! ¡Usted ser flaco, listo y agradable! —le dijo míster Stopps muy furioso y muy severo.

—¡Ah, bueno! Había entendido mal. Bueno, sí, ahora estamos de acuerdo.

Kásperle miró con asombro a míster Stopps, y Floricel y Bob se echaron a reír, porque se daban cuenta de que míster Stopps confundía las palabras. Bob, que no era inglés, comprendió en seguida lo que quería decir su amo, y se acercó a Kásperle, le sacó del coche y le explicó lo que pasaba, y Kásperle se empezó a reír como loco. En seguida se hicieron buenos amigos Bob y él, porque el criado del inglés era muy simpático. Y cuando pasaron por delante del señor gordo, Kásperle le hizo un saludo y dijo:

—¡Adiós, señor Tontilisto de los Soportables!

El señor comprendió que Kásperle le estaba tomando el pelo y gritó:

—¡Soy el señor Diente de León, tenedlo en cuenta!

—¡Y yo soy el conde Kásper de Torburgo, y este es el príncipe Stopps, tenedlo en cuenta tú también! —dijo Kásperle muerto de risa, porque se creía que aquel señor no podía hablar de aquella manera en serio. Pero, el señor era tonto de verdad, y se creyó lo que le decía Kásperle, le saludó con mucha ceremonia y dijo:

—¡Señor Conde, perdóneme si yo…!

—¡Estoy enfadadísimo porque usted me ha pegado, y el Príncipe ha dicho que es usted gordo, tonto, insoportable!

Al señor Diente de León le dio mucha vergüenza que un príncipe inglés le llamara tonto y todo aquello, y sujetó por una manga a Kásperle y le suplicó:

—¡Querido pequeño Conde, no me guarde rencor, es usted un condesito muy gracioso y muy simpático!

—¡Claro que sí! —chilló Kásperle, y el señor Diente de León por poco se queda sordo y se marchó corriendo. Míster Stopps, Bob y Floricel estaban ya dentro del hotel, y Kásperle dio un brinco y se plantó delante del dueño del «Claro de Luna». El dueño se asustó y dijo:

—¡Dios mío! ¿Qué es esto?

—¡Esto es el célebre conde Kásperle de Torburgo! —le dijo Kásperle a gritos—. ¡Y estoy dando la vuelta al mundo con mi señor el príncipe Stopps!

—¿Un príncipe? El dueño del «Claro de Luna» se inclinó saludando muy ceremoniosamente a Kásperle; hasta entonces no había tenido en su hotel ningún Kásperle que fuera conde, ni ningún príncipe; y antes de que míster Stopps pudiera aclarar las cosas, todos los criados del hotel andaban corriendo de un lado a otro y diciendo:

—¡Hay que preparar las mejores habitaciones para estos señores!

—¡Si ya he encargado las habitaciones! —dijo Bob.

—¡Esas no sirven, no; esas no son bastante elegantes para unos huéspedes como ustedes!

—Kásperle, qué embustero eres —le dijo Bob; y ya le iba a tirar de las orejas, cuando vio la cara tan simpática que ponía Kásperle y dijo—: Bueno, serás un pillo, pero me gustas.

Míster Stopps no dijo nada; estaba asombrado de todo el jaleo que se había armado a su alrededor, y se dejó llevar de un lado para otro, y cada vez que alguien le hacía una reverencia, preguntaba a Bob:

—¿Qué querer él, Bob, qué pasar?

Y entonces Bob hacía también una reverencia y el dueño del hotel le llamaba «señor secretario».

Llevaron a los viajeros efectivamente a las mejores habitaciones; y en el momento en que míster Stopps quería cambiarse de ropa, entró en su cuarto el dueño del hotel, hizo una reverencia y le preguntó si le gustaba aquel cuarto; y entonces Kásperle se le agarró a una pierna, y Bob, por imitarle, se le agarró a la otra; y el dueño del hotel salió corriendo y le fue a decir a su mujer que no se acercara al príncipe, porque iba acompañado de dos personajes muy extraños. Bob oyó lo que decía, y como era tan travieso como Kásperle, se puso de acuerdo con el pequeño para gastar más bromas. Hablaron en secreto un ratito, y Kásperle dijo ¡Muy bien!, y empezó a dar volteretas por el cuarto.

—¡Oh, Kásperle, oh! —exclamó míster Stopps—: ¡Precisamente yo ahora querer descansar!

—¡Yo también! —dijo Kásperle, acurrucándose encima de míster Stopps.

—¡Oh, Kásperle, tú ser bueno, yo ti querer!

—¡A comer, a comer! —dijo entonces Federico, el camarero, que quería parecer muy fino y entró dando alegres gritos y haciendo reverencias. Y Bob le dio un tirón de la nariz.

—¡Oh, Bob, oh, increíble! —exclamó míster Stopps, mientras Federico salía del cuarto corriendo y gritando.

—Estilo Kásperle… —dijo Bob, que no era aficionado a las contestaciones largas; pero esta vez míster Stopps quiso saber en qué consistía el estilo Kásperle. Y en esto entró en la habitación el señor Diente de León, que también vivía en el hotel «Al Claro de Luna»; y antes de que pudiera abrir la boca, recibió un par de patadas en la nariz, miró a ver quién se las había dado, y vio a Kásperle y a Bob muy serios y muy tiesos cada uno a un lado.

—¿Qué es esto? —preguntó el buen señor, espantado.

—¡Costumbres!

—¡Costumbres…! ¿Dónde tienen estas costumbres?

—En nuestra tierra.

Bob estaba tieso como un poste y contestaba sin mover ni una ceja.

—¡Son unas costumbres deplorables, sí señor! —dijo el señor Diente de León, mientras míster Stopps, tumbado en el sofá, le miraba con sus lentes, muy fijamente, y preguntaba:

—¿Quién ser este señor?

—Es el señor de la Boca del León —explicó Bob.

—¡Diente de León, majadero! —dijo el visitante, ofendido.

—Perdón, es el señor de los Dientes de la Boca del León Majadero.

El visitante estaba a punto de estallar de rabia, pero entonces Kásperle empezó a soltar esas carcajadas que sólo pueden soltar los kásperles, y Bob le imitó, y a la vez abrió la puerta y el señor Diente de León salió muy digno y muy furioso.

—¡Uf! —exclamó míster Stopps—. ¡Qué personas raras hay aquí! Ahora yo querer comer.

Kásperle y Floricel se alegraron de oírle, porque también tenían hambre, y Bob salió muy tieso de la habitación para encargar la comida de su señor el príncipe Stopps. Y al pasar por un corredor vio al señor Diente de León, que se estaba entrenando a dar patadas al aire con un pie y luego con otro, para aprender el extraño saludo que era costumbre en la corte del príncipe Stopps; y es que el pobre señor Diente de León era bastante inocente.

—¡No es así, señor; mire cómo se hace! —dijo Bob, y levantando la pierna rápidamente le dio al señor Diente de León un puntapié en la nariz.

—¡Fresco, descarado!

—¡No me ofenda, señor de los Dientes del Hocico del León! —contestó el fresco de Bob, y se marchó.

Un rato después, en la habitación de míster Stopps se sirvió una comida muy buena, y Kásperle devoró como un lobo; Bob le ponía los pedazos más grandes de todo. Floricel estaba muy alegre, pero cuando míster Stopps le pidió que cantara, cantó una canción triste que decía:

«Tres hojitas verdes

tiene el arbolé,

la una en la rama,

las dos en el pie.

¡Ay, amor, amor!

Las dos en el pie».

—¡Qué curioso, qué curioso, un arbolé con tres hojas solamente! —dijo míster Stopps medio dormido; y en seguida se durmió del todo.

Kásperle también tenía sueño, pero Bob le cogió de la mano y dijo:

—Ven conmigo, que tienes que enseñarme muchas cosas.

Y mientras míster Stopps dormía y Floricel paseaba por la ciudad con su violín, Bob y Kásperle daban volteretas y hacían payasadas en el cuarto de Bob; el criado del inglés era casi como un kásperle, pero no del todo. Para ser un kásperle de verdad tiene uno que nacer kásperle. Y el padre de Bob sólo había sido sastre, y se pasó la vida sentado encima de una mesa, cosiendo.

Aquella tarde, Bob y Kásperle se hicieron amigos para siempre; y Bob prometió a Kásperle que le ayudaría a buscar la Isla de Kasperlandia.