Fin

AL día siguiente, el barco salió por fin de aquellas rocas. La Isla de Kasperlandia se quedó en medio del mar, bonita y sola. Y Kásperle estaba solo en la cubierta del barco, mirándola, y cada vez se ponía más triste. Había vuelto a ver su patria, pero ya era todo como un sueño; apenas se había enterado de lo que pasaba entre sus hermanos.

Marilena subió a acompañar a Kásperle cuando se dio cuenta de lo triste que estaba; el barco se iba alejando de la Isla poco a poco, y al fin Kasperlandia desapareció en el mar. Sólo se notaba el olor de las flores de aquel país maravilloso, el olor que el viento le llevaba a Kásperle como una despedida de Valrosa.

Y Kásperle se tiró de pronto al suelo y se echó a llorar como no había llorado nunca hasta entonces. Y durante mucho tiempo estuvo triste y sus amigos no le reconocían. Pero aún le quedaron ganas de hacer unas bromitas porque eso no lo podía remediar. Ocurrieron toda clase de cosas en el barco, que iba ya sin tropiezos camino de América.

Por ejemplo: Una noche se encontró la princesa Gundolfina un pez en su gorro de dormir; y otro día le habían puesto agua de mar en el vaso. Y otra vez se levantó de la silla y tenía el vestido lleno de alquitrán, cosa que no suelen tener las princesas en los vestidos; y es que su silla estaba pintada de alquitrán y nadie sabía cómo había ocurrido aquello. Ay, qué Kásperle…

Míster Stopps se reía algunas veces con toda su alma, aunque no tanto como cuando dispararon el cañón de la risa contra el barco; y le decía a Kásperle:

—¡Kásperle querido, ven conmigo aunque estés de vacaciones!

Pero Kásperle no quería, porque míster Stopps estaba siempre con su querida novia la Princesa, y a Kásperle no le gustaba nada estar con ella, aunque ya no se peleaban tanto y ella se enfadaba menos por las bromas que le gastaba el pillastre.

Llegaron a América y luego siguieron el viaje, y un buen día se encontraron de nuevo en el puerto de Génova.

Y allí, en el muelle, ¿quién les estaba esperando? ¡Angela la joven, Floricel y Bob! ¡Qué alegría! El bueno de Floricel quería que le contaran en seguida todo lo que había hecho Kásperle en el viaje, pero Kásperle se echó a llorar acordándose de su Isla, y Floricel tuvo que cantarle una canción para consolarle, una canción que hablaba de islas del mar, de flores y de un pequeño héroe llamado Kásperle, que había dejado su patria por salvar a Marilena.

Angela y Floricel iban ya de vuelta hacia su tierra; Bob se quedó con míster Stopps; se celebró la boda del inglés con la princesa Gundolfina, y Kásperle, con la emoción, tiró del mantel en el banquete de boda y todos los platos y los vasos salieron rodando. Y a la Princesa le cayó una fuente de compota sobre el vestido de novia, y Kásperle pensó:

—Qué pena de compota… —y se puso a lamer el traje. Cosas de Kásperle.

Después de la boda, todos se fueron a Torburgo. ¡Qué recibimiento le hicieron allí a Kásperle! Los chiquillos, los mayores, los tenderos, el alcalde, todos salieron corriendo cuando se enteraron de que había llegado, y le ofrecieron una fiesta preciosa. Los panaderos de la ciudad volvieron a hacer aquellos bollos en forma de kásperles, en su honor; y todos los niños querían imitar a Kásperle y hubieran vuelto locos a sus padres con tanta travesura si aquello dura mucho. Pero no duró, porque Kásperle tuvo que seguir el viaje.

Los vecinos de Torburgo querían cambiar el nombre de la ciudad y llamarla Kásperle-Burgo, pero el alcalde no quiso. Dijo que eso no se puede hacer; que cuando una ciudad se ha llamado de una manera durante más de dos siglos, no se le puede cambiar el nombre.

Así que no llamaron Kásperle-Burgo a la ciudad, y fue una lástima, porque ahora sabría todo el mundo dónde vivió Kásperle en aquellos tiempos.

Un día muy hermoso de primavera llegó Kásperle al fin al Recodo de Tilos; era la casa de Marilena, y en adelante sería también la casa de Kásperle. Marilena se portó como una hermanita muy buena con el pequeño, y tanto ella como todos los de aquella tierra le tenían cariño; no se podía quejar. Y hasta el viejo duque Augusto Erasmo se alegró al saber que Kásperle había vuelto por sus tierras.

Y cuando había feria en algún pueblo, Kásperle iba a hacer sus funciones y sus payasadas para divertir a la gente, y la gente estaba encantada con él, porque ningún muñeco de guiñol era tan gracioso, no se podía ni comparar. Y Kásperle comía después todas las golosinas de la feria, y cuando iba a ver al Duque en su palacio le daban un flan muy grande para él solo.

Una vez fueron míster Stopps y su mujer, la princesa Gundolfina, a ver al Duque, y pasó una cosa asombrosa: la Princesa le traía a Kásperle una caja enorme de caramelos, pero enorme; y en lugar de decir, como siempre: «¡Kásperle, no comas tanto!», le dijo:

—¡Cómetelos todos, anda!

Kásperle no se hizo rogar, pero no pudo comerse toda la caja; era demasiado grande. Y la Princesa no se enfadó con Kásperle en todo el tiempo que duró la visita; la gente decía que ahora, de señora Stopps, era mucho más simpática que de princesa.

Kásperle fue también otra vez a visitar a míster Stopps, que le acompañó luego a Torburgo; y les hicieron un recibimiento estupendo y el tambor no estalló esta vez, lo único que estalló fue la levita del alcalde, de tantas reverencias como hizo al inglés que había ayudado a reconstruir la ciudad.

Pero lo que más le gustaba a Kásperle era estar en el Recodo de Tilos con Marilena; la niña había mandado plantar flores por toda la casa y por todo el parque, y la gente del país llamaba ya a aquel palacio «La casa de las flores». Para Kásperle aquello era ya como su Isla de Kasperlandia.

Ay, pero Marilena crecía, crecía… Y Kásperle no: Kásperle seguía tan pequeñito como siempre. Le fastidiaba mucho no crecer como los niños, como Marilena. ¡Le hubiera gustado tanto casarse con ella! Pero un día llegó el principito, que también había crecido y era ya un joven príncipe muy guapo, y dijo que quería casarse con Marilena.

Marilena dijo entonces:

—No puedo casarme contigo, porque tengo que estar al lado de Kásperle. Él me salvó la vida y le prometí estar siempre con él. No puedo dejarle ahora.

Qué buena era Marilena y qué bien cumplía lo prometido. Pero Kásperle comprendió que su amiga tenía ganas de casarme con el Príncipe, y dijo:

—Cásate con él, Marilena. Yo me iré a recorrer el mundo.

Qué bueno era Kásperle en el fondo, y qué valiente.

Marilena no quería dejarle marchar, pero Kásperle se fue un día por esos mundos de Dios. Caminó por los bosques, cruzó arroyos, se cayó muchas veces al agua, durmió en las praderas y se dedicó a hacer funciones de guiñol en las plazas de los pueblos. Le pasaron muchísimas aventuras y los niños de todo el país le querían y le recibían con mucha alegría.

Y a lo mejor está todavía haciendo funciones por esos mundos de Dios. A lo mejor llega un día a vuestra ciudad y podéis verle también vosotros.