MIENTRAS míster Stopps estaba en casa del alcalde, armando todo aquel jaleo del queso y de poner los pies encima de la mesa, Kásperle lloraba sin parar en un rincón de una cocina.
El Kásperle siempre alegre y divertido estaba ahora tristísimo. Le daban mucha pena sus amigos de Torburgo, que habían perdido sus casas; y el señor Severín, el organista, no sabía cómo consolarle y tocaba el órgano para ver si así Kásperle dejaba de llorar; iba a haber una Misa de rogativas para que Dios arreglase el problema de la ciudad de alguna manera, y el señor Severín se estaba entrenando a tocar muy bien para que el domingo le saliera la música mejor que nunca.
Kásperle gimoteaba y sorbía en su rincón, pensando:
—No soy más que un Kásperle pequeño y bobo. No puedo ayudar a mis amigos, que se han quedado sin casa y sin dinero.
Y en aquel momento oyó una voz que decía a la puerta de la casa:
—Está ahí arriba.
El señor Severín dejó de tocar. Se asomó a la ventana, y vio al alcalde que le preguntó:
—Señor Severín, ¿está Kásperle en casa? Tenemos que verle y que hablar con usted de un asunto muy importante.
—Si no he hecho ninguna tontería desde hace muchísimo tiempo… —gritó Kásperle; y el alcalde, al oírle, le dijo:
—Tú no haces nunca tonterías, querido Kásperle, tú eres lo mejor de Torburgo, el orgullo de nuestra ciudad…
El alcalde no había dicho nunca aquellas cosas a Kásperle; pero es que el alcalde pensaba que si el inglés se enteraba de lo malísimo que solía ser Kásperle, no daría un millón, ni siquiera un real por él.
—¡Mucho gusto en conocer, mucho gusto, muchísimo gusto! —dijo entonces míster Stopps a Kásperle, haciéndole unos saludos muy ceremoniosos, como si el monigote fuera un gran personaje.
A Kásperle le entró mucha risa, y empezó a soltar aquellas carcajadas que sólo son capaces de soltar los kásperles. Míster Stopps se le quedó mirando con mucho asombro. En su vida había oído una risa así, ni había visto una bocaza tan grande como la de Kásperle.
—¡Ja, ja, ja, jojojojo! —se reía Kásperle con un ruido tremendo. Y al inglés se le pegó la risa y empezó a hacer gorgoritos, sujetándose el estómago con las manos, tosiendo y moviéndose hacia delante y hacia atrás.
—¡Ji, ji, ji, hehehe! ¡Oh, jijiji, oh, el Kés, el Kás, yo comprar!
¡Clap! Kásperle cerró la boca de golpe. De pronto se le acabó la risa. ¿Qué decía aquel señor tan raro de comprarle? Recordó entonces lo mal que lo había pasado por esos mundos de Dios, y se echó a llorar con unos berridos espantosos y con unos lagrimones gordísimos.
—¡Ay, ay, ay, huhuhu!
Míster Stopps se asustó mucho. Y lo mismo que se le había pegado la risa, se le contagió la pena de Kásperle, y puso una cara rarísima haciendo pucheros, y parecía que se había tragado una taza de vinagre con pimienta. Sí, míster Stopps era capaz de hacer unos gestos casi tan raros como Kásperle. Al verle, Kásperle se olvidó de seguir berreando, se echó a reír otra vez, y míster Stopps no pudo remediarlo y empezó también a reírse. Los dos hubieran estado durante horas y horas haciendo caras raras, riendo y llorando, si no llega a preguntar el señor Severín al alcalde:
—¿Qué quiere decir esto? ¿Quién es este señor, que cree que puede comprar a nuestro Kásperle?
—¡Oh sí, yo comprar! ¡Yo comprar seguro! ¡Yo dar un millón!
—¡No! —chilló Kásperle—. ¡Un millón es poquísimo! ¡Yo valgo mucho más!
Míster Stopps le miró con los ojos muy abiertos. ¡Caramba con el monigote aquel, que encontraba que un millón era poco dinero!
—¡Oh, un millón ser mucho dinero, ser mucho gran cantidad dinero! ¡Yo poder comprar un castillo con un millón!
—¡Yo no soy un castillo! ¡Yo valgo mucho más! —chilló Kásperle.
—¡Oh, yo poder comprar un entero museo por un millón!
—¡Yo no soy un museo! ¡Yo soy el único Kásperle verdadero y vivo del mundo!
—¡Oooh! —exclamó míster Stopps lleno de admiración; le encantaban las cosas que eran únicas en el mundo.
Hizo otra reverencia a Kásperle y dijo:
—Tú gustar a mí. Tú ser maravilloso.
—¡Yo soy maravilloso! —dijo Kásperle imitando la voz y los gestos del inglés.
El alcalde empezó a impacientarse y a temer por su millón de libras. Dijo a Kásperle:
—Queridísimo pequeño, hijito mío, no imites a este señor, y piensa que quiere dar un millón de libras por ti. ¡Piensa lo que podemos hacer en Torburgo con tanto dinero! ¡Podremos construir de nuevo la ciudad, todavía más bonita de lo que era antes de quemarse!
Kásperle se quedó muy pensativo, y siempre que pensaba ponía la cara más boba del mundo; ahora estaba pensando que iba a poder ayudar por fin a sus amigos de Torburgo. Míster Stopps vio la cara de Kásperle y exclamó:
—¡Oh, qué bello, qué maravilla! ¡Yo. comprar por un millón y cuarto!
El alcalde estaba nerviosísimo; dio un codazo al señor Severín y le dijo al oído:
—¡Véndalo, véndalo, maestro, y ayude a Torburgo!
—No puedo. Yo no puedo vender a Kásperle. Tiene que decidirlo él mismo.
—¡Un millón y cuarto es muy barato! ¡Yo valgo más! —dijo Kásperle, que no tenía ni idea del dinero que era aquello.
Y míster Stopps se quedó pensando, porque aunque tenía muchísimo dinero, un millón y cuarto de libras le parecía una cantidad muy seria.
—¡Yo valgo más! ¡Mucho más! —repetía Kásperle.
—¡Kasperlete de mi alma, piensa en Torburgo! —decía el alcalde.
—¡Yo dar un millón y más medio millón! —dijo míster Stopps entonces.
—¡Yo valgo mucho más! ¡Yo valgo muchísimo más! —gritaba Kásperle.
—¡Oh, yo comprar con tanto dinero un condado entero! —gritó míster Stopps.
—¡Yo no soy un condado, yo soy el único Kásperle vivo y verdadero del mundo!
Y al decir esto, Kásperle dio una de sus volteretas, saltó por encima de míster Stopps y salió rodando por la plaza de la iglesia. Míster Stopps se cayó sentado del susto, con la boca abierta, y de pronto gritó:
—¡Maravilloso, yo comprar, yo comprar!
—¡Valgo dos millones, y dentro de un cuarto de hora valdré tres millones! —gritó Kásperle, que en el fondo tenía mucho miedo de que aquel señor inglés dijera que sí y se lo llevara. Pero al mismo tiempo pensaba: «Puedo ayudar a mis amigos de Torburgo, puedo hacer algo por Torburgo».
—¡Kásperle, sé bueno! ¡Kasperlito de mi alma, piénsalo, tú eres un corazón de oro, Kasperlillo! —suplicaba el alcalde.
—¡Yo valgo mucho, yo valgo dos millones, dos millones enteros! ¡Y me tienen que dar dos semanas de vacaciones al año! —dijo Kásperle saltando como un loco por la plaza.
—¡Es demasiado dinero, Kásperle, no pidas tanto!
—¡Dentro de un cuarto de hora costaré tres millones! —repitió Kásperle dando volteretas sin parar, por encima de míster Stopps, por encima del alcalde, como si fuera una pelota.
—¡Oh, qué cosa extraordinaria! ¡Yo comprar por dos millones! —dijo míster Stopps—. ¡Dos millones! ¡Kásperle ser mío!
¡Cielos, qué susto se llevó Kásperle al oírle! Se quedó tumbado en el suelo y cerró los ojos.
—¡Oh, que se muere, que se muere! —gritó míster Stopps.
—No, no se morirá —dijo el alcalde.
—No me muero, pero cuando uno vale dos millones tiene que reponerse del susto… —dijo Kásperle, comprendiendo que acababa de comprarle un señor desconocido. Y se echó a llorar con una pena grandísima. Daba unos berridos tan fuertes y lastimeros, que se abrieron todas las puertas y ventanas de la plaza. Y una de las personas que oyó el llanto de Kásperle fue la simpática Marilena, su amiga, que salió de su casa corriendo y le preguntó:
—¡Kásperle, mi pequeño Kásperle! ¿Qué te ha pasado?
—Esto ser mi Kásperle ahora, mi Kásperle. Yo comprar.
Míster Stopps quería empujar a un lado a Marilena, pero Kásperle dio unos gritos espantosos, y el inglés preguntó asustadísimo al alcalde:
—¿Ser este Kásperle pariente de leones? ¡Él rugir!
Y el pillo de Kásperle pensó que ya sabía cómo asustar al señor Stopps cuando hiciera falta. Y entonces el alcalde, harto de oír aquellos gritos, dijo a Kásperle de muy mal humor:
—¡Cállate ahora mismo! ¡Calla ya, majadero, o te…!
Con el alcalde no se podían gastar bromas; Kásperle lo sabía bien. Se quedó calladito en seguida, y puso cara de mosquita muerta.
—¡Oh, no ser león, ser criatura bondadosa! —dijo míster Stopps, que era muy miedoso—. ¡Kásperle ser mío, buen Kásperle!
—¡Nada de eso, Kásperle no es suyo! —dijo Marilena enfadada; y el inglés preguntó, señalando a la niña:
—¿Ser ella también cosa interesante, cosa única en el mundo?
No, Marilena no era ninguna cosa rara; era sencillamente una niña muy buena y muy amable, y como tenía tan buen corazón empezó a llorar cuando dijo el alcalde:
—¡Este señor ha comprado a Kásperle, y no hay más que hablar! ¡Silencio!
—¿Pero es eso verdad? ¿Ha comprado a mi amigo? —preguntó Marilena mirando a maese Severín como pidiéndole cuentas; y entonces maese Severín le contó lo que había pasado, y dijo, acariciando a Kásperle:
—El pequeño ha hecho un gran sacrificio para salvar a Torburgo. Es como un héroe, y hay que festejarle.
Al oírse llamar héroe, Kásperle se puso muy derecho y muy contento; y entonces el alcalde dijo que era verdad, que Kásperle merecía una gran fiesta, y que iba a mandar al pregonero a que anunciase por toda la ciudad lo que Kásperle había hecho por Torburgo. Y Kásperle dijo:
—¡Que den vacaciones a los niños! ¡En mi honor tienen que dar vacaciones a los niños, o no me marcho con ese señor!
—¿Vacaciones? ¡Yo querer comprar! —dijo míster Stopps de buen humor.
¿Comprar vacaciones? ¡Qué cosas se le ocurrían a aquel señor! Marilena y Kásperle se le quedaron mirando, y maese Severín le explicó al inglés lo que eran las vacaciones. Y Kásperle repitió que él tendría que tener también vacaciones una vez al año, y míster Stopps dijo que sí, que estaba de acuerdo. Y prometió que traería todos los años a Kásperle a Torburgo, durante un mes. Míster Stopps hizo luego un saludo muy profundo a Marilena y le dijo, como si fuera una dama ya mayor:
—Y yo esperar que usted me visite.
Marilena se puso muy colorada y preguntó:
—¿Dónde vive usted?
—Oh, en todas partes, en cualquier parte… —respondió míster Stopps haciendo un gesto amplio con la mano—. Yo vivir siempre en todas partes, en barco, en fonda, en Norte, en Sur, por aquí, por allá…
—¡Huy, qué estupendo! —gritó Kásperle de pronto, porque le parecía lo más divertido del mundo vivir así; un poco en todas partes.
Pero Marilena pensaba que aquella no era manera de vivir, y dijo muy seria:
—Hay que tener una casa en un sitio fijo… —lo dijo tan bajito, que míster Stopps no lo oyó; sólo había oído el grito de alegría de Kásperle y dijo muy satisfecho:
—Nos vamos a entender muy bien tú y yo, ¿verdad Kés…?
—¡Que me llamo Kásperle!
—Oh, bueno, bueno. Kesperle… Oh, qué hermoso nombre, qué interesante…
—Sí, sí, muy interesante —dijo el alcalde—. Ahora mismo lo haré pregonar por todo Torburgo, para que los vecinos sepan que Kásperle se ha vendido por la ciudad.
—Dos millones y un mes de vacaciones… —pensó Kásperle, y de pronto decidió que aquello era demasiado barato, y suspiró.
El alcalde salió de prisa hacia el Ayuntamiento, pensando:
—¡Ese pillastre de Kásperle! ¡Quién iba a pensar que serviría para algo útil!
Al alcalde no le daba ninguna pena que Kásperle se marchara con el extranjero; en cambio, maese Severín estaba muy triste de separarse de su querido pequeño, y dijo que se quedaran a comer en su casa Kásperle y míster Stopps. La señora Amada preparó una comida muy buena, con los platos que le gustaban más a Kásperle, porque aquella misma tarde se marcharían él y el inglés de Torburgo. Míster Stopps llevaba una cartera grande llena de billetes ingleses, con los que pensaba pagar el precio de Kásperle. Y mientras la señora Amada ponía la mesa, y Kásperle jugaba por última vez en el jardín con Marilena y el principito, el pregonero recorría las calles de Torburgo, tocando la campana y diciendo a grandes voces:
«¡Vecinos de Torburgo!
¡Oíd la noticia!
¡Nuestro buen Kásperle
se ha vendido
por la ciudad…!
¡El señor míster Stopps
vecino de la Inglaterra
ha comprado a Kásperle
por dos millones…!
¡Esa gran cantidad
es para reconstruir Torburgo…!»
La gente escuchaba, sin acabar de comprender. Unos creían que Kásperle había vendido la ciudad a un inglés; otros, que un inglés había vendido la ciudad a Kásperle; y otros, los más bobos o más duros de oído, dijeron que Kásperle iba a vender un inglés a los ciudadanos de Torburgo para trabajar en la reconstrucción.
El Pregonero, al oír los comentarios, se enfadó, porque estaba seguro de haber dicho las cosas muy bien y con voz muy clara. Por fin se enteraron todos de lo que había pasado, y no salían de su asombro. ¡Dos millones para Torburgo! Los listos explicaron a los tontos cuánto dinero eran dos millones de libras, y entonces todos empezaron a gritar:
—¡Viva Kásperle! ¡Viva nuestro querido, nuestro buenísimo Kásperle! ¡Viva nuestro amigo, el orgullo de nuestra ciudad, viva!
Y todos hablaban por las calles muy emocionados, y comentaban lo buenísimo que era Kásperle, y después de muchas discusiones decidieron regalar a Kásperle, como despedida, un trajecillo nuevo de seda y una canción compuesta en su honor.
Varias costureras de la ciudad se pusieron en seguida a preparar el traje; y la agrupación de músicos de Torburgo compuso una canción preciosa, y la letra la puso el señor Taquimuso, el maestro.
Todo Torburgo estaba como en los días de fiesta; los vecinos miraban las casas quemadas y pensaban lo pronto que iban a verlas otra vez levantadas y bonitas; y el sastre Gorrilla dijo que seguramente le darían hasta un sofá nuevo, que siempre había estado deseando tener.
—Y a mí me pondrán en la casa nueva un armario de cocina con muchos estantes —dijo la gorda viuda Arroyoclaro.
—Lo mejor es que hagamos una lista con las cosas que necesitamos —propuso el zapatero Puré-de-Mijo, que era muy astuto—; y cuando Kásperle firme la lista el alcalde tendrá que aprobarla. Sí, es lo mejor.