RÁSSSS! La diligencia de Torburgo se paró; el cochero gordo se volvió y dijo a su único viajero:
—Ya hemos llegado. Y la ciudad no resulta muy agradable.
Míster Stopps, un inglés riquísimo, sacó la cabeza por la ventanilla y gritó:
—¡Adelante!
—No no vale la pena seguir adelante, es mejor no entrar en la ciudad.
—¿Porrqué no entrar?
—Porque se ha quemado.
—¿Cómo, cómo?
—Que la ciudad se ha quemado, ha ardido.
—¿Dónde?
—Caracoles, si lo ve hasta un ciego —gruñó el cochero—. Ha ardido medio Torburgo, ha sido una catástrofe.
—Yo querer ir dentro del ciudad —repitió míster Stopps, mirando las huellas del fuego junto a la puerta de Torburgo.
Dos días antes, la bella y simpática ciudad había ardido; calles enteras quemó el incendio. En la puerta de la ciudad estaban grupos de personas muy tristes, y míster Stopps se les quedó mirando, y preguntó:
—¿Qué hacer estos aquí?
—Hombre, ya ve que no están de baile.
El cochero miró de mal humor a su viajero; le parecía un señor bastante raro. Pero míster Stopps no se preocupó, se recostó en su asiento, miró las páginas de un libro rojo, y dijo:
—¡Adelante! Aquí no poner nada de incendio, y yo querer ver cosas interesantes.
En aquel momento, la gente que estaba en la calla empezó a gritar:
—¡Kásperle! ¡Nuestro querido Kásperle!
—¿Qué ser eso? —preguntó míster Stopps, mirando con gran asombro un muñeco de guiñol, vivito y coleando, que estaba entre la gente; el muñeco lloraba a gritos, porque le daban una pena grandísima los que se habían quedado sin casa con el incendio.
—Eso es Kásperle.
—¿Quién ser Kas, Kas, Kásperle?
—Caramba, quién va a ser; pues Kásperle. Qué pregunta más boba. Ahora le llevaré a usted a casa del alcalde para que se lo explique mejor.
El cochero dirigió sus caballos por la callecita que subía a la ciudad, y míster Stopps le gritó:
—¡Pare! ¡Yo querer ver a Kas, Kas, Kásperle!
Pero cuando al viejo cochero Enrique se le ocurría seguir, seguía adelante, por mucho que gritaran sus viajeros.
El coche pasó entre casas y escombros, llegó a la casa del alcalde y el cochero se puso a tocar la trompeta con todas sus fuerzas, hasta que se asomaron el alcalde, su mujer y todas las criadas, gritando:
—¡Dios mío! ¿Qué pasa? ¿Hay otro incendio?
—Aquí traigo a uno… —dijo el cochero señalando con su látigo a míster Stopps; y el inglés sacó por la ventanilla su cara redonda y preguntó al alcalde:
—¿Usted ser padre de Kas, Kas, Kas…?
No le entendía nadie, porque míster Stopps había olvidado el nombre del muñeco viviente; menos mal, ya que el alcalde se hubiera enfadado mucho al saber que le tomaban por padre de Kásperle. Pero entonces el alcalde comprendió que el viajero era un hombre muy rico, y le miró con mucho respeto, le hizo una reverencia, luego otra, y le preguntó:
—¿Qué desea el señor?
—Kés, kés… —repetía el inglés, sin conseguir dar con el nombre; y la mujer del alcalde dijo entonces:
—¡Vaya, el inglés tiene hambre, quiere queso, y la fonda se ha quemado!
—Lo que tiene que hacer este señor es bajarse, porque mis caballos están cansados —gruñó el cochero; y el alcalde, para disimular, hizo más reverencias a míster Stopps, porque en aquella ciudad no habían visto nunca un inglés de verdad, y luego invitó al viajero a entrar en su casa. Y míster Stopps creyó que la casa del alcalde era la fonda, y se bajó del coche y dijo:
—¿Dónde estar mi…? ¿Mi room?
La buena de la alcaldesa no sabía que room quería decir habitación en inglés, y creyó que era una costumbre inglesa y se puso a gritar:
—¡Corre, Trini, corre! ¡Tráele al señor queso y ron!
Luego llevó al inglés al cuarto de estar, y míster Stopps se tumbó en el sofá, puso los pies encima de la mesa y repitió:
—¡Yo querer Kés, Kes, Kés…!
—¡Caramba, vaya un apetito que trae! —pensó la alcaldesa—. ¡Corre, Trini, trae el queso!
La criada volvió corriendo con un plato lleno de quesos diferentes, y algunos olían muy fuerte y míster Stopps se tapó la nariz, exclamando:
—¡Oh, oooh!
—¡Aquí tiene el queso, y bien bueno que es! —le dijo la alcaldesa.
—¡Oh no, Kas, Kes, Kas…! ¡Oh no, esto qué terrible! —decía míster Stopps haciendo muchos aspavientos y señalando a Trini.
—¡No se lo tolero! ¡Ea, no se lo tolero! ¡No tengo nada de terrible! —gritó la criada, muy ofendida—. ¡Este señor sí que es un esperpento, miren qué gestos hace, si se parece a Kásperle!
—¡Eso, eso! ¡Kásperle! ¡Yo querer decir Kásperle, no esa cosa terrible que oler terriblemente! ¿Dónde estar el Kásperle? ¿Ser una persona el Kásperle que yo ver antes?
—Pues es Kásperle, ni más ni menos. ¿Cómo se lo diría yo? Pues es así, un Kásperle, eso es. Un Kásperle, ni más ni menos —dijo el alcalde, mirando muy asombrado a su curioso huésped. El inglés había puesto otra vez los pies sobre la mejor mesa de la casa, y el alcalde, sin muchos miramientos, le agarró de los pies y se los quitó de la mesa; y entonces el inglés se cayó sentado al suelo.
—¡Oh! —exclamó míster Stopps muy enfadado—. ¡Yo poder hacer en mi room lo que yo querer!
—¡No dice usted más que tonterías! ¡Aquí no tenemos ron, y esto no es una fonda!
—¡Oh! ¡No es una fonda! ¿Dónde estar yo?
—Está usted en mi casa, y yo soy el alcalde.
—Sí señor, y yo la alcaldesa —dijo muy seria la mujer—; y a mí no me ha puesto nunca una visita los pies encima de la mesa, para que lo sepa usted. Estaría bueno. Hasta ahí podíamos llegar.
Entonces míster Stopps acabó de comprender que no estaba en una fonda, y pensó que el cochero le había engañado y dijo:
—¡Qué estúpido, estupidísimo!
—¡Esto no se lo tolero yo tampoco! —gritó el alcalde, y sacó a empujones a míster Stopps de la habitación.
En aquel momento iba a salir Trini con el queso, y se tropezaron, todo el queso se cayó al suelo, Trini dio un grito, míster Stopps otro, la alcaldesa se echó a llorar, el alcalde empezó a regañar a todos, y los escribientes salieron de la oficina del Ayuntamiento, para ver qué pasaba. Y también se acercaron a curiosear muchos niños, y muchas criadas, y hasta Enrique el cochero, que llevaba el paraguas del inglés, que se lo había dejado olvidado.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el cochero al ver todo el jaleo.
—¡Yo querer decir estúpido a éste! —dijo míster Stopps.
—¡Ah, vamos! —dijo el alcalde—. Era a éste. ¿Pero por qué le ha hecho venir a mi casa?
—Caramba, y yo qué iba a hacer —dijo el cochero—. Este señor quería ver cosas interesantes…
—Yo no soy una cosa interesante —dijo el alcalde, furioso.
—¡No, yo querer Kés, Kés…!
—¡Se lo traje! ¡Le traje todo el queso que había, lo menos de seis clases, y mire lo que ha hecho, lo ha tirado al suelo! —gritó Trini.
Enrique el cochero no comprendía nada; y el alcalde tampoco comprendía que aquel señor inglés tuviera tanto interés en ver a Kásperle.
—¡Yo querer comprarlo! —dijo míster Stopps—. ¡Comprarlo! ¡Al Kas, Kes…!
—¡Qué idea más absurda! ¡A Kásperle no le vende nuestro organista ni por un millón!
—¡Yo pagar un millón!
—¡Cielos!. —El alcalde estaba a punto de desmayarse; su mujer le sostuvo, y entre los dos agarraron a míster Stopps y le metieron otra vez en la casa. Esta vez le hicieron sentarse en el salón, en la mejor butaca, y el alcalde y su mujer se sentaron a su lado, mientras el inglés repetía:
—¿Quién ser ese Kás… perle?
—Pues, francamente… Es un pillo, ni más ni menos… —dijo el alcalde, mirando muy asombrado a aquel señor que pensaba pagar un millón por un kásperle. Y empezó a contar al inglés la historia del muñeco viviente.
Era una historia larga y sorprendente: Un muñeco de guiñol vivo, que sin ser una persona se portaba como las personas; que había estado dormido durante más de ochenta años; que había recorrido medio mundo, y a quien invitaba de vez en cuando el duque Augusto Erasmo. Un Kásperle amigo de la hermosa condesa Rosamaría y del célebre violinista Miquele. El Kásperle vivía en Torburgo desde hacía cuatro años; todos lo querían, siempre estaba de buen humor y divertía a chicos y grandes, y la señorita Marilena jugaba con él.
Mientras el alcalde contaba la historia, míster Stopps le escuchaba con la boca abierta y decía de vez en cuando:
—¡Yo comprarle, yo comprarle!
—Señor, no tendrá usted dinero bastante para comprar a Kásperle —decía el alcalde, que no acababa de creer que míster Stopps tuviera un millón; pero el inglés repetía:
—¡Yo comprar! ¡Yo dar un millón!
—¿Un millón de pesetas? —preguntó el alcalde, pensando que aquel extranjero sólo sabría contar en céntimos.
—¡Libras! —contestó míster Stopps.
—¿Libras? ¿Y para qué van a querer tantas libras? —preguntó la buena de la alcaldesa, que creía que eran libras de pesar. Pero su marido sabía muy bien que el dinero inglés se cuenta por libras, y que una libra son muchas pesetas; y pensó que con aquel dinero se podría reconstruir casi todo Torburgo, y se acabarían las penas de la gente. ¡Qué suerte más grande sería para su querida ciudad! Pero ¿se dejaría vender Kásperle? El alcalde se levantó de pronto y dijo a míster Stopps:
—¡Haga el favor de venir conmigo! ¡Vamos a ver a Kásperle!
—¡Oh sí, yo comprar Kás, Kás…!
Y se marcharon de la alcaldía, y la alcaldesa se quedó pensando:
—Qué cosas más raras; mira que comprar con pesos de una libra. ¿Llevará este forastero un millón de pesas en su equipaje? ¡Habrá tenido que traer un montón de baúles! ¡Qué cosas más raras se ven en el mundo!…