Una isla asombrosa

AQUELLOS salvajes se estaban preparando para disparar algo; el capitán miró bien con sus prismáticos, y vio con asombro que lo que estaban apuntando desde la isla era un cañón. Quiso gritar: «¡Atención, que disparan!» Pero los de la isla ya habían disparado. Todos los del barco se tiraron al suelo, y el capitán gritó a un marinero que pusiera una bandera blanca en señal de paz, pero en aquel momento se vio una luz muy fuerte, y todo el barco quedó cubierto por una nube rosa.

Se quedaron muy quietos en el suelo; parecían muertos. Pero sólo estaban asustados, y Pedro fue el primero que levantó la cabeza, arrugó la nariz y dijo:

—¡Qué olor más raro!

Y de pronto, el grumete Jorge soltó una carcajada tremenda, y Pedro, en lugar de regañarle, soltó otra carcajada. El capitán iba a decirles que se callasen, pero en cuanto abrió la boca se echó a reír con todas sus fuerzas; Marilena empezó a dar unos grititos muy graciosos y a decir:

—¡Ji… ji… ji… yo no sé… ji, qué pasa! ¡Qué… ji, ji, qué risa!

Y se oyó un ruido como de una sierra, y era que míster Stopps se estaba riendo con la boca cerrada, pero luego abrió la boca, se retorció de risa sobre el suelo, pataleó, parecía un loco. Y ya todos los del barco se estaban riendo como locos también; no se oían más que carcajadas por todas partes, unas carcajadas fuertísimas, en todos los tonos; hasta la Princesa daba unos grititos divertidísimos, y míster Stopps quería decir algo y no podía:

—¡Ji, ji, oh, oh! ¡Es que… ji, ji… ellos, ellos han disparado… ji, ji, ji… han dispa… oh!

—¡Con… je, je, con… polvos… ja, ja… de la… risa, ja, ja, ja! —dijo la Princesa retorciéndose de risa.

El capitán todavía quería decir que eran bobadas, pero decía:

—¡Jo, jo! ¡jojojo! ¡Bo… bo, bo, jojojo, bo… bo…!

Y en cambio, a Kásperle no le había hecho ningún efecto el disparo; al contrario, se había puesto triste, y estaba casi llorando mientras todos se reían como locos a su alrededor.

—¡Ay, ay, je, je, je… que no… que no puedo más! —decía la Princesa.

—¿Te duele la barriguita? —le preguntó Kásperle preocupado.

—¡Ay no, que, jejeje, que… jeje, me muero!

—¡Oh, ji, ji, ji, ji… yo también… ji, ji… me muero! —gemía míster Stopps revolcándose por el suelo en medio de sus carcajadas.

—¡Estoy, ja, ja, ja, ja… estoy malísimo! —decía Pedro.

—¡Hi, hi, hi, qué risa, hi, hi, hi, me voy a morir! —decía Marilena.

—¡Ja, ja, ja, ja! ¡Qué historia… haha! ¡Han… jo, jo, disparado…! —quería decir el capitán, que se sentía tan mal como los otros de tanto reír.

Y hasta el señor Severín, que era siempre tan serio, se retorcía de risa, y su mujer la señora Amada, y Miquele, y todos los demás; menos la condesita Rosamaría, que estaba en su cabina cuando dispararon el cañonazo y no le habían dado los polvos de la risa. Kásperle fue a verla, y los dos escuchaban las risas de los demás y no sabían qué hacer; estaban tristes, y Kásperle empezó de pronto a dar aquellos berridos que soltaba al llorar; y como su llanto era tan contagioso, los demás empezaron a llorar poco a poco, primero Marilena y luego míster Stopps; pero lloraban y reían al mismo tiempo, y al fin dejaron de reírse y se quedaron todos llorando. Y la Princesa dijo que era una suerte poder llorar, porque la risa era una cosa cansadísima.

—Bueno, Kásperle, deja ya de llorar para que se callen los otros —dijo Rosamaría—. Ya se les ha pasado la risa gracias a ti.

Se les fue pasando la risa y el llanto, y el capitán dijo al fin:

—¡Ah, menos mal! ¡Qué rato más malo! ¡Estoy rendido de reírme!

—¡Oh, pero era una buena cosa reírse tanto! —dijo míster Stopps.

—Sí, no estaba mal —dijo la Princesa, resoplando de cansancio.

Y mientras tanto, en la Isla cargaban otra vez el cañón, porque habían notado que los del barco ya no se reían. Y entonces Kásperle pensó que tenía que hacer comprender a los de la Isla que en el barco había un kásperle. Y se subió a un tonel, y empezó a hacer payasadas y todas las bobadas que hacen los kásperles para que le vieran desde la Isla. Parecía un monigote descoyuntado, moviendo las piernas, los brazos, la cara, de aquella manera.

Los de la Isla se habían acercado mucho a la orilla y se les veía muy bien. Y el capitán comprendió que eran verdaderos kásperles, con unas narizotas y unas bocazas enormes. ¡Qué divertido era verles! Un kásperle por aquí, otro por allá, uno chiquito, otro más grande… Los del barco no habían visto nunca nada semejante, y no salían de su asombro. Y Kásperle, que quería que sus compatriotas vieran que él era también un kásperle, seguía haciendo payasadas encima del tonel y decidió dar una voltereta estupenda, una voltereta de primera. Se preparó, cogió impulso…

—¡Kásperle, que te caes! —gritaron todos.

Y Kásperle se cayó al agua. Se oyeron muchos gritos en la Isla y en el barco, pero los que más gritaban eran los de la Isla; para eso eran kásperles. Y después, el que gritaba más era míster Stopps, que pedía que le salvaran a su kásperle, que se le iba a ahogar. Y ofrecía mucho dinero al que le salvase. Los marineros iban a tirarse al agua para coger al pequeño, pero los kásperles de la Isla eran más rápidos, y se echaron al agua uno detrás de otro, y empezaron a nadar como peces y se llevaron a Kásperle a la orilla.

—¡Mi Kásperle, oh, mi pobrecito Kásperle! —sollozaba míster Stopps.

—¡Está perdido, pobre pequeño! —dijo el capitán.

—¡Oh, perdido, mi Kásperle, mis dos millones! ¡Capitán, mande disparar!

—¿Cómo vamos a disparar, si nuestro cañón se cayó al mar anoche con la tormenta?

—¡Oh, disparen con fusiles!

—¡Sólo tenemos tres fusiles, y nadie sabe apuntar! ¡Y vale más no irritar a los de la Isla, no vayan a disparamos otra vez con su maldito polvo de la risa!

—¡Oh, pero mi pobrecito Kásperle…!

—¡Miren, miren, se lo llevan preso! —dijo entonces Pedro; y era verdad, los kásperles de la Isla se llevaban a Kásperle a la fuerza, y Kásperle gritaba como un desesperado, y llamaba a voces a Marilena. La niña le miraba y no hacía más que llorar, porque no sabía cómo ayudar a su amiguito.

—¡No te vayas a caer ahora tú al agua! —le dijo la Princesa.

—Marilena no es un kásperle, no hará esas tonterías —dijo el capitán.

—¡Que se va a caer!

El barco, que estaba tan estropeado, se inclinó mucho, y Marilena se cayó al agua. ¡Qué gritos dieron todos! Los marineros se tiraron al mar, antes de que los kásperles de la Isla se les adelantaran, y el señor Severín se tiró también para salvar a la niña; y Miquele no quiso ser menos y también se tiró, y consiguió sujetar a Marilena por el vestido; y ya iban a llevarla al barco entre él y el señor Severín, cuando uno de los kásperles de la Isla llegó nadando, y les disparó con una pistola que tenía polvos de la risa. Con el susto y la primera carcajada, los dos hombres soltaron a la niña, y entonces los kásperles que ya habían llegado allí, la cogieron y se la llevaron nadando. Los del barco querían quitársela, pero en cuanto se acercaban a los kásperles, ellos le disparaban con pistolas de la risa y los otros tenían bastante con no ahogarse al dar aquellas carcajadas.

Los kásperles llevaron a Marilena a su Isla; la pobre niña no hacía más que llorar, y desde el barco oían su llanto y el de Kásperle. Los otros kásperles decían a su prisionero:

—¿Por qué lloras, bobo? ¡Si estás en tu patria!

Pero Kásperle les sacó la lengua, muy enfadado.

Los otros kásperles le dijeron:

—¡Huy, eso es una costumbre de los hombres, pero nos gusta mucho, hazlo otra vez para que aprendamos! —y todos probaban a sacar la lengua.

—¡Tontos, más que tontos, brrr! —les decía Kásperle haciendo muecas.

—¡Tonto, más que tonto, brrr! —le imitaban los kásperles.

Pero como Kásperle no hacía más que gritar y Marilena llorar como una desesperada, los kásperles les taparon los ojos con unos pañuelos y se los llevaron a los dos, Dios sabe dónde. Desde el barco les veían y estaban todos asustados pensando qué harían los kásperles con ellos; míster Stopps pedía a gritos que fueran a rescatarles, pero el capitán dijo que era imposible, que los kásperles les harían reír hasta que se murieran.

—¡Ay, Marilena! ¡Ay, Kásperle!

Míster Stopps y la Princesa gritaban y lloraban, y de repente dijo míster Stopps:

—Usted, Princesa, tiene la misma cara de mi Kásperle.

—¿Yo? —exclamó la Princesa, ofendida.

—¡Oh sí, usted tiene una boca tan grande como la de mi Kásperle!

—¡Perdón, caballero, no le consiento…!

—¡Oh sí, una boca grandísima…!

—¡Míster Stopps!

—¡Oh sí, y cuando usted se ríe, usted hacer esas muecas lo mismo que mi Kásperle!

—¡No se lo consiento! ¡No puede usted hablarme así!

—¡Oh sí, Princesa, usted se ríe verdaderamente igual que Kásperle!

—¡Yo no soy ningún kásperle!

—¡Y usted sabe dar volteretas como Kásperle!

—¡Yo no doy volteretas!

—¡Oh sí, yo mismo he visto a usted dar volteretas! ¡Usted es tan graciosa como mi Kásperle!

La Princesa estaba ya enfadadísima de que la compararan con Kásperle, pero se quedó muy asombrada cuando le dijo míster Stopps:

—¡Oh, es maravilloso cómo usted se parece a mi Kásperle! ¡Yo la amo a usted mucho!

—¿A mí, o a Kásperle?

—¡A usted, porque usted se parece a Kásperle! ¡Oh, yo quiero casarme con usted! ¿Quiere usted casarse conmigo?

El capitán, que les estaba escuchando, pensó que la Princesa le iba a mandar a paseo a míster Stopps; pero se equivocó, porque la Princesa puso una carita muy alegre y dijo corriendo:

—¡Sí! ¡Quiero casarme con usted!

—¡Oh, estupendo! ¿Y usted dará todos los días volteretas como mi querido Kásperle?

A la Princesa no le hacía ninguna gracia dar volteretas y ya iba a decir que para eso prefería no casarse; pero lo pensó bien y dijo con mucha amabilidad que no podía dar volteretas porque era una princesa, y eso de dar volteretas no es nada fino.

Y míster Stopps dijo que tenía razón, y le explicó:

—Yo estoy muy feliz de casarme con una mujer que es tan parecida a mi querido Kásperle. Yo pienso que usted es una kásperla.

La pobre Princesa no encontraba aquel piropo demasiado agradable, pero pensó que míster Stopps acabaría olvidándose de su Kásperle alguna vez. Estaba segura de que Kásperle no volvería más de la Isla. El capitán pensaba lo mismo; pero como los amigos de Marilena y de Kásperle estaban tan tristes, les consoló diciendo:

—Quizá vuelvan dentro de tres días; es lo que tardaremos en arreglar el barco. Y espero que los kásperles no vuelvan a disparar su dichoso polvo de la risa.

A los kásperles de la Isla no les volvieron a ver; parecía enteramente que la Isla estaba desierta. Y tampoco consiguieron ver desde el barco a Kásperle ni a Marilena.