EN la capital de Kasperlandia se empeñaron en enseñar la escuela a los del barco; habían oído que Kásperle conocía las escuelas del país de los hombres, y querían que viera que en Valrosa tenían también escuela. Pero la escuela de los kásperles era muy especial: los niños les recibieron cabeza abajo y patas arriba, porque aquél era el modo de saludar en Kasperlandia. Y luego se sentaron de espaldas al maestro; y cuando el maestro les preguntaba algo, daban una voltereta y se quedaban de pronto frente al pupitre del maestro. Aquel día tocaba en la escuela contar historias, y uno de los kasperlitos contó la historia de Pepillo el Pillo, que había sido el más travieso de todos los kásperles. Nadie sabía quién era Pepillo ni si vivía todavía; hacía muchos años, Pepillo se había ido con el príncipe Bimlín al país de los hombres.
—¿Tú no te acuerdas de él, Bimlín? —preguntó el rey Tolu.
Kásperle puso una cara muy rara y dijo:
—Sí, claro que me acuerdo… Era malísimo…
—Y tan malo; como que si vuelve por Kasperlandia le ahorcaremos por las cosas que hizo antes de huir de la Isla.
—¡Ah! Y… ¿qué hizo?
—Tiró al mar el polvo de la risa, y todos los peces se empezaron a reír tanto que se murieron.
—¡Oh, qué gracioso! —dijo míster Stopps—. ¡Qué lástima que Pepillo no esté ya aquí, yo quisiera comprarle!
—A lo mejor vive todavía en el país de los hombres —dijo el rey Tolu—. Bimlín es quien debe saberlo.
—Está muerto —dijo entonces Kásperle poniendo una cara tristísima.
—¡Oh, qué lástima!
Kásperle no quiso decir nada, pero de pronto se había acordado de muchas cosas; y ahora sabía que no era Bimlín, sino Pepillo el Pillo, el más travieso de todos los kásperles, que antes de huir de Kasperlandia había hecho montones de disparates. ¡Menos mal que el rey Tolu y los otros no lo sabían! A Kásperle empezó a darle miedo estar en Valrosa, pero disimuló y dijo:
—Me gustaría saber más cosas de ese Pepillo. ¿Era tan malo como dicen?
—Era lo peor de Kasperlandia. Pero tú le conocerás bien, porque se fue contigo.
Sí, Kásperle le conocía bien; y ahora recordaba la voz de un viejo kásperle que le dijo, hacía muchísimo tiempo:
«No te embarques con el príncipe Bimlín, que puede pasaros algo».
Pero Kásperle había desobedecido y se había embarcado con el Príncipe y les habían cogido prisioneros. De pronto se acordaba de todo muy bien, pero dijo, para disimular:
—Ha pasado tanto tiempo y he dormido tantos años, que me he olvidado de Pepillo el Pillo.
El maestro, entonces, contó más cosas de Pepillo; sus travesuras se habían hecho tan famosas, que todavía decían en Kasperlandia cuando un kásperle era muy malo: «Es peor que Pepillo el Pillo». Una de las travesuras había sido encerrar a su maestro en una colmena llena de abejas; y el maestro hizo tantas cosas raras para asustar a las abejas, que todas se escaparon y tuvieron que ir a buscarlas a otra isla. Y Pepillo era también famoso por su modo de comer; era un tragón terrible, y nada le bastaba.
—¡Oh, lo mismo que mi Kásperle! —dijo míster Stopps.
¡Qué bobo de míster Stopps, qué manera de meter la pata! Todos los kásperles se quedaron mirando a Kásperle, y el rey Tolu dijo de pronto:
—¡Ahora lo comprendo! ¡Tú no eres Bimlín, sino Pepillo!
—¡No, soy Bimlín!
—¡Pues enséñame el lunar del hombro!
—¡Lo enseñaré cuando me hagan Rey de Kasperlandia!
Kásperle gritaba de una manera, que todos los kásperles pensaron:
«Tiene que ser el príncipe Bimlín, si no, no se atrevería a gritar así al Rey».
—¡Seguid contándome cosas de Pepillo! —dijo el fresco de Kásperle—. Porque me gusta recordar aquellos tiempos. ¿No se comió toda la merienda que tenían preparada un año para el cumpleaños del Rey?
—¡Sí! Ahora que lo dices, es verdad que se comió hasta la última miga.
—¿Y no hizo una vez un agujero en la cañería del agua, y por poco se inunda toda Kasperlandia? ¿No le arrancó un día la peluca a la Reina?
—¡Lo mismo que tú hiciste con mi peluca, fresco! —gritó la Princesa.
—¡Cállate, boba, o te quedas aquí en Kasperlandia! —dijo Kásperle.
—¡Ay, Kásperle, no te enfades, ayúdame a salir de esta Isla!
—¡Bueno, bueno! Ya se ha hablado bastante de Pepillo el Pillo —dijo el Rey—. Ahora nos vamos a comer mi mujer y yo.
—¡Yo no soy tu mujer, mamarracho! —gritó la Princesa.
—¡Eres mi mujer, aunque yo sea un mamarracho!
—¡Escucha, rey Tolu! —dijo entonces Kásperle—. Tengo que contarte un secreto, pero sólo a ti.
Se subieron a una de las hamacas, porque Kásperle no quería hablar en otro sitio, y Kásperle empezó a reírse de repente.
—¿Por qué te ríes?
—Porque me estoy acordando de Pepillo el Pillo; una vez cortó las estacas donde estaban atadas las hamacas, y los kásperles se cayeron al suelo a medianoche.
—¡Tú eres Pepillo, y no Bimlín! ¡Eso de las estacas no lo sabía nadie!
—Soy Bimlín, y si vuelves a decir que soy Pepillo, no te contaré el secreto.
—¡Cuéntamelo! ¡Anda, anda! ¿Qué secreto es?
—Es un secreto de la Princesa. No es princesa, sino un tigre.
—¡Un tigre! Pero ¿qué dices?
—Pues que es un tigre, como lo oyes; se casa con la gente para comérsela.
—¡Brrr! ¡Qué horror! —dijo Tolu temblando—. ¡No, no puede ser verdad!
—¡Es verdad!
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estuvo a punto de devorarme a mí; y al pobre míster Stopps se lo va a comer cualquier día.
—¡Pero eso es horrible!
—Claro que es horrible.
—No puedo creerlo.
—Pues no lo creas. Pronto lo sabrás por experiencia.
Kásperle se dio cuenta de que no es tan fácil engañar a un kásperle, y empezó a temblar de miedo; tenía que salvar a la Princesa, porque se lo había prometido, y el rey Tolu repetía como un cabezota:
—Pues yo me caso con ella, ea. Me caso con ella.
Volvieron donde estaban los otros, y la Princesa se quedó aterrada cuando oyó decir al rey Tolu:
—¡Kasperlota, eres mi mujer y seguirás siendo mi mujer!
Y en esto, se oyó un ruidito debajo del vestido de la Princesa, y Kásperle dijo con la cara más inocente del mundo:
—No pasa nada; es un ratón.
Como en Kasperlandia no había ratones, los kásperles no comprendieron por qué daba la Princesa aquellos gritos tan terribles de repente; la miraban espantados, porque ella rugía, aullaba, se retorcía y daba saltos; y Kásperle les dijo:
—Es que, además de ser Princesa, es un tigre.
—¡No soy un tigre, descarado! —gritó la Princesa agarrando a Kásperle de los pelos; y los de la Isla echaron a correr asustadísimos y gritando:
—¡La Kasperlota es un tigre, un tigre!
Y el que más corría era el rey Tolu, chillando:
—¡Que me come, que me devora!
La Princesa se quedó mirándoles como boba; nunca había visto que la gente huyera de ella así. Y míster Stopps estaba también muy asombrado; los kásperles habían desaparecido, se habían encaramado a sus hamacas y les miraban asomando un poquito la cabeza desde lo alto.
Kásperle dijo entonces:
—¡Escapaos ahora! ¡De prisa!
Y en esto vio en el suelo una cosa que brillaba: era una capa de oro del rey Tolu, en la que guardaba polvos de la risa. La cogió para llevarse por lo menos un recuerdo de la Isla de Kasperlandia. Pero no sabía que cuando un rey de Kasperlandia pierde su caja de oro, los kásperles le destronan y le matan.
Kásperle estaba quieto mientras la Princesa, míster Stopps y Marilena corrían hacia la playa, hartos ya de la Isla aquélla. Y cuando ya estuvieron bien lejos, Kásperle gritó:
—¡Rey Tolu, ven, que tengo que decirte una cosa!
—¡Mi caja de oro! —exclamó el Rey, al ver la cajita en la mano de Kásperle, y llegó corriendo con todos los kásperles detrás.
Al Rey le molestó mucho que los kásperles vieran que había perdido su caja de oro, y se volvió a gritarles:
—¡No deis ni un paso más! ¡Tengo que hablar en secreto con el príncipe Bimlín!
—Muy bien —pensó Kásperle—. Así podré decirle de una vez que no soy Bimlín, sino Pepillo el Pillo. Se echó a reír, y el rey pensó que Kásperle se reía porque ahora tenía la caja de oro y podría ser Rey; así que se acercó a Kásperle con mucha humildad, y Kásperle pensó que tenía miedo de la Princesa y le dijo:
—No te asustes, rey Tolu, que ya no te podrá morder.
Pero el Rey, con la pérdida de la cajita, se había olvidado de la Princesa y le dijo a Kásperle muy bajito y muy apurado:
—Mi caja de oro…
—¿Es tuya esta cajita? —le preguntó Kásperle a gritos.
—¡Calla, calla! ¡No grites así, que me matarán cuando sepan que he perdido mi caja!
—¡Pues a mí me matarán cuando sepan que soy Pepillo el Pillo!
El Rey y Kásperle se quedaron frente a frente, mirándose; y de pronto se echaron a reír, porque encontraban que todo aquello era divertidísimo.
—¿Así que no eres Bimlín? ¡Ja, ja, ja!
—¿Y tú has perdido la cajita real? ¡Ja, ja, ja!
—Anda, dame la caja, que no es cosa de broma.
—Te la daré si prometes no perseguirnos.
—Lo prometo.
—Pero es que no me fío de ti.
—No tienes que ser tan desconfiado.
—Ven al barco, y allí te devolveré tu cajita.
—¿Y la princesa kasperlota, qué?
—La princesa kasperlota, nada. No será tu mujer, porque se va a casar con míster Stopps.
—Pues se comerá a ese pobre señor.
—¡Inocente! ¡Ja, ja, ja!
—¡Ay, Pepillo, que te marchaste de Kasperlandia siendo un pillo y vuelves más pillo todavía!
—Anda, vámonos a la playa dando volteretas.
Se fueron dando volteretas por el camino, pero Kásperle las daba mejor que el Rey y llegó antes a la playa; allí estaban ya, míster Stopps, la Princesa y Marilena, esperando a Kásperle, que gritó al verles:
—¡Princesa! ¡Que viene el rey Tolu a por ti!
¡Cielos, qué susto se llevó la Princesa! La pobre se puso palidísima, y míster Stopps creyó que la novia se le moría allí mismo. Kásperle dijo entonces:
—No te mueras, Princesa, que es una broma; el rey Tolu no quiere ni verte, porque le he dicho que eres un tigre.
—¡Eres malísimo! ¡Ay, Kásperle, eres imposible! —dijo la Princesa, que del susto no podía ni gritar.
Y se alegraba mucho de que el rey Tolu no la quisiera por mujer; antes que vivir para siempre entre kásperles, prefería ser la mujer de míster Stopps.
Llegó el rey Tolu, Kásperle le dio su caja de oro, y el Rey prometió que los kásperles no dispararían el cañón de la risa contra el barco.
—¡Oh, qué pena! —dijo míster Stopps; y cuando se enteró de que la cajita tenía polvos de la risa, ofreció al Rey mucho dinero si le daba un poco de aquellos polvos. Pero el Rey no quería vendérselos, y sólo le permitió oler la cajita. Y míster Stopps la olió con tanta fuerza, que se pasó tres horas seguidas riendo, y la Princesa pensó que ya no iba a dejar de reírse en toda su vida.
Kásperle se despidió con mucho cariño del rey Tolu, y luego le gritó desde el barco:
—¡Ya lo sabes! ¡Soy Pepillo!
—¡El Pillo! —dijo la Princesa.
—Será un pillo, pero todos nos alegramos de que se venga con nosotros —dijo maese Severín.