La fiesta de despedida

MARILENA sentía mucha pena por la marcha de Kásperle. Pensaba que su amiguito se pasaría la vida llorando y no querría comer. Pero se equivocaba.

Claro que Kásperle lloró con muchos gritos un buen rato, pero en cuanto vio la tarta que le mandaba el alcalde se consoló; era una tarta que había hecho en su honor el pastelero, maese Tenebroso, una tarta magnífica que Kásperle se comió en cuatro bocados; al primer bocado todavía estaba llorando un poquito, pero en cuanto notó lo rica que sabía la tarta, dejó de llorar del todo. Y maese Severín, que se separaba de Kásperle con muchísima pena, aunque comprendía que había que ayudar a los pobres vecinos que lo habían perdido todo, consolaba a Kásperle diciendo:

—Ya verás, te darán vacaciones y nos vendrás a ver todos los años.

—¡Vacaciones, vivan las vacaciones! —chilló Kásperle, que sabía qué cosa más estupenda eran las vacaciones, y hasta se olvidó de míster Stopps, pensando en las vacaciones y comiendo dulces.

Y cuando llegó míster Stopps a la casa y dijo que tenían que marcharse en seguida, Kásperle dijo muy contento:

—¡Primero tengo vacaciones!

No, no podía ser; empezar por las vacaciones es una cosa que no se hace nunca. Míster Stopps y el señor Severín querían explicárselo a Kásperle, y hasta Marilena le dijo:

—¿Pero no comprendes, Kásperle, que eso no puede ser?

Kásperle se quedó muy triste, y como ya se había comido todos los dulces, pensó que lo mejor sería echarse a llorar; y ya iba a empezar con sus berridos, cuando míster Stopps sacó una gran caja de bombones que llevaba en la cartera y se la regaló. Kásperle se fue al jardín con la caja y con Marilena, y allí repartieron los bombones con el principito. Marilena escogía primero los bombones, pero no era como Kásperle: ella no podía comer cuando estaba triste. Kásperle, en cambio, hacía las dos cosas: llorar y comer. Daba un aullido de pena y luego se metía un bombón en la boca, y así pasaron un buen rato.

Y luego ocurrió algo maravilloso; ya estaba míster Stopps diciendo que tenían que marcharse, cuando llegó el alcalde y dijo que esperaran hasta el día siguiente, porque los vecinos de Torburgo querían dar a Kásperle una gran fiesta de despedida. Y de pronto empezaron a llegar a la plaza de la iglesia todos los torburgueses, y míster Stopps no tuvo más remedio que decir que se quedarían aquella noche. La fiesta resultó muy bonita; en la misma plaza se reunieron todos, y primero el coro de la ciudad cantó una canción popular. Después el alcalde se subió a una silla que habían puesto encima de una mesa, y pronunció un discurso en alabanza de Kásperle; alrededor de la mesa estaban todos los niños de Torburgo con farolillos de colores y cada vez que el alcalde decía: «Nuestro querido, buen Kásperle», los niños meneaban los farolillos y hacía precioso. Al final, el alcalde gritó:

—¡Viva Kásperle, el bienhechor de nuestra ciudad!

Y como levantó mucho la voz y los brazos, se cayó de la silla, y todos creyeron que quería hacer una gracia en honor de Kásperle; entonces subieron a Kásperle a la silla, mientras el alcalde se frotaba los chichones, y Kásperle empezó a hacer payasadas en lo alto de la silla. El coro cantaba mientras tanto:

«Adiós con el corazón

que con el alma no puedo…»

—Kásperle, muy emocionado, se metió un pie en la boca; y perdió el equilibrio y se cayó al lado del alcalde, y todos gritaron entonces:

—¡Que hable míster Stopps! ¡Que hable míster Stopps!

Míster Stopps se subió a una silla y dijo a voces:

—¡Respetables fiesteros! ¡Cuando yo comprar a Késperle…!

—¡Se llama Kásperle! —gritaron unos niños.

—¡Oh sí, cuando yo comprar Kesparle…!

—¡Kásperle, se llama Kásperle!

—¡Oh sí, cuando yo comprar…!

—¡Se dice: cuando compré! —corrigió un niño sabihondo.

—¡Oh sí, cuando yo comprer Kesparle por un millón…!

—¡Eh! ¡Por dos millones, por dos! —gritó el alcalde.

—¡Oh, dos millones! ¡Eso ser mucho dinero!

—¡Yo valgo más! ¡Yo valgo tres millones! —gritó Kásperle.

—Yo comprar…

—Yo he comprado, ¡he comprado! —le corrigió el alcalde.

—Dos millones ser bastante mucho dinero…

—¡Y vacaciones! —chilló Kásperle.

—¡Vacaciones, vacaciones! —gritaron todos los niños de la escuela.

—¡Y Kásperle tiene que pasar en Torburgo sus vacaciones!

—¡Oh sí, Torburgo tener vacaciones, y yo ya terminar de hablar…!

—¡Viva, viva! —chillaron todos los vecinos, y, de la emoción, míster Stopps se cayó también de la silla, y es que no estaba nada firme sobre la mesa.

—¡Viva, viva!

—¡Que hable ahora maese Severín!

Maese Severín se subió a la silla, con su violín en la mano, y los niños chillaron:

—¡Luego se caerá este también, qué juerga!

Pero maese Severín no se cayó, y se puso a tocar una cosa preciosa con el violín, una canción de despedida a Kásperle. Era una música muy triste, y a Kásperle se le empezaron a saltar las lágrimas, y a muchos vecinos de Torburgo también. Y el que más lloraba era míster Stopps, que estaba muy tieso y muy serio al lado de la mesa, y con mucha seriedad sacó un gran pañuelo de seda azul y se secó las lágrimas. Todos estaban muy emocionados, y hasta el alcalde pensó:

—¡Es una pena que se nos marche Kásperle!

En cuanto maese Severín terminó de tocar, míster Stopps volvió a subir a la mesa, agitó el pañuelo azul y gritó:

—¡Yo prometo ser bueno siempre con Kásperle!

—¡Viva! ¡Queremos que Kásperle sea muy feliz! —gritaron todos.

Kásperle gritó también, y se abrazó al cuello de maese Severín; y entonces míster Stopps comprendió que hasta un monigote como aquel podía estar triste, y le dijo:

—Tú no estar con pena, nosotros volver pronto aquí. —Era un consuelo.

Y entonces, uno de los vecinos que había perdido la casa en el incendio se subió a la mesa, y dio las gracias a Kásperle en nombre de todos; y la gente gritó «¡Viva!», otra vez, y Kásperle pensó:

—Tendré que hacerles un poco de guiñol ahora.

Se subió a la mesa, y sus amigos le gritaron que no se cayera, y Kásperle empezó a hacer las payasadas más divertidas que sabía, y se puso a imitar a la gente, que era algo que le salía muy bien; iba imitando a los vecinos más conocidos de Torburgo, y míster Stopps le miraba muy asombrado, pensando que había comprado al ser más sorprendente del mundo. Y como estaba cansado y tan emocionado con su compra, se sentó en algo que creyó era un taburete; pero era el tambor de la banda, y el tambor se rompió y todos se rieron mucho. Kásperle imitó entonces a míster Stopps y al alcalde, y míster Stopps no se enfadó, sino que se quedó muy asombrado de ver lo bien que le imitaba, y luego se echó a reír. Y, qué cosa, el inglés se reía casi igual que Kásperle, con una bocaza enorme, y los niños que le estaban mirando dijeron:

—Debe de ser un Kásperle viejo.

La verdad es que míster Stopps no solía reírse más que una vez al año, y, eso sí, cuando le tocaba reírse lo hacía con toda su alma; y ahora se reía como si hiciera tres años que no había reído, y Kásperle se puso como loco al verle y dio muchas volteretas y a todos se les contagió la risa y en la plaza entera se oían grandes carcajadas. Al final dijo míster Stopps:

—Yo ser feliz de comprar a Kásperle…

—¡Viva, viva! —gritaron todos.

—Yo querer mucho a Kásperle…

Y entonces Kásperle señaló con el dedo a míster Stopps y dijo:

—Pues yo no te quiero…

—¡Kásperle, por Dios! —dijo el alcalde.

—¡Oh, él mí no querer, oh!

—¡Se dice «él no me quiere»! —chillaron los niños.

—¡No me mí no quiere, oh yo estar triste!

Y entonces aquel locuelo de Kásperle le dijo:

—Hombre, un poco sí te quiero, pero quiero más a esos… —y señalaba a todos los vecinos de Torburgo, apretados en la plaza. Y cada uno de los vecinos creía que le señalaba a él, y todos se pusieron muy contentos y volvieron a gritar «¡Viva!», y sacaron los pañuelos, y la banda de música volvió a tocar, y los del coro cantaron la canción en honor de Kásperle. Fue una despedida preciosa.

Maese Severín le dijo a su mujer la señora Amada:

—No parece que Kásperle esté muy triste con la marcha…

Pero Kásperle estaba triste, ya lo creo; y cuando por fin se acostó, empezó a llorar en su camita, pensando que era la última vez que estaba con sus buenos amigos de Torburgo, hasta que pasara mucho tiempo. Y decía entre sollozos: «No tengo nunca una casa mía, no tengo patria, siempre voy de un lado a otro…», y se ponía tristísimo.

—¡Pobrecito Kásperle, pobre pequeño! —le dijo la señora Amada, que le quería como si fuera su hijo; y maese Severín cogió su violín y se sentó en la cama de Kásperle y tocó para él una canción preciosa. Y Kásperle se fue quedando tranquilo y al fin se durmió.

Y de repente le despertó la trompeta de la diligencia, que sonaba delante de su casa; era la hora de salir de viaje. Ya no había más remedio que irse con míster Stopps. ¡Dios mío, tenía que marcharse! Kásperle se vistió para salir con aquel inglés desconocido a recorrer esos mundos de Dios.