MÍSTER Stopps había pensado que lo mejor sería salir temprano; ya había habido bastante despedida la noche anterior. No era mala idea, pero los vecinos de Torburgo tenían también sus ideas propias, en especial los niños; generalmente les molestaba madrugar, pero aquella mañana se levantaron al amanecer. El viejo cochero les había dicho que saldrían muy temprano, porque le daba pena que Kásperle abandonara Torburgo sin que nadie le dijese adiós; y al cruzar con su coche las calles de la ciudad, iba dando unos trompetazos fuertísimos, y luego gritaba:
—¡Kásperle se marcha, Kásperle se marcha!
Y entonces todos los niños se tiraron de la cama y se vistieron de prisa y corrieron con muchos mayores para no perderse la partida de Kásperle.
El pastelero preparó muchos dulces para que pudieran comprarlos los madrugadores y llevárselos a Kásperle; así que los amigos de Kásperle pasaron por la pastelería y lo compraron todo, no dejaron en la tienda ni una chocolatina, ni un bollo, nada. Y maese Tenebroso les envolvía los paquetes con sus papeles más bonitos, y él mismo salió llevando la caja de bombones mejor de su tienda para dar una sorpresa a Kásperle.
¡Qué animación había en las calles a aquella hora de la mañana! Parecía un día de fiesta. Y el alcalde seguía haciendo cuentas del dinero que le había dado el inglés, y veía que podrían reconstruir todas las casas quemadas.
Y a cada momento iba a verle uno de los señores del Ayuntamiento y le preguntaba:
—¿Ha dado el inglés de verdad dos millones de libras? ¿Pero es que Kásperle vale tanto dinero? ¡Increíble!
Los panaderos de la ciudad se habían puesto de acuerdo la noche anterior y, en lugar de hacer panecillos para aquella mañana, hicieron bollos con la forma de Kásperle; y cuando míster Stopps estaba mirando si venía ya la diligencia, los chicos de las panaderías salieron corriendo con las cestas llenas de aquellos bollos y gritando de puerta en puerta:
—¡Kásperles, Kásperles calentitos, Kásperles recientes!
Dos chicos del panadero llevaron una gran cesta con aquellos bollos a casa de maese Severín, y Kásperle vio su retrato con pasitas en vez de ojos, y se comió dieciséis bollos; pensaba comer muchos más, pero Amada dijo:
—Te vas a poner malo si sigues comiendo kásperles calientes.
La buena señora le envolvió muchos bollos en un papel, para el viaje; y todos los niños de Torburgo estaban encantados con la novedad del desayuno. Únicamente Marilena se echó a llorar cuando vio a su amiguito en forma de bollo, y no quiso probar aquella golosina.
Kásperle estaba asomado a su puerta cuando vio llorar a Marilena que salía de su casa, y entonces empezó a berrear. Míster Stopps se asustó; el día anterior había visto con qué facilidad reía y lloraba Kásperle, pero los berridos que escuchaba ahora no eran cosa corriente: aparte del ruido horroroso que hacía Kásperle, parecía una persona llorando, cuando en realidad no era persona, pero es que a los Kásperles les pasa eso a veces.
—¡Oh, increíble, sorprendente! —exclamó míster Stopps mirando a Kásperle muy fijamente con sus lentes; y entonces le pasó a Kásperle lo que otras veces, que le dio risa ver la cara de míster Stopps y soltó unas carcajadas tan fuertes como el llanto de antes. Y míster Stopps aprovechó para agarrarle por el cuello, meterle en el coche y gritar al cochero:
—¡Vámonos!
Pero míster Stopps no había contado con los vecinos de Torburgo; estaban muy agradecidos a Kásperle y no pensaban dejarle marchar así como así. Se oyeron gritos por todas las calles, y unos niños llegaron a tiempo al lado del coche, diciendo:
—¡Esperen, esperen!
—Yo espero —dijo el cochero—, podéis despediros de Kásperle todo el tiempo que queráis.
Y fue mucho tiempo; míster Stopps no había visto nunca una despedida así. Los niños, los mayores, todos iban metiendo en el coche sus regalos para Kásperle. Llenaron la diligencia de cajas de dulces, de paquetes y cestos, de fruta y de flores, salchichas, huevos, todo lo que tenían. Unos llevaban a Kásperle sus juguetes favoritos, los libros que ya habían leído; y había niñas que lloraban, y Marilena seguía llorando sin parar, y los chicos le dijeron a Kásperle mirando de reojo a míster Stopps:
—Si no estás a gusto con él, te escapas.
—Nada de eso, Kásperle tiene que quedarse con este señor —dijo el alcalde, que tenía miedo de que míster Stopps le hiciera devolver el dinero. Pero los chicos le contestaron:
—Muy bien, lo que se vende, vendido está; pero ese señor no ha dicho que Kásperle no se puede escapar.
—¿Escapar? ¡Oh, Kesparle no escapar! —gritó míster Stopps asustado.
—¡Sí señor! —gritaron los chicos—. ¿Verdad Kásperle que te escaparás?
—¡Hala, hala, que se marchen de una vez! —gritó el alcalde; pero Enrique el cochero seguía fumando su pipa con mucha tranquilidad, y dijo:
—Falta la música.
Sí, los músicos de Torburgo habían pensado despedir a Kásperle con una bonita marcha; ya llegaban por una calle tocando las trompetas y los tambores, tarará, pómpómpóm, tararí, prom, prom… y míster Stopps se tapó las orejas, pero los caballos de la diligencia no podían tapárselas y las pusieron muy tiesas y se asustaron mucho de aquel concierto tan ruidoso. Y entonces los dos caballos recordaron que en sus buenos tiempos habían sido caballitos de circo, y que solían trotar al son de una música como aquélla. Y, sin avisar a nadie, salieron trotando por la plaza de la iglesia.
—¡Eh! ¡Soo, soo! —gritó el cochero; y los niños gritaron, el alcalde se cayó en brazos de maese Severín, Marilena se echó a llorar más fuerte, Kásperle gritó desde el coche, míster Stopps se había caído debajo de su asiento, y se armó un jaleo espantoso; pero los caballos no se paraban. Y los músicos, sin saber qué pasaba, seguían tocando su marcha cada vez con más entusiasmo; y la diligencia pasó por las calles, entre las casas quemadas, cruzó por delante de la pastelería y del mercado, atravesó plazas, pasó la puerta de la muralla, llegó al jardín de maese Penacho, que también se había quedado hecho una lástima después del incendio, y salió a la carretera. Enrique el cochero, que no había tenido tiempo de coger las riendas ni de sentarse bien, con aquellos baches se cayó a la carretera y se levantó en seguida y salió corriendo detrás del coche, gritando:
—¡Soo! ¡Para, Lisa, sooo! ¡Para, soo, Juanín! —porque sus caballos se llamaban Lisa y Juanín, pero no se pararon.
Míster Stopps, que había conseguido salir de debajo del asiento, vio que iban sin cochero y se puso a gritar:
—¡Ocurrir desgracia, ocurrir catástrofe!
Pero Kásperle, que al principio se había asustado un poco, pensó que podía muy bien hacer de cochero y trepó hasta el pescante, consiguió coger las riendas y paró a los caballos. Enrique vio que el coche se detenía, y echó a correr para subirse; pero no había contado con Kásperle, que quería guiar solo el coche, y que cogió el látigo, gritó a los caballos ¡Arre, arre!, y los caballos echaron a correr otra vez.
—¡Oh Kesperle! ¡Oh! ¡Tú parar, stop, stop!
El coche saltó encima de una piedra, y míster Stopps se cayó otra vez del asiento.
—¡Parar, stop, tú parar!
—¡Arre, hala, hala, más de prisa!
—¡Kesperle!
¡Pumba! Otro bache, otra piedra, otro agujero en la carretera… La diligencia iba dando tumbos como un patito loco; qué carrera más terrible… Kásperle se olvidó de la pena de la despedida, con la alegría de conducir a los caballos; les llevaba hacia la derecha, luego hacia la izquierda, y los caballos estaban muy asombrados de que les hicieran correr en zigzag, porque no tenían costumbre de ir así. Míster Stopps tampoco tenía aquella costumbre, y estaba sentado en el suelo del coche, meneando los brazos como un desesperado y gritando:
—¡Stop, stop, stop!
¡Nada! El coche seguía dando tumbos, y la vieja diligencia pensaba:
—¿Acabaré tirada en la cuneta? —pero como era una vieja dama muy digna, no quiso caerse y siempre se enderezaba, y se dejó llevar a empellones por el camino. Y los caballos, que en el fondo no eran tan locos como Kásperle, se dijeron:
—En la primera posada, nos paramos.
Y así lo hicieron; llegaron por fin a la posada del Botón de Oro, que estaba junto al camino, a la entrada del pueblo de Ambergo, y los caballos se pararon en seco.
—¡Hala, seguid, hala, arre! —les gritaba Kásperle, dándoles con el látigo, tirando de las riendas, pero no sirvió de nada; cuando los caballos de una diligencia se paran delante de una posada, no hay quien les haga seguir.
Y míster Stopps se animó entonces, agarró a Kásperle por el cuello, lo sentó a su lado de un golpe, y llamó a voces al dueño de la posada, a la dueña, a los criados, a las criadas, a la cocinera, a todos los que pudieran vivir en aquella casa. Todos salieron corriendo, y empezaron a preguntar qué había pasado. Y como Kásperle era tan conocido en todo el país, se asombraron mucho cuando oyeron decir a míster Stopps:
—¡Kesperle ser mío!
—¡Lo ha robado! —gritó la dueña de la posada, y todos creían lo mismo.
—Oh, no, no robado; comprado, ser mío…
—¡Me ha comprado por dos millones! —gritó entonces Kásperle, que estaba muy orgulloso de su precio; y luego les contó toda la historia, porque míster Stopps, el pobre, casi no podía hablar del susto que había pasado, y sólo sabía repetir:
—¡Yo comprar, yo comprar!
—Bueno, pues si el mismo Kásperle lo dice, verdad será —dijo la posadera.
—Todo eso será verdad, pero ¿dónde está el cochero Enrique? —preguntó el dueño de la posada.
Pobre cochero Enrique; estaba caminando mientras tanto por la carretera, de un humor de diablos, y no llegó a Ambergo hasta el mediodía, cuando ya míster Stopps y Kásperle estaban comiendo. El cochero vio la diligencia delante de la posada, y comprendió que los caballos se habían parado solos. Entró en la casa, y ya iba a empezar a gritar mucho a Kásperle, cuando le dijeron los criados:
—¡Vaya! ¿Así que te has caído del pescante? ¡Valiente cochero eres tú! Un cochero no se cae nunca del pescante, es como si a una iglesia se le cayera la torre…
Enrique no tuvo más remedio que callarse, avergonzado, y entró a ver a sus viajeros; míster Stopps no podía todavía comer de la emoción, pero Kásperle, santo cielo, vaya si comía. Los de la posada le miraban asombradísimos. Y míster Stopps le dijo, viéndole tragarse un asado entero de dos bocados:
—Oh, pobre Kerperle, ti te han dejado pasar mucha hambre… Ti no te dar hoy desayuno…
—¡Claro que me han dado desayuno! —gritó Kásperle sacándose del bolsillo uno de los bollos con forma de kásperle; se lo enseñó a todos y dijo—: Me he comido dieciséis de estos. Y ahora me voy a comer más.
Pero hasta un kásperle tiene paredes en el estómago, y las suyas estaban hasta el borde; entonces Kásperle levantó un pie, y el dueño de la posada pensó que ya se había puesto malo de tanto comer, pero Kásperle explicó que si levantaba un pie podía tragar mejor.
¡Asombroso! Míster Stopps no se cansaba de mirar el fenómeno que había comprado, y quiso probar si era verdad que levantando un pie se traga mejor; levantó el pie, se metió en la boca un gran pedazo de queso, y por poco se ahoga. Tuvieron que llamar a un médico, que le sacó el queso de la boca, le dio unos golpes en la espalda y preguntó cómo se había metido aquel señor un trozo así en la boca. El dueño de la posada se lo explicó al médico, que se quedó mirando a aquel inglés y luego le dijo:
—A pesar de su aspecto, usted no es un Kásperle, y será mejor que no trate de imitar a ese pequeño.
—Bien dicho —exclamó el dueño de la posada.
—¡Muy bien dicho! —gritó Kásperle al oído del médico. Pero éste, que no aguantaba los gritos ni las bromas, le dio un buen bofetón en la boca, y Kásperle se marchó a la cama berreando y se durmió en seguida.