Una terrible historia de ladrones

KÁSPERLE y su nuevo amo se despertaron poco antes del desayuno. El primero en levantarse fue míster Stopps; que dijo muy alarmado:

—¡Oh, oh! Aquí gruñir un perro…

—¡Qué va! —replicó Kásperle—. Aquí gruñir mi estómago.

—¡Oh, interesante, muy interesante!

—¡Tengo hambre!

—Yo también tener, yo también. Kásperle, nosotros querer comer.

Kásperle no tenía nada en contra de aquella idea; y pensó que míster Stopps era un señor muy razonable; bajó las escaleras detrás de él, y entraron juntos, alegres y hambrientos, en el comedor. No estaba allí más que el médico, y míster Stopps le hizo una reverencia muy ceremoniosa. Kásperle quiso imitar el cortés saludo de su amo, pero se inclinó tanto que dio un golpazo con su cabezota en el suelo.

—¡Se ha tenido que hacer daño, se habrá fracturado el cráneo! —gritó el médico; pero el médico no entendía nada de cabezas de kásperles, que son más duras de lo que parece. Kásperle se echó a reír, se subió a una silla, empezó a golpear con los pies sobre la mesa y a gritar:

—¡Quiero comer, quiero comer!

—¡Oh, shocking! —dijo míster Stopps, que encontraba a Kásperle poco fino.

—¡No quiero eso, quiero un bocadillo! —dijo Kásperle.

Shock, shock…, me parece que no tenemos ese plato, señor —dijo entonces el dueño de la posada. Y el médico se echó a reír, y míster Stopps les miraba a todos sin comprender nada.

Por fin les sirvieron el desayuno, que tomaron los tres juntos; y Kásperle encontró que míster Stopps era muy simpático, porque no le dijo ni una sola vez «no comas tanto», y porque le dio toda su compota. Y después el médico se puso a charlar con míster Stopps, que había corrido tanto mundo, y Kásperle pudo hacer lo que quiso. Después de una buena comida se ponía de buen humor y estaba dispuesto a hacer todas las trastadas posibles. Al mediodía había visto a la cocinera de la posada, que tenía un aspecto muy triste y malhumorado, y pensó que habría que gastarle alguna broma para que acabara por reírse. Así que entró en la cocina con aquel buen propósito.

La cocinera Amanda estaba sentada junto al fogón, y a su lado había dos muchachas que estaban diciendo:

—Seguro que esta noche vuelven esos malditos ladrones y acaban con todo.

—¡Y ni siquiera respetan las habitaciones de los huéspedes! —decía la otra muchacha—. ¡Son unos sinvergüenzas! La otra noche había dos debajo de una cama.

—A mí me tiene sin cuidado que molesten a ese extranjero; no me gusta nada. Y ese bobo, ese Kásperle, me tiene también sin cuidado: que le muerdan los rusos, si quieren —decía la primera muchacha.

Kásperle salió de la cocina sin que le vieran. Ya había oído bastante. En Torburgo se hablaba mucho de una guerra en la que los rusos les habían ayudado, y la frutera solía decir: «Los rusos eran entonces nuestros amigos, pero de amigos de esos que nos libre Dios». Y Kásperle le había preguntado «¿Cómo son los rusos?» «Horribles, hijo, feísimos y malísimos».

Y ahora resultaba que unos rusos de esos entraban por las noches en la posada; Kásperle se quedó tan preocupado, que se sentó en una cosa que había en el pasillo; la cosa estaba algo blanda y húmeda, pero cuando Kásperle se ponía a reflexionar no se daba cuenta de nada. Había oído contar en Torburgo muchas historias de ladrones, y su amiga, la mujer que vendía caramelos, le decía siempre: «Cuando estés en una posada, mira bien debajo de la cama antes de acostarte, porque a veces se meten allí los ladrones». No cabía duda de que aquellos rusos, de los que hablaban en la cocina, eran ladrones. ¿Qué se podría hacer? ¿Tendría que contárselo a míster Stopps? Pero el inglés estaba en aquel momento hablando con el dueño de la posada, que bien podía estar de acuerdo con aquellos ladrones.

Kásperle estaba muerto de miedo; y de pronto se le ocurrió algo muy práctico, y se bajó del sitio donde se había sentado. Entonces se dio cuenta de que se había sentado en una gran fuente con ensalada de arenques; pero no importaba, lo que hacía falta era ir a pedir ayuda. Salió de la casa, y se tropezó precisamente con la persona a quien iba a buscar: el alcalde del pueblo, que acababa de llegar a la posada y que gritó:

—¡Atolondrado! ¡Me has roto la pipa nueva!

—Tengo que hablar contigo, señor alcalde…

—Anda a dormir, anda a dormir, que es muy temprano; tengo que hablar con el señor inglés. Vete a la cama, anda.

—No, que hay ladrones debajo.

—¿Ladrones?

—Sí, sí, ¡ladrones rusos! —chilló Kásperle—. ¡Iba ahora a pedir ayuda!

El alcalde, que no era ni muy listo ni muy valiente, en lugar de entrar en la posada para aclarar las cosas, le preguntó a Kásperle muy bajito:

—¿Dices que hay ladrones? Explícamelo todo bien…

Y Kásperle le explicó todo. Entonces el alcalde se asustó todavía más que Kásperle, y el pillastre adornó un poquito más su historia, y cuanto más temblaba el alcalde, Kásperle contaba más cosas horribles de aquellos ladrones de los que había oído hablar a las criadas.

De repente, el alcalde se acordó de una cosa: Hacía poco tiempo que un forastero había llegado a Ambergo, se había encargado un traje en casa del sastre, y después de recogerlo se había marchado sin que nadie supiera nada de él. Había desaparecido por completo.

—Deben de haberle matado los rusos… —dijo el alcalde—. Ahora comprendo.

—¿A quién han matado los rusos?

—A ese forastero de quien te he hablado; estaba también en esta fonda y el dueño dijo que había desaparecido una noche sin dejar rastro; es una historia que no me ha convencido nunca.

—¡Ay, ay, que me matarán los rusos! —chilló Kásperle.

—¡Cállate, por Dios, que no nos oigan desde la casa! —dijo el alcalde, que casi no se podía tener en pie del miedo que sentía.

Kásperle se tapó la boca con las dos manos y se sentó en un pequeño muro.

—¡Eh, que te vas a caer, que te sientas en el pozo!

Pero Kásperle ya se había caído para atrás. ¡Qué susto! El alcalde no sabía qué hacer, y además ahora comprendía que un Kásperle vale muchísimo dinero, porque lo había dicho Enrique el cochero por todo Ambergo. ¡Qué complicaciones tiene la vida de un alcalde! Kásperle en el pozo, y dentro la posada un inglés riquísimo y los ladrones rusos. Era demasiado. El alcalde de Ambergo perdió la cabeza, y empezó a gritar:

—¡Guardias, guardias, den la alarma! ¡Que salgan todos los guardias!

El viejo guardia Madero acababa de salir de su casa que estaba al lado de la posada, y al oír al alcalde se puso muy nervioso, buscó su trompeta y empezó a tocar a alarma, como cuando había un incendio.

—¡No toque alarma de incendio, sino alarma solamente! —gritó el alcalde.

Pero cuando el viejo Madero, que era el jefe de los bomberos del pueblo, se ponía a tocar con su trompeta el toque de incendios, no había quien le parase. «¡Tari, tari! ¡Fuego, fuego!», seguía tocando.

—¡Alarma, alarma! —gritaba el alcalde—. ¡Alarma, que Kásperle se ha caído al pozo y dentro de la posada hay ladrones!

—¿Qué pasa, qué pasa? ¿Dónde hay un incendio? —preguntaba la gente asomándose a las ventanas y a las puertas de las casas; el dueño de la posada salió también, seguido de míster Stopps y del médico.

—¡Madero! ¿Dónde es el incendio?

—¡El alcalde está debajo de la cama y los ladrones se han caído al pozo! —contestó el guardia, atontado con tantas preguntas.

—¡Qué bobada, si el alcalde está ahí delante! —dijo el posadero.

—¡Sí, yo estoy aquí, pero en su posada hay ladrones debajo de las camas, y Kásperle está dentro del pozo!

—¡Oh, oooh! ¡Mi Kás… perle! —chilló míster Stopps asustadísimo.

—¡Ladrones, ladrones! —gritó entonces la cocinera, y las criadas de la posada gritaron también como si las mataran.

—¡Sí, en la posada de ustedes, debajo de las camas!

—¡Kes, kas, Kásperle, mi querido Kásperle, oh!

—¡No consiento que digan que en mi posada hay ladrones!

Qué jaleo: todos gritaban a la vez y no se entendían. Y en aquel momento llegaron corriendo los bomberos del pueblo, los guardias, todo el mundo, y el alcalde dijo:

—¡Hay que buscar a los ladrones! —Y míster Stopps chillaba:

—¡Buscar mi Kásperle!

Y la cocinera que había entrado en la casa salió otra vez chillando:

—¡Un ladrón se ha sentado en mi ensalada de arenques, en la ensalada que tenía preparada para la boda de la señorita Peonza!

—¡Ladrones, ensalada de arenques, kásperles, qué historia, qué historia!

Menos mal que el médico tenía sentido común, y les hizo callar a todos y preguntó al alcalde:

—Vamos a ver, señor alcalde: ¿Quién ha dicho que hay ladrones, y cómo es que Kásperle está en un pozo?

—Porque se sentó en el borde…

—¿Kásperle? Será una de sus bromas…

—No, nada de una broma; están debajo de la cama, y son rusos, y lo ha dicho la cocinera…

—¿Yo? ¿Que yo he hablado de ladrones? ¡Yo soy una joven decente!

—¡Claro que sí! ¡Tienen que ser rusos! —dijo el alcalde.

—¿Rusos? —la cocinera miró a las dos muchachas, ellas miraron a la cocinera, y de repente las tres se echaron a reír—. ¡Si son las cucarachas, si es que llamamos así a las cucarachas!

—¡Pero, bueno, pero qué idea…! ¡Ahora lo comprendo! —dijo el alcalde, frotándose la nariz—. ¡Claro, en algunos sitios llaman a las cucarachas negritos y aquí en Ambergo hay quien las llama «rusos»! Pero… ¡pero, Kásperle está en el pozo!

—Eso es ya peor que unas cucarachas debajo de las camas; ojalá no se haya caído hasta el fondo —dijo el médico.

—Que vayan los bomberos a sacarle —propuso el dueño de la fonda. Buscaron linternas, alumbraron con antorchas, y míster Stopps se asomó al pozo y llamó:

—¡Késperle, mi Kés… Kásperle!

No se oía nada dentro del pozo. Uno de los bomberos bajó con una linterna, y desde arriba le preguntaron:

—¿Le ves ahí?

—¡No!

Y al cabo de unos minutos el bombero volvió a salir y dijo:

—No está abajo, pero ha estado. He encontrado esto en un gancho que hay en el muro: ¿No es un pedazo del traje de Kásperle? —y les enseñó un trozo de seda roja y verde.

—¡Oh, sí, sí! —exclamó míster Stopps—. ¡Esto ser de Kásperle! ¿Dónde poder estar él?

—Puede que esté en el fondo, muerto.

—¡Y todo por culpa de esa estúpida historia de los rusos! —dijo el dueño de la posada mirando severamente al alcalde.

El alcalde se puso muy colorado y muy enfadado y echó a correr cuando míster Stopps empezó a chillar:

—¡Usted pagar mi Kásperle, usted pagar mí dos millones, dos millones él mí costar, usted mí me pagar!

—Mire, míster, aquí no tenemos dos millones entre todos juntos —dijo el bombero, y cogiendo su trompeta dio el toque de atención, que sonaba así: «Tararííí…», y quería decir: «¡Atención, escuchad todos!» Y el médico le gritó:

—¡Estúpido, deje usted de tocar la trompeta! ¡Lo que hay que hacer es sacar a Kásperle del pozo, es un Kásperle muy valioso! ¿Quién quiere bajar ahora al pozo?

Se ofrecieron tres hombres para bajar, pero tampoco encontraron a Kásperle; sólo vieron otro pedazo de su vestido enganchado en el muro, un pedazo de tela que olía mucho a ensalada de arenque. Y por lo menos la cocinera pudo saber quién se había sentado en su ensalada. Pero ¿dónde estaba Kásperle? La gente se reunió al lado del pozo y todos decían:

—¡Kásperle se ha ahogado, está muerto en el fondo del pozo!

—¿Quién querer bajar al fondo? —preguntó muy angustiado míster Stopps—. Yo dar mucho dinero a quien querer bajar al pozo… —y míster Stopps se echó a llorar, y sacó su gran pañuelo azul para secarse las lágrimas. La cocinera Amanda sintió mucha pena al verle, y todo el mundo estaba callado, pero nadie quería bajar al fondo del pozo.

Y míster Stopps seguía llorando al borde del pozo, de una manera que partía el alma verle; y las muchachas de la fonda decían que se les partía el alma y hacían pucheritos. Y entonces el dueño de la fonda, dijo:

—No hay nada que hacer; tiene que estar muerto.

—¿Se podrá morir un Kásperle así como así? —preguntó el médico, que estaba muy interesado en lo que les pasaba a los kásperles; él creía que los kásperles no mueren fácilmente, y dijo que lo mejor era vigilar bien el pozo y que seguramente verían salir al pequeño en cualquier momento.

Así que el bombero se sentó al lado del pozo, y tres guardias se quedaron por allí cerca para vigilar, y dijeron que en cuanto oyeran chillar a Kásperle, le sacarían del pozo, vivo o muerto.

Era un consuelo; míster Stopps les prometió una buena propina y el de la fonda dijo que les mandaría un refresco a cada uno, para que el tiempo se les hiciera más corto.