CUANDO Kásperle se despertó a la mañana siguiente, ya sabía qué iba a hacer para sacar a Marilena de la Isla. No era una cosa nada fácil, pero Kásperle era un héroe.
Miró a su alrededor y de pronto se puso triste. Allí estaba Valrosa, su ciudad. ¡Qué bonita era! Tantas flores por todas partes, y aquel cielo tan azul… El sol brillaba más que en Lugano. Y él, Kásperle, podía ser Rey de Kasperlandia. Pero ¿qué haría Marilena? La niña no sería feliz lejos de su tierra y de su padre.
Kásperle recordó lo buena que había sido siempre Marilena con él, porque Kásperle era agradecido, cosa que no siempre son los hombres; y decidió sacar a Marilena de la Isla, aunque él no pudiera volver ya nunca a su patria. La verdad es que su Isla le gustaba mucho, pero pensaba que ya no le gustaría vivir rodeado de kásperles; se había acostumbrado demasiado a vivir entre los hombres.
—Oye, Kásperle —le dijo Marilena desde su hamaca—. ¿Qué harán con nosotros?
—No tengas miedo, ya me las arreglaré —dijo Kásperle, y saltó al suelo y gritó a todos los kásperles que dormían—: ¡Arriba, gandules! ¡Arriba!
—No podemos levantamos hasta que el Rey nos llame —dijeron los kásperles.
—¡Pues levantaros, porque yo soy vuestro Rey!
Y el rey Tolu, que se estaba despertando, oyó que gritaban:
—¡Viva el rey Bimlín!
Se enfadó mucho; pero luego vio que Kásperle le guiñaba un ojo como diciéndole que todo era una broma, y se quedó más tranquilo. Sirvieron el desayuno, y todos los kásperles se quedaron muy asombrados, porque vieron cómo comía Kásperle a pesar de que iba a correr aquella mañana. Y el rey Tolu pensó que después de un desayuno así, Kásperle no podría dar ni un paso, y se alegró, porque no perdería su trono. Pero es que el rey Tolu no conocía a Kásperle; no sabía que, en el país de los hombres, se había acostumbrado a comer muchísimo, y no aquellos desayunos de Kasperlandia, que sólo eran unas tacitas de leche rosa, unos panecitos azules y un poquitín de miel verde.
—¡Ahora veremos la carrera! —dijeron luego los kásperles.
—¡No, ahora os contaré mi historia! —dijo el príncipe Bimlín—. Tenéis que saber todo lo que me ha pasado en el país de los hombres.
—¡Sí, qué bien! —gritaron los kásperles, y se pusieron a dar volteretas de alegría, pero ninguno sabía dar las volteretas tan bien como Kásperle, a pesar de todo lo que había comido. Le hicieron sentarse sobre una mesa dorada, y empezó a contarles la historia. Marilena le escuchaba también con mucho interés. ¡Qué exagerado era Kásperle! La niña sabía ya todo aquello que Kásperle estaba contando, pero se asombraba al ver cómo cambiaba todas las cosas. Por ejemplo, decía que el duque Augusto Erasmo era un rey muy poderoso, y que el castillo de Altocielo era la fortaleza mayor del mundo. Y les contaba todas las travesuras que había hecho como si fueran unas hazañas de héroes; y también decía que eran héroes los chiquillos de Torburgo que le habían acompañado siempre en sus trastadas. ¡Qué embustero!
Kásperle les contó también muchas cosas de la princesa Gundolfina, y la imitó para que todos vieran qué cara ponía la Princesa cuando se enfadaba; los kásperles querían imitar los gestos y se ponían feísimos. Y cuando Kásperle contaba las cosas desagradables que en realidad le habían pasado a él, como aquella vez que se cayó en la marmita de leche, decía que le habían pasado a la Princesa; y a los kásperles les daba mucha risa y se revolcaban por el suelo dando gritos de alegría. El rey Tolu pensaba que Kásperle era peligroso, porque podía hacer reír tanto a sus súbditos, que acabarían todos con dolor de estómago. Y le ordenó:
—¡Para ya de contar historias! ¡Se acabó!
Pero Kásperle estaba encantado contando cosas, y no hizo caso; les contó su viaje por Suiza, diciendo que había sido la Princesa la que se marchó a las montañas a coger nata; y que él había salvado a la Princesa de las garras del águila.
—¡Que te calles ya! ¡Que no sigas! —repetía el rey Tolu.
Pero Kásperle le dijo con mucha calma.
—¡Todavía me falta mucho; tengo que contar muchísimas más cosas!
—¡Es que ya nos duele la barriguita de tanto reírnos! —dijeron los kásperles.
—Pues comed fruta y leche agria, que es muy bueno para el dolor de barriga.
Pobrecitos kásperles. Se creyeron aquella mentira y pidieron a Kásperle que esperara un poco, que iban a buscar leche agria. Kásperle tuvo que decirles que era una broma, y para que no se enfadasen empezó a imitar a míster Stopps.
—¡Ay, no sigas! —suplicaban los kásperles—. ¡No sigas, que no podemos ya reímos más! ¡Y es la hora de comer!
—¡Esperad, esperad! —les dijo Kásperle—. ¡Todavía tengo que contaros muchas cosas! ¡Mirad, míster Pudding tenía esta cara!
—¡No sigas, que nos duele todo de tanto reímos!
—¡Pues a mí no me duele nada! —contestó el fresco de Kásperle, y se puso a imitar a míster Pudding.
No era verdad que no le dolía nada. Su corazoncito le dolía un poco, cuando pensaba que se acercaba la hora de abandonar su querida Isla. Había estado muchos años entre los hombres acordándose de su patria, y ahora tenía que dejarla a los dos días de haber llegado. Qué pena. Pero Kásperle era un héroe, y sólo pensaba en salvar a Marilena. ¡No podía dejar en peligro a su amiguita!
Sin embargo, hasta los héroes se desaniman a veces. Son cosas que pasan. Estaba viendo cómo se reían los kásperles, y le entró una pena muy grande y se echó a llorar. Y entonces los kásperles dejaron de reírse y empezaron también a llorar; Kásperle comprendió que había hecho una tontería, pero ya no lo podía arreglar, y lloró todavía con más fuerza. A los kásperles no les gustaba que les vieran llorar, y escondieron la cabeza entre las piernas y se quedaron así dando unos berridos horrorosos. Entonces Kásperle le dijo a Marilena:
—¡Corre, aprovéchate ahora que no te pueden ver! ¡Márchate corriendo!
—¿Sin ti?
—¡Corre, márchate!
Entonces Marilena echó a correr y los kásperles no se dieron cuenta. Y Kásperle seguía berreando, hasta que los de la Isla le pidieron que se callara, porque les dolía todo de tanto llorar. Pero Kásperle no les hizo caso y lloró y lloró. Hasta que de repente, paró de llorar y gritó:
—¡Viva! ¡Ahora, el rey Bimlín va a dar unas cuantas volteretas, para que le entre hambre para la comida!
Y, sin dar más explicaciones, salió dando volteretas y brincos enormes, por encima del rey Tolu y de muchos kásperles, y se fue, claro, en busca de Marilena. Porque su patria no le gustaba nada sin Marilena; y además tenía que ayudar a la niña a llegar al barco.
Cuando los kásperles quisieron darse cuenta, ya estaba Kásperle muy lejos; y los de la Isla tardaron en comprender que se había escapado. Fue el kásperle tonto el que dijo primero, poniendo una cara tontísima:
—¡Caramba! ¿Y si se ha escapado?
Los otros se burlaron de él al principio, porque no podían comprender que uno se marchara cuando le iban a hacer Rey de Kasperlandia; y le tomaban el pelo al kásperle bobo, y le decían que era más tonto que nadie. Pero entonces el rey Tolu dijo:
—¡Bimlín se ha escapado, y la niña también!
Y todos los kásperles gritaron:
—¡Vamos a buscarles! ¡Hay que traerles otra vez!
—¡A por ellos! ¡A por ellos!
—¡Que no les vamos a encontrar!
—¡Que sí! ¡Sacad el cañón!
—¡El cañón! ¡De prisa!
Tardaron mucho tiempo en prepararse; y cuando al fin salieron de Valrosa ya estaban Kásperle y Marilena en la playa, llamando a los del barco:
—¡Socorro, socorro!
No les oían, y Marilena se echó a llorar. Y míster Stopps, desde el barco, oyó el llanto de la niña y dijo:
—¡Oh, yo mí me parece que oigo llorar a Marilena!
—¡Qué vas a oír! —contestó su querida novia la princesa Gundolfina.
—¡Oh sí, y allí está en la playa, y mi Kásperle está también! ¡Hurra!
Y de la emoción, ¡púmbala!, míster Stopps se cayó al agua. Y los marineros aprovecharon la barca con la que iban a sacar a míster Stopps para traerse también a Kásperle y a Marilena.
—¡Oh, mi Kásperle, yo tengo a ti otra vez, mi querido Kásperle!
—¡No soy tu Kásperle! —dijo el pequeño.
—¡Oh! ¿No?
—¡No! ¡Soy el príncipe Bimlín, y tú no has comprado al príncipe Bimlín!
Míster Stopps iba a decir que eso era trampa, cuando oyeron gritar:
—¡Que vienen, que vienen! ¡Que nos apuntan con el cañón de la risa!
Los kásperles estaban en la playa, preparando su cañón y apuntándolo contra el barco. Pero los del barco ya estaban sobre aviso, y se metieron corriendo en sus cabinas y cerraron bien las puertas y las ventanas. Así que cuando los kásperles dispararon la nube rosa, los polvos de la risa sólo le alcanzaron al bobo de míster Stopps, que se había quedado en cubierta. El inglés empezó a soltar unas carcajadas terribles, tambaleándose como si hubiera otra tempestad.
—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Jijijiji! ¡Joo! ¡Joo! ¡Huuu!
Míster Stopps se reía en todos los tonos; se reía, se reía, y al final se cayó al suelo medio muerto de cansancio. Y los kásperles de la playa gritaban:
—¡Queremos que vuelva nuestro buen rey Bimlín!
A pesar de su cansancio, míster Stopps les oyó y tartamudeó:
—¡Nooo… oh… no! ¡N…o, pu… puede… s… ser! ¡Él ha co… cos… costado a mmm… mí… dos., dos mi mi! —pero no podía hablar de lo cansado que estaba y de la risa que tenía. Y, claro, los kásperles no le entendían y además no le pensaban hacer caso, y seguían gritando;
—¡Queremos que vuelva nuestro rey Bimlín! ¡Nuestro rey Bimlín!
Y, mientras tanto, Kásperle estaba echado en su cabina… y lloraba. El pobre oía cómo le llamaban los de su Isla, y no dejaba de llorar. Marilena estaba pensando que a lo mejor Kásperle se volvería a la Isla, y maese Severín preguntó al pequeño:
—¿Quieres volverte? Piénsalo bien, querido Kásperle; ésta es tu patria. Pobrecito Kásperle; por una parte quería volver a Valrosa, y por otra no quería separarse de sus amigos. Y míster Stopps, tirado en la cubierta, oía a los kásperles, pero pensaba que su Kásperle no le abandonaría; y los kásperles de la Isla gritaban a los pasajeros del barco:
—¡Dispararemos el cañón hasta que estéis todos muertos!
Pedro el marinero se asomó a la cubierta y gritó a los kásperles:
—¡Ahora saldrá Kásperle a llorar aquí arriba, y os moriréis vosotros a fuerza de llorar!
Y entonces los kásperles se marcharon corriendo de la playa, y el rey Tolu era el que más corría, porque estaba deseando llegar otra vez a su trono-columpio y seguir siendo rey. Lo único que sentía era no haberse quedado con Marilena.
Míster Stopps seguía riendo, riendo… Ya estaba malísimo de tanta risa, y su querida novia la Princesa dijo:
—Habrá que ponerle debajo de la manguera del agua, a ver si se calma.
Le pusieron debajo de la manguera, le enchufaron y le dejaron chorreando.
Míster Stopps dejó de reírse, dio un suspiro y dijo:
—¡Oh, esto me ha sentado bien a mí!
—¡Sí, un chorro de agua es siempe cosa sana…! —dijo el capitán.
—¡Oh no, no el agua! ¡Cosa sana es reírse, cosa sanísima! ¡Yo quiero tener un cañón de la risa en mi casa, y mi querida esposa me disparará polvo de la risa todos los días! Pero ahora yo tengo otra vez mi querido Kásperle, mejor que el cañón.
—¡Yo no soy tu querido Kásperle, yo soy el príncipe Bimlín! Míster Stopps iba a protestar, cuando la Princesa dijo:
—¡Tiene razón! Cuando le compraste, no era más que un kásperle; ahora es casi un rey, y ya no te pertenece.
—En ese caso, que vuelva a vivir con nosotros —dijo la señora Amada.
—¡Que se venga con nosotros! —dijeron Micael y Rosamaría.
—¡Yo quiero que se venga conmigo! —dijo el principito.
Marilena no dijo nada, pero miraba a Kásperle, y él dijo:
—Yo me voy con Marilena, y a los demás les haré visitas.
—¡Oh, tú mí me visitas también! —dijo míster Stopps.
—¡No te hago falta! —contestó Kásperle—. ¡Ahora ya tienes a tu mujer!
Míster Stopps no estaba muy satisfecho, porque en el fondo le gustaba más Kásperle que la Princesa. Pero entonces la princesa Gundolfina se puso a hacer caritas bobas y a decir:
—¡Yo soy tu kásperla, tu kasperlita de tu alma!
Y míster Stopps se conformó.