La tempestad

SE acercaba una nube negra, negrísima y baja; llegaba de prisa, con un ruido que metía miedo. Y de pronto, el barco se quedó envuelto en la nube y en la tempestad. Las olas se volvieron grandes, cada vez más grandes, y sacudían al barco como si fuera una cascarita de nuez. Saltaban los rayos, sonaban los truenos con un ruido espantoso, y los del barco no podían entenderse por más que gritaran. Los pasajeros se pusieron los salvavidas y volvieron al comedor, agarrándose a las paredes, porque se caían con aquel movimiento que tenía el barco. Querían estar todos juntos en el comedor para pasar menos miedo; también llegó míster Stopps con la Princesa, y Kásperle les guiaba. Sí, Kásperle guiaba, porque era el único que podía mantener el equilibrio; para él no era cosa difícil, con la costumbre que tenía de dar volteretas y brincos y subirse a los sitios más raros. La Princesa dijo que se estaba mareando y Kásperle fue a la cocina a buscar un licor de cerezas que guardaba allí el cocinero; menos mal que Kásperle sabía dónde estaba el frasco, porque el cocinero estaba tirado en el suelo, mareadísimo, y no podía ni hablar. A Kásperle le dio pena verle así y le hizo beber un poco del licor; y el cocinero se tomó unos traguitos y dijo que ya se sentía mejor y que Kásperle era un buen chico.

A Kásperle le alegró mucho que le llamara buen chico y volvió al comedor con el frasco de licor y le dio otro traguito a la Princesa; se lo dio del mismo frasco, porque un kásperle no se preocupa de buscar vasos y esas bobadas. La Princesa dijo:

—¡Ay, me ha sentado bien este licor, ya me encuentro mejor!

—Es un licor muy bueno para el mareo —dijo Kásperle—. También al cocinero le ha sentado bien cuando le he dado un trago.

—¿Que ha bebido el cocinero de este mismo frasco?

—Claro… —Kásperle no veía nada malo en ello; y la Princesa, que iba a enfadarse, se quedó tranquila, porque con aquella tempestad no había tiempo para enfados.

Era una tempestad terrible. Meneaba al barco de una manera que parecía que lo iba a partir, y todas las cosas que estaban dentro del barco se caían y rodaban, y las personas también. Todos estaban muy asustados, y la Princesa se empezaba a arrepentir de su mal genio y míster Stopps de haber engañado a Kásperle.

Y el pillo de Kásperle no se arrepentía de nada, porque creía que las trastadas que hacía no eran cosas malas; y además se olvidaba de ellas en seguida. Por eso sólo tenía un poco de remordimiento por la broma del jabón que le había gastado a la Princesa hacía rato; así que se acercó a ella y le dijo:

—Oye, ¿estás todavía enfadada conmigo?

—¿Por qué dices eso?

—Por el jabón de la hora de comer…

¡Púmbala, chis, pom! El barco dio varios bandazos y la Princesa, pálida de miedo, dijo a Kásperle muy amablemente:

—¡Ay, mi querido pequeño, no estoy enfadada, no!

Era la primera vez que le hablaba de aquel modo. Hay que ver qué buen resultado dan las tempestades.

Pero es que aquella tempestad no era cosa corriente; había momentos en que todo se quedaba quieto y en silencio, y los viajeros creían que ya habían pasado lo peor; pero de pronto volvían a oírse, más fuertes que nunca, los truenos, los silbidos del viento, los chasquidos de las olas contra el barco… Era espantoso.

Los pasajeros estaban tirados por el suelo del comedor; no podían ni estar sentados. Pedro, el marinero, se asomó y preguntó:

—¿Están todos vivos?

Fueron contestando que sí con voces muy débiles; y entonces Pedro dijo muy tranquilo:

—¡Estamos llegando a tu isla, Kásperle! ¡Y en cuanto nos acerquemos a ella, chocaremos con las rocas de coral y nos hundiremos!

—¡Dios mío! —chillaron todos.

Estaban tan asustados, que Kásperle pensó que lo mejor sería hacer unas cuantas payasadas para distraerles; se puso a imitar las caras de la gente, y la Princesa dijo que el pobre pequeño debía de encontrarse muy mal, porque ponía una cara rarísima. Pero nadie se ocupaba de Kásperle y el mismo míster Stopps dijo:

—¡Oh, yo no puedo reír, yo estoy muy malo!

Y la tempestad seguía sacudiendo al barco con todas sus fuerzas. El palo mayor se había roto ya, las velas colgaban hechas jirones, había un gran revoltijo de cuerdas y barriles y maderos sobre la cubierta, y el capitán pensaba que acabarían todos ahogados si la tempestad no pasaba pronto. Pero al anochecer, la tempestad se volvió todavía más fuerte y los pobres pasajeros creían que ya les había llegado la hora de morir. Estaban todavía tirados por el suelo del comedor, y a oscuras; se oyó la voz de la Princesa que gemía:

—¡Ay, nos vamos a morir! ¡Cómo crujen las maderas de este barco! ¿No lo oyes, Marilena?

Marilena oía el ruido y dijo:

—No son las maderas; es Kásperle, que está roncando.

Qué kásperle más raro; allí estaba roncando como un bendito, en medio de aquella tempestad tan horrorosa. La Princesa le envidiaba:

—¡Quién pudiera dormir como él! ¡Quién pudiera olvidarse de esto!

—Hay que ser un kásperle para dormir de esa forma —dijo maese Severín—. Pero escuchen, parece que la tempestad se va calmando.

Llegó el día y el mar apareció tranquilo como si no hubiera pasado nada. Pero el barco estaba hecho una pena, con todo roto y revuelto: los mástiles por el suelo, las velas en pedazos, las maderas amontonadas. Era un milagro que nadie se hubiera caído al agua. Y el capitán estaba todavía muy preocupado porque, aunque ya había pasado la tormenta, el barco había perdido su rumbo y podían chocar contra algún islote.

Kásperle se despertó, bostezó, miró a todos y preguntó:

—¿Por qué está todo tan tranquilo?

—Es que ya ha pasado la tormenta, Kásperle.

—¡Muy bien, pues a desayunar! ¡Qué hambre tengo!

La Princesa iba a decir algo desagradable, pero con el susto de la noche no se le ocurría nada y sólo dijo, bajito:

—Hay que dar el desayuno a mi kásperle.

—¡Mi kásperle, mío! —dijo míster Stopps.

—¡Mi kásperle, señor, y no me discuta!

Empezaron con la pelea otra vez. El señor Severín pensó: «Hay que ver, en cuanto pasa el peligro, la gente vuelve a ser tan mala como era».

La Princesa y míster Stopps vieron la cara del señor Severín, y míster Stopps dijo:

—Bueno, no peleamos más. Yo he comprado a Kásperle por dos millones y si la Princesa me da dos millones, yo le doy a Kásperle.

—¡Qué disparate, dos millones! —dijo la Princesa—. Me parece que aquí en el barco no tenemos nadie dos millones.

—¡Oh, muy bien, pues yo me quedo con mi Kásperle! —dijo míster Stopps muy contento.

La Princesa no supo qué contestar y entonces Kásperle pensó en aprovechar la calma para pedir otra vez el desayuno. Pero en aquel momento, se oyó la voz de un marinero que gritaba desde arriba:

—¡Ohé, ohé! ¡Tierra! ¡Tierra!

Todos subieron a cubierta. Kásperle subió el primero y se puso a gritar:

—¡Mi Isla, mi Isla!

¿Sería de verdad la Isla de Kasperlandia lo que se veía en medio del mar?

—¡Sí, es tu Isla! —dijo Pedro.

—¡Mi Isla, mi Isla! —gritaba Kásperle como loco.

La señora Amada dijo:

—Será mejor que desayune, a ver si se queda más tranquilo.

—Todos nosotros debemos comer, para tener fuerzas si llegamos a la Isla —dijo míster Stopps.

Y el capitán dijo que el barco pasaría cerca de aquella isla, pero que primero había que desayunar, porque después de la noche de tormenta estaban todos hambrientos. Bajaron al comedor, les sirvieron el desayuno, y en el momento en que Kásperle se estaba metiendo en la boca un gran pedazo de bollo, se oyó un golpe muy fuerte en el barco, y todos se cayeron rodando: la Princesa, míster Stopps, Marilena, el capitán, las tazas, todo.

—¿Qué había pasado? Arriba en la cubierta se oían muchas voces que gritaban:

—¡Que nos hundimos, que nos hundimos!

Y era que el barco había chocado con una roca. Todos tuvieron que ayudar a tapar el boquete que se había abierto, y lo consiguieron después de muchos esfuerzos; y el capitán dijo:

—Bueno, menos mal que no nos hemos hundido, pero no podremos salir de aquí en un par de días. Tenemos una avería y hay que arreglarla. Si yo pudiera saber por lo menos dónde estamos… Pero esta isla no está en mi mapa.

—Es la Isla de Kasperlandia, con sus rocas —dijo Pedro.

—¡No digas bobadas, hombre!

—Sí, capitán. Es Kasperlandia.

—¡Es mi Isla! —chilló Kásperle, que quería saltar al agua para llegar a nado a su isla.

Pero el capitán le sujetó, y él volvió a gritar:

—¡Es mi Isla! ¡Déjeme salir de aquí! ¡Es mi Isla!

—¡Tranquilo, tranquilo! ¡No te pongas así! Dime, si ésa es tu isla, ¿dónde están los kásperles?

—Allí están, capitán —dijo Pedro, señalando con el dedo a unas figuras que se veían en la isla.

—¡Son salvajes! —dijo el capitán—. ¡Cuidado, que van a disparamos sus flechas envenenadas!

—¡No son salvajes, son kásperles! —dijo Pedro—. ¡Cuidado, que disparan!

—¡Déjate ya de tonterías! ¡Te digo que tienen que ser salvajes! —gritó el capitán, que no quería dar su brazo a torcer.