EN la fonda del «Botón de Oro» todos pensaban que ocurriría algo al marcharse míster Stopps y Kásperle; pero no pasó nada de particular. La diligencia se paró delante de la casa, míster Stopps y Kásperle se metieron en el coche, el cochero tocó la trompeta y salieron sin más ceremonias. Kásperle no se cayó del coche, los caballos no se desbocaron, no les asaltó ningún bandido en el camino. Tampoco Kásperle deseaba que llegaran los ladrones a llevársele; lo estaba pasando muy bien en aquel viaje y no quería que le raptasen. Kásperle iba comiendo, gastaba bromas, sacaba la narizota por la ventanilla y se burlaba de todas las personas que se cruzaban con la diligencia. Y las personas no se enfadaban y se reían al verle. Míster Stopps pensó que era una buena cosa viajar con un kásperle. Y una vez hizo parar al cochero, porque Kásperle decía que sería muy agradable bajarse un poco y sentarse entre dos grandes tilos que había visto, para mirar el campo y cantar.
—Oh, yes, cantar ser cosa hermosa. ¿Tú saber cantar?
—¡Ya lo creo! Canto estupendamente.
—¡Oh, yo amar la música! ¡Tú cantar ahora! —Y Kásperle abrió su bocaza y empezó a cantar con una voz que parecía un rebuzno:
«¡En el campo nacen flores
y en el mar nacen corales,
y en mi corazón amores
y en el tuyo falsedades!»
—¡Oh, horrible, horrorosamente horrible! —gritó míster Stopps, tapándose las orejas. Pero Kásperle estaba convencido de que cantaba bien y siguió:
«Cómo quieres que te quiera
y que te guarde cariño…»
Pero se calló al oír que una voz muy hermosa, muy afinada, continuaba la canción desde el camino:
«… cuando tú ya has olvidado
lo mucho que te he querido…»
¡Cielos, qué bien cantaban! ¿Quién sería? De pronto Kásperle se tiró sobre la hierba y se echó a llorar; y por el camino se acercó un músico ambulante, un caminante que le llamó con alegría:
—¡Kásperle, Kásperle! ¿Vas de camino tú también?
Era Floricel el Músico, que volvía otra vez a su tierra; y Kásperle recordó cómo le había acompañado Floricel, hacía algunos años, hasta Torburgo, con el hombre del guiñol. ¡Ay, qué pena, ahora tenía que abandonar aquel país donde le quedaban tan buenos amigos! Su corazoncito de kásperle se puso muy triste otra vez, y le hacía llorar con tanta pena que míster Stopps le preguntó muy preocupado:
—¿Tú tener hambre otra vez?
—No, lo que le pasa al pobre pequeño es que se acuerda de su casa —dijo Floricel a míster Stopps—. Tiene morriña.
—¿Murriña? ¿Eso qué ser?
—Es una cosa muy mala, que duele mucho dentro.
—¿Kásperle va a morir de esa cosa muy mala?
—No, no se morirá, pero tiene usted que ser bueno con él; tiene usted que ser muy cariñoso, porque el pobrecito no tiene una verdadera familia ni una patria.
—¡Oh, qué cosa más curiosa!
Al oír la palabra «patria», Kásperle recordó que Floricel le había prometido buscar su patria, la tierra de los kásperles. Y gritó:
—¿Has encontrado mi isla?
—Ay, no, querido Kásperle, no la he encontrado.
—¿Por qué, por qué?
Floricel dio un suspiro muy hondo y luego contestó:
—Porque soy muy pobre. No tengo dinero para ir tan lejos, por tierra y por mar…
Lo decía con una voz muy triste, y Kásperle rebuscó corriendo en sus bolsillos hasta que encontró unos céntimos, y se los dio a Floricel diciéndole muy convencido:
—Toma, te los regalo; ya puedes ir por el mundo, por tierra y por mar. Floricel se echó a reír, y míster Stopps miró a Kásperle con mucho asombro; vio las lágrimas que tenía en los ojillos y pensó que sería una gran cosa que Kásperle llegase a quererle a él, que no tenía a nadie en el mundo que le quisiera. Y no sabía si dar dinero a Floricel para poner contento a Kásperle. Pero entonces vio que aquel joven caminante estaba muy contento de la vida, que no deseaba dinero, y comprendió que en el fondo era más rico que él. Aquel músico ambulante sabía cantar y hacer versos, ¿no era aquello como una gran riqueza? Así que míster Stopps le pidió a Floricel con mucha cortesía que le cantase algo más, y Kásperle dijo:
—Anda, sí, Floricel; canta, que yo cantaré contigo.
—Mira, Kásperle, es mejor que tú te calles y escuches —dijo Floricel y empezó a cantar:
«A los árboles altos
los lleva el viento
y a los enamorados
el pensamiento,
ay, vida mía,
el pensamiento…».
Míster Stopps le escuchaba encantado, pensando que una persona capaz de cantar así era como un rey; y le pidió que siguiera. Floricel afinó su violín, y mientras cantaba se acompañó tocando.
«Corazón que no quieras
sufrir dolores:
Pasa la vida entera
libre de amores.
Ay, vida mía,
libre de amores…»
Cuando Kásperle oía una canción bonita, se acordaba de su patria, la Isla de Kasperlandia; ahora le pasó lo mismo, y se echó a llorar. Estaba tumbado boca abajo en la hierba y lloraba tanto que míster Stopps se asustó y le preguntó:
—¿Te encuentras mal? ¿No quieres que nosotros sigamos el viaje?
—¡No! —chilló Kásperle.
—Pero, Kásperle —le dijo Floricel con mucho cariño—. Si vas a ir por todo el mundo con este señor… A lo mejor encuentras tú mismo tu Isla…
—¡Ven tú también! —le suplicó Kásperle.
—¡Oh, yes, sí, usted por favor venir también! —le rogó míster Stopps; pero Floricel no quería ir con ellos, y míster Stopps cada vez deseaba más que les acompañase, porque aquel inglés era de esas personas que desean precisamente lo que parece más difícil de conseguir.
—¡Por favor, venga usted con mí como mi compañero de viaje! ¡Y yo a usted daré mucho dinero!
—No, muchas gracias —le contestaba Floricel—. Un músico, un poeta tiene que estar libre.
—¡Venir usted como mi invitado!
—No, muchas gracias, no puedo.
Y entonces Kásperle le dijo con voz muy suplicante:
—Tú eres mi amigo, Floricel, ven conmigo…
—¡Oh, sí, usted venir como amigo de Kásperle!
Y entonces Floricel dijo que sí. Se subió con ellos a la diligencia, y no dejó de cantar en todo el camino. Y Kásperle estaba contentísimo y cantaba también de vez en cuando, aunque sólo parecía que chillaba. Y al cabo de un buen rato se cruzaron con un gran coche de viajeros, y vieron que dentro iba una joven muy guapa que estaba llorando.
—¡Marilena! —gritó Kásperle al verla, y le hizo muchos gestos con la mano.
Pero no era Marilena, sino una muchacha desconocida que lloraba con mucha pena, y Kásperle dijo:
—Tenemos que llevarla también con nosotros.
—¡Oh, no, Kásperle, ya no más! —dijo míster Stopps, y pasaron de largo.
La diligencia siguió por el camino, y al fin llegaron a una posada. En la puerta había un letrero que decía: «La Corona Verde», y era una casita muy alegre y atractiva. No vieron a la puerta a uno de esos posaderos gordos, sino a una mujer muy amable que les dijo:
—Pasen, señores, que en seguida les pondré la comida.
—Oh, muy bien, nosotros querer comer.
—¡Sí, queremos comer, yo me muero de hambre! —chilló Kásperle, saliendo del coche de un brinco.
—¿Quieren los señores comer en el jardín? —preguntó la mujer.
—¡Sí! —contestó Kásperle sin consultar con nadie. Y entonces la mujer pensó que Kásperle debía de ser un príncipe, ya que sus acompañantes hacían lo que él quería; se inclinó ante él con una reverencia muy profunda y dijo:
—¿Su Alteza el Príncipe comerá también pastel?
¡Qué pregunta! Kásperle sonrió con toda su bocaza y exclamó:
—¡Sí, muchísimos pasteles, tengo un hambre atroz!
—Serviré en seguida a vuestra alteza —dijo la mujer, y entró corriendo en la casa, llamó al cocinero y a las criadas y a sus dos hijos, y les dijo que se portaran con mucha educación, porque había llegado un príncipe a la posada, y que sin duda debía de ser hijo de un rey.
¡Un príncipe! Paquito y Juanito, los dos hijos de la dueña de la posada, salieron corriendo a curiosear; nunca habían visto un príncipe, y se quedaron mirando a Kásperle con la boca abierta. ¡Qué pinta más rara tenían los príncipes!
Kásperle les guiñó un ojo; los dos niños eran más o menos de su tamaño y sabía que dentro de pocos minutos serían buenos amigos suyos. Así que para animarles empezó a dar volteretas, mientras la mujer decía dentro de la casa a la muchacha:
—¡Catalina, bate bien la nata, que un príncipe tiene que tomar los pasteles muy bien hechos!
Paquito entró corriendo en la cocina y dijo:
—¡Está dando volteretas! —y volvió a salir corriendo, para no perderse nada, porque Kásperle había empezado a hacer todas las payasadas que sabía, como si estuviera haciendo guiñol en una plaza.
Aquellos dos niños no habían visto nunca nada parecido, porque no iban a la ciudad; no sabían lo que es el guiñol, y creyeron que las payasadas y los brincos que daba Kásperle eran costumbres de los príncipes y le miraban con mucho asombro. A Kásperle le divertía mucho que le mirasen con tanta atención, y como míster Stopps y Floricel se habían ido a sentarse a la sombra y no le veían, hizo las cosas más disparatadas que se le ocurrieron. Imitó los ladridos del perro de la posada, los cacareos de las gallinas, los graznidos de los gansos, y los maullidos del gato; y los animales que andaban por allí se alborotaron y empezaron a armar un jaleo enorme. Y el ganso, que era muy antipático, quiso picar a Kásperle, que saltó por encima de la cabra; la cabra fue a toparle, y Kásperle pasó por debajo de ella y agarró al gallo por la cola; el gallo chilló como si le matasen, y Paquito y Juanito se retorcían de risa. Cada vez hacían más ruido entre todos, y míster Stopps se preguntó qué estaría pasando; Floricel no se preocupaba, porque ya sabía que donde estaba Kásperle había siempre mucho jaleo. Pero la mujer oyó también el alboroto desde la cocina, y salió corriendo y gritando:
—¡Pero hijos, hijos, qué jaleo! ¿Os habéis vuelto locos? —y entonces vio a Kásperle en el suelo y pensó que sus hijos le habían tirado y empezó a pegarles una paliza tremenda; pero, en aquel momento llegaron míster Stopps y Floricel, y míster Stopps gritó:
—¡Ooh, Kásperle, oh!
Y Floricel le regañó a Kásperle diciendo:
—¡Eres malísimo Kásperle, siempre haces alguna trastada!
—¿Kásperle? —preguntó la mujer muy asombrada—. ¿Cómo puede llamarse un príncipe sólo Kásperle, como si fuera un monigote de feria?
—¡Soy un príncipe, sí señor! ¡Soy el príncipe de los kásperles! —dijo Kásperle dando volteretas y revolcándose por el suelo, y luego soltó esas carcajadas que sólo los kásperles son capaces de soltar y que se contagian tanto, y todos acabaron riéndose muchísimo. A Juanito se le saltaron los botones de la chaqueta de tanto reírse, míster Stopps tuvo que sacar su pañuelo azul y la mujer de la posada se sujetaba los costados que le dolían de tanta risa. Y detrás de ella se reían también las muchachas, y todos los animales seguían alborotando; parecían locos.
Y justo en aquel momento pasó un coche por el camino; y vieron asomada a una ventanilla del coche a la muchacha guapa y pálida, que les dijo adiós. Kásperle se quedó muy serio de pronto y dijo:
—¡Cómo se parece a Marilena!
—Pero no es ella, porque Marilena es rubia —dijo Floricel.
Y la mujer de la posada exclamó entonces:
—¡Pero si Kásperle está llorando! ¿Qué le pasa ahora?
Sí, Kásperle estaba llorando. Menos mal que la mujer dijo que el pastel de nata ya estaba a punto; Kásperle se secó las lágrimas y todos entraron a comer. Pasaron unas horas muy agradables en aquella posada, y cuando llegó la tarde y los viajeros se despidieron de los de la casa, parecía que se conocían de toda la vida. No querían dejarles marchar, pero míster Stopps dijo:
—Yo tener que seguir viaje, porque en la próxima ciudad esperar Bob.
—¿Bob es acaso otro Kásperle? —preguntó Floricel.
—No, no kásperle; ser mi criado.
Kásperle se acordó entonces de lo bueno que había sido con él el criado Enrique del castillo de Altocielo, y dijo muy contento:
—Bob es muy simpático, voy a ser su amigo —y diciendo esto se subió a la diligencia, se despidió de todos los nuevos amigos de «La Corona Verde» y el coche siguió su camino. Floricel sacó su violín y se puso a tocar la canción de despedida que más gustaba a Kásperle:
«Adiós con el corazón
que con el alma no puedo;
al despedirme de ti,
al despedirme me muero…»
Y Paquito y Juanito se quedaron muy tristes cuando se marchó su nuevo y divertido amigo, y desde entonces, cuando alguien les preguntaba qué querían ser de mayores, contestaban:
—Queremos ser kásperles.
Ellos no sabían que para ser un kásperle hay que nacer kásperle; si no, no es posible.