QUÉ había sido mientras tanto de Kásperle y Marilena?
Los kásperles se los habían llevado presos. Les hicieron andar un buen rato con los ojos vendados, pero Kásperle consiguió subirse un poco el pañuelo, y vio que iban por un camino maravilloso, lleno de flores. Ño se veía tierra, ni cultivos, ni piedras. Sólo flores y flores. Kásperle pensó que su patria era verdaderamente bonita, y si Marilena no hubiera llorado de aquel modo, se habría alegrado de estar en su Isla. Pero la niña no dejaba de llorar, y Kásperle sentía mucha pena al oírla.
—¡No llores así, Marilena! ¡Ya verás cómo volvemos al barco en seguida!
—¡El barco se marchará y nos dejarán aquí, y ya no veré más a papá!
—No digas eso; el barco no saldrá hasta dentro de tres días.
—¿Estás seguro?
—Estoy seguro; se lo he oído decir al capitán. Tenemos tiempo de huir.
—¿Tú también quieres escaparte conmigo?
—Claro; no voy a dejarte sola.
Kásperle era un héroe; sus compatriotas lo comprenderían muy pronto. El pequeño pensó que para huir hay que conocer bien el camino, y se quitó el pañuelo de los ojos. ¡Qué gritería armaron entonces los kásperles! Pero Kásperle gritaba más que ninguno, y empezó a llamarles muchas cosas malas y le quitó el pañuelo a Marilena, gritando:
—¡Soy el príncipe Bimlín, y no tolero que me tratéis de este modo!
Pensaba que a lo mejor era verdad, y que así metería miedo a los kásperles; y acertó, porque los de la Isla habían oído hablar del príncipe Bimlín, que estaba entre los hombres, y se asustaron al oírle.
—¿Eres de verdad el príncipe Bimlín? —preguntó un kásperle.
—¡Claro que sí! ¿Es que no lo ves?
Y Marilena pensaba:
«Qué fresco es; no sabe si es el príncipe o no».
Kásperle seguía repitiendo que era el príncipe, y cuanto más le preguntaban más seguro lo decía. Entonces le dijo un kásperle:
—Nuestro Rey no va a alegrarse mucho de tu vuelta.
—¿Por qué?
—Porque si eres el príncipe Bimlín, tienes que ser el rey de Kasperlandia. Tu padre, el rey Aúpa, se murió hace tiempo. ¿No lo sabías? —se lo preguntaban para ver si era de verdad el príncipe Bimlín; pero Kásperle no se apuró y dijo:
—¡Qué tonto eres! ¿Cómo iba a saberlo, si llevo tanto tiempo entre los hombres?
Los kásperles dijeron que era verdad, y empezaron a tratar a Kásperle con mucho respeto; y les quitaron a él y a Marilena las cuerdas con que les habían atado. Iban por el camino aquel tan bonito, y en esto llegaron a un lago lleno de peces de colores y rodeado de lirios maravillosos; blancos y rosas y azules y amarillos, y tan grandes como la cabeza de un kásperle. Marilena se olvidó de su pena al ver aquellas flores; y la que más le gustaba era una especie de rosa muy grande, de color rojo con el centro azul. Parecían los colores de una puesta de sol. Los kásperles se echaron a reír al ver a la niña tan encantada con aquella flor, y le dijeron:
—Es la flor de la risa; florece cada diez años, y su fruto tarda un año en madurar. Y como hay pocas plantas de éstas, tenemos que gastar poco polvo de la risa.
—Ten cuidado, príncipe Bimlín —dijo un kásperle—. Acuérdate de que no se puede coger la flor de la risa; el que la corta, tiene pena de muerte.
Kásperle contestó muy tranquilo:
—Claro que me acuerdo; pero también sé que los príncipes pueden oler la flor.
Era verdad, y los kásperles estaban cada vez más convencidos de que habían cogido prisionero al príncipe Bimlín. Pero había un kásperle muy bobo que preguntó:
—¿No nos estarás engañando? ¿Eres de verdad el Príncipe?
—¿Y cómo iba a saber mi nombre, si no? —contestó Kásperle.
Y el kásperle bobo dijo:
—Tienes razón, tienes razón. ¿Y sabes también que nuestro rey se llama Tolu?
—Claro, se llama Tolu —dijo Kásperle.
—Lo sabe todo —dijeron los kásperles—. ¿Te acuerdas también de Valrosa, nuestra capital?
—Claro que me acuerdo de Valrosa; todos los tejados de la ciudad tienen flores.
—¡Es el príncipe Bimlín, no cabe duda! —exclamaron los kásperles, y entraron en la capital gritando—: ¡Traemos al príncipe Bimlín, el que se había perdido!
La pequeña capital de los kásperles se alborotó mucho con la noticia. Marilena miraba la ciudad con mucho asombro; había veintitrés casas, y todas parecían colinas de flores, con flores sobre los tejados, en las ventanas, por las paredes, flores por todas partes. Así era Valrosa, la capital de Kasperlandia. Y el palacio del rey Tolu, donde llevaron a los dos prisioneros, no era una casa, sino un jardín con paredes de flores. Y es que en Kasperlandia no hacía frío, y las casas no estaban hechas para protegerse del mal tiempo. Valrosa estaba cubierta por el aroma de todas las flores. Cuando los habitantes de la capital oyeron que llegaba el príncipe Bimlín, cogieron muchas flores de las paredes de las casas y cubrieron el camino con ellas; fue cuestión de un momento, y Kásperle y Marilena entraron en la ciudad andando sobre un verdadero tapiz de flores. La gente de Valrosa les miraba y preguntaba:
—¿Es de verdad el príncipe Bimlín?
—Claro, él mismo lo ha dicho —dijo el kásperle bobo.
—Uno puede decir lo que quiera —dijo entonces una voz desde lo alto.
Era el rey Tolu, que no estaba en un trono, sino en un columpio atado a la pared de flores.
—¡Soy el príncipe Bimlín, caramba! ¡Si sabré yo quién soy! —gritó Kásperle muy convencido—. ¡Y mi padre era el rey Aúpa!
—¿Y verdad que tu madre era la reina Holaquetal? —preguntó el kásperle bobo.
—¡Naturalmente! ¡Mi madre era la reina Holaquetal!
—¡No cabe duda! ¡Es el príncipe Bimlín! —gritaron todos.
—¡Claro que sí, y en realidad soy vuestro Rey! —gritó Kásperle.
¡Púmbala! El rey Tolu se cayó del columpio; menudo disgusto, saber que ya no iba a seguir siendo rey. Kásperle vio en seguida que el rey Tolu no le miraba con buenos ojos, y que deseaba que se marchase pronto de la Isla, así que le dijo muy bajito al Rey, que estaba en el suelo:
—Mira, no tengo ningunas ganas de ser rey…
Fue una idea muy buena decir aquello, porque el rey Tolu le guiñó un ojo y le dijo también muy bajito:
—Yo te ayudaré.
Ya estaban de acuerdo; pero los otros kásperles no hacían más que pedir que Kásperle hiciera unas cuantas payasadas, para ver si era de verdad el príncipe Bimlín; y si no lo era, le matarían.
—¡Y también mataremos a esa niña!
—¡No la mataréis! —gritó Kásperle—. ¡Lo que vais a hacer ahora mismo es traemos algo de comer y vestidos secos para Marilena, porque esta niña es casi una princesa!
—Pero tiene que morir; lo dice nuestra ley —dijo un kásperle viejo.
Kásperle le dio un rápido puntapié en la nariz, y todos vieron que sabía portarse como un verdadero príncipe de los kásperles. También se portaba como un auténtico kásperle comiendo. ¡Qué manera de tragar! Muchos kásperles se asustaron al verle comer de aquella manera, y pensaron que no les convenía nada tener de rey a aquel tragón.
Y después de comer, el príncipe Bimlín se puso a hacer payasadas; vaya si sabía hacerlas. Imitó las caras de la princesa Gundolfina y de míster Stopps, hizo toda clase de travesuras y de gestos, dio brincos y volteretas, y todos los kásperles se reían como si les hubieran disparado polvos de risa.
Y decían:
—¡El príncipe Bimlín tiene que ser nuestro Rey! ¡No hemos tenido hasta ahora un Rey tan listo como él! ¡Viva el príncipe Bimlín! ¡Viva!
Kásperle les hizo una reverencia y dijo:
—Muchas gracias. Pero antes de ser vuestro rey tengo que ir al barco a despedirme de mis amigos. Y Marilena tiene que venir conmigo.
Los kásperles se pusieron a gritar:
—¡No te irás! ¡No puedes marcharte, no te dejaremos!
—No te preocupes, Kásperle —le dijo al oído el rey Tolu—. Yo te ayudaré, pero no digas nada más, no vaya a ser peor para esa niña.
Kásperle vio entonces que los de la isla miraban a Marilena con mucho odio, y Marilena lo notó también y se echó a llorar.
—¡No os preocupéis, que yo os ayudaré! —repitió el rey Tolu.
Y Kásperle sacó la lengua a los que miraban así a Marilena, y que habían empezado a gritar:
—¡La niña del país de los hombres tiene que morir!
Qué mal educados. Y Kásperle también, por sacar la lengua; pero eso a los kásperles no les importaba nada, se creían que era un saludo muy fino y empezaron a sacarse la lengua unos a otros. Sólo el Rey había comprendido que aquello no era un saludo nada fino, y le dijo a Kásperle:
—Eres un pícaro, Bimlín.
Claro que Kásperle era un pícaro, pero los de la Isla no sabían el miedo que estaba pasando por Marilena. Quería escaparse de allí con su amiga, pero no sabía cómo engañar a todos aquellos kásperles.
Llegó la noche. Era una noche hermosísima, con el olor de las flores; y de pronto sonó el canto de muchos pájaros, pero cantaban como en la tierra cantan las ranas, los cuervos y las lechuzas. De un modo muy desagradable.
—¡Huy, qué mal cantan! —dijo Kásperle.
—¡Cantan muy bien! —dijeron los de la Isla.
—Sí, tan bien como yo, ya se nota que somos de la misma Isla…
Y Kásperle empezó a cantar con su voz horrible, para ver si animaba a Marilena; pero sólo consiguió ponerla más triste. La niña lloraba, Kásperle empezó a berrear al verla, y todos los kásperles se contagiaron del llanto y se pusieron a llorar a gritos. Fue un concierto como para salir corriendo.
Y el rey Tolu vio cómo imitaban todos a Kásperle, y deseó que el pequeño se marchara cuanto antes de la Isla. En cambio, Kásperle se animó al ver llorar a todos los kásperles, y pensó que si le disparaban con polvos de la risa, les haría llorar hasta que se murieran.
Tranquilizado, dejó de llorar, y todos los kásperles se callaron a la vez.
«Tengo que conseguir que se vaya cuanto antes —pensó el rey Tolu—. Pero esa niña del país de los hombres me gusta mucho y quiero casarme con ella».
Si Marilena hubiera sabido lo que pensaba el Rey, se habría puesto más triste todavía; ya lo estaba bastante, porque oía decir a Kásperle que se iban a quedar en la Isla. En cuanto pudo hablarle a solas le dijo:
—Mira, Kásperle, si me quedo en esta Isla me moriré.
—No te mueras, Marilena, que te sacaré muy pronto de aquí. Se me está ocurriendo una cosa.
—Sí, sí, pero ¿cuándo nos escaparemos? —preguntó Marilena llorando.
—Mañana mismo.
—Pero ¿no querías quedarte aquí y ser el Rey de Kasperlandia?
—No, de ninguna manera. Me marean tantos kásperles juntos. Quiero irme contigo, pero no con míster Stopps; yo quiero estar siempre contigo, Marilena.
—Sí, Kásperle. Qué bien estaremos juntos. Te vendrás conmigo a mi casa del Recodo de Tilos.
El rey Tolu, que había estado viendo llorar a Marilena, preguntó:
—Oye, Kásperle, ¿qué le pasa a la niña del país de los hombres?
—Es que quiere casarse conmigo y ser la Reina de Kasperlandia.
—No puede ser… ¡Yo quiero seguir siendo el Rey!
—Pues tendrás que ayudamos a salir de aquí.
—No podré; los prisioneros no deben salir nunca de la Isla.
—¡Qué bobada! ¡Yo puedo hacer lo que quiero! —dijo Kásperle, y le dio de pronto un puntapié al rey Tolu.
El Rey gritó, y Kásperle dijo riendo:
—¡Ya ves qué bien lo hago todo, mucho mejor que tú! ¡Tengo que ser Rey!
—¡No es verdad! ¡No eres más listo que yo!
—¡Ya lo creo! Mañana haremos una carrera, y ya verás cómo corro más que tú.
El rey Tolu no era tan tonto; comprendió en seguida lo que quería hacer Kásperle, y dijo:
—Muy bien, muy bien; mañana haremos una carrera. Pero antes de que se vayan los del barco, les dispararemos polvos de la risa.
—¡No dispararéis!
—Los kásperles querrán disparar, ya verás como lo consiguen.
—Ya verás como no. Espera y verás.
Oyeron entonces unas voces que decían:
—¡Queremos que el príncipe Bimlín cuente cosas!
—¿Qué cosas?
—Todas las cosas que le han pasado en el país de los hombres.
—Muy bien, os lo contaré todo, pero mañana por la mañana; ahora estoy muy cansado.
Y se puso a bostezar de una forma que se les contagió a todos, y con aquellos bostezos les entró sueño y todos los kásperles dijeron que se iban a dormir. Llevaron a Kásperle y a Marilena a un campo que estaba lleno de estacas largas y de hamacas pequeñitas, como cunas. Había una hamaca para cada kásperle; todos se acostaron, y el viento empezó a mecer las hamacas, suavemente. A Kásperle le gustó mucho aquello, pero Marilena hubiera preferido una cama bien quieta y blanda; a pesar de todo, se durmió en seguida, porque estaba muy cansada, y Kásperle se durmió también. Y de pronto, cuando ya era muy de noche y estaba todo callado, se oyó un grito:
—¡Que vienen los enemigos! ¡¡Los enemigos!!
Todos los kásperles bajaron de un salto de sus hamacas. Kásperle no sabía si aquellos enemigos serían sus amigos del barco; y además no se veía a los enemigos por ningún lado. El rey Tolu preguntó:
—¿Quién nos ataca? ¿Quién?
Nadie lo sabía. El Rey volvió a preguntar:
—¿Quién ha oído que se acercaban los enemigos?
—Yo lo he oído.
—Y yo también —dijeron dos kásperles.
—Pero bueno, ¿qué habéis oído? ¿Disparos?
—¡No, no eran disparos! ¡Era un ruido así: rrrrrr!
Marilena se echó a reír y dijo entonces:
—¡Ésos son los ronquidos de Kásperle!
¡Ronquidos! En la Isla no habían oído nunca una cosa así, ni tampoco una risa tan clara como la de Marilena, y el rey Tolu volvió a decir:
—Esta niña del país de los hombres me gusta. Me casaré con ella.
Marilena se metió asustada debajo de su colcha de colorines, y Kásperle se acercó a ella y le dijo al oído:
—No tengas miedo, Marilena. Yo te protegeré.