EL barco iba navegando por el mar en calma, con todas sus velas desplegadas. Míster Stopps había decidido que necesitaba un buen viaje por el mar, así que Marilena, el principito y Kásperle tuvieron mucho tiempo para jugar juntos. Estaban muy contentos y lo único malo era tener a la Princesa en el barco.
Era pesadísima: siempre quería estar donde jugaban los tres amiguitos, y en cuanto pasaba algo, le echaba la culpa a Kásperle. Si el barco daba un bandazo y se le caía la comida encima, decía que había sido por culpa de Kásperle; y lo mismo con todo lo demás. Siempre tenía que echar a Kásperle la culpa de todo.
El pobre pequeño ya no sabía qué hacer; no se atrevía ni a divertir a míster Stopps con sus payasadas, no imitaba a nadie y el inglés se estaba olvidando de reír, cuando Kásperle le había enseñado a reírse tan a gusto. Y además había otra complicación: la Princesa quería casarse con míster Stopps, y míster Stopps no quería. Pero como era tan rico, la Princesa se empeñaba en que se casara con ella; claro que no le hacía mucha gracia tener que llamarse señora Stopps, pero pensaba que siempre sería una princesa y que con llamarse princesa Stopps ya estaba todo arreglado. Pero míster Stopps no quería casarse con ella por nada del mundo.
Un día estaban Kásperle, Marilena y el principito con Pedro el marinero, que iba a seguir contando la historia de la Isla de Kasperlandia, cuando apareció la Princesa, como siempre, y dijo:
—Kásperle, que vayas inmediatamente con míster Stopps.
Míster Stopps no había llamado a Kásperle; era una mentira de la Princesa, que no quería ver a los amiguitos juntos. Kásperle se puso furioso, porque nunca acababa de oír a Pedro la historia de Kasperlandia; Pedro tardaba mucho en empezar a contar la historia, y cuando ya iba a decir algo interesante, aparecía alguna persona y le interrumpía. Así que Kásperle gritó a la Princesa:
—¡Eres una mentirosa, míster Stopps no me ha llamado!
—¡Descarado! ¡Cómo te atreves a hablarme así!
—¡Porque eres una mentirosa y una pesada!
La Princesa perdió la paciencia; como sabía que Kásperle tenía razón, se puso más furiosa que nunca, y dijo:
—¡Vete ahora mismo a la cabina de míster Stopps y hazle reír, como es tu deber! ¡Nunca le entretienes y está de mal humor! ¡Perezoso!
Kásperle sabía que aquello era verdad; que míster Stopps estaba triste porque nunca le entretenía. Así que se levantó de mala gana y le dijo a Pedro que guardase la historia para otro rato. Se fue a la cabina de míster Stopps y le encontró de muy mal humor; no hacía más que gruñir por Kásperle, por la Princesa, por un catarro que había cogido, por todo. Kásperle no sabía cómo entretenerle y le dijo:
—Ven, míster Stopps; Pedro nos va a contar cosas de mi Isla.
—Sí, de la Isla de Kasperlandia.
Míster Stopps se levantó en seguida; le interesaba mucho la historia de la isla, y se fue con Kásperle a escuchar a Pedro. Cuando llegaron, la Princesa estaba diciendo al viejo marino:
—Cuénteme a mí todo eso que sabe de la patria de los kásperles.
Y Pedro le contestaba:
—No, señora; lo siento, pero hasta que vuelva Kásperle no contaré nada, porque él es el principal, para eso es un kásperle. ¿Por que le ha mandado usted marcharse?
—Porque míster Stopps dijo que fuera.
Se coge a un mentiroso antes que a un cojo. Míster Stopps dijo al oír a la Princesa:
—Yo no he llamado a Kásperle.
La Princesa se quedó muy apurada y no sabía qué hacer; dijo que ella había entendido que míster Stopps llamaba a Kásperle, y el inglés la regañó como si fuera una niña pequeña; porque aunque él también mentía a veces, siempre estaba diciendo que no hay nada más feo que mentir. Y, qué cosa, a la Princesa le gustó que míster Stopps la regañara; todos tenían miedo de ella, pero aquel inglés no, y a ella eso le gustó mucho y dijo otra vez que quería casarse con él.
Ahora no estaba pensando en lo rico que era míster Stopps, sino en que era valiente y no la tenía miedo como todos; y ponía una cara tan amable, que Kásperle dijo:
—¡Vaya, no parece la misma, parece casi, casi guapa…! ¡Bueno, menos fea!
—¡Kásperle, por Dios! —dijo Marilena bajito; pero la Princesa tampoco se enfadó al oír a Kásperle. Míster Stopps no se había fijado para nada en la cara de la Princesa y, cuando terminó de regañarla, le dijo a Pedro el marinero:
—Bien, ahora yo querría oír esa historia de la Isla de Kasperlandia.
Y entonces Pedro contó de una vez todo lo que sabía de la isla. Dijo que muchos barcos habían querido llegar a la isla, pero que nunca lo conseguían, porque los kásperles tenían un sistema muy raro de alejar a los enemigos: les disparaban con «polvos de la risa». Eran unos polvos que sacaban de la planta de la risa, que crecía en la isla; y cuando los hombres respiraban aquellos polvos, se empezaban a reír de un modo tan terrible, que ya no podían hacer otra cosa. Así que cuando algún barco conseguía acercarse a la isla a pesar de las rocas de coral, tenía que volverse sin que los marineros pudieran desembarcar; todos se ponían malos de tanto reírse y acababan deseando marcharse de allí.
—¡Oh, qué cosa más agradable, yo quiero ir allí! ¡Yo quiero reír y reír mucho tiempo!
—¡Para eso tiene usted a su kásperle particular! —le dijo la Princesa con mala idea.
—¡Oh, mi Kásperle no me divierte nunca ya, él se ha vuelto aburrido!
—Pues no será por falta de tonterías, porque no sabe hacer otra cosa… —dijo la Princesa, poniendo otra vez su cara de vinagre. Kásperle pensó: «Ya me las pagarás, antipática», y dijo en alto:
—¡Míster Stopps, di a la Princesa que dé esas volteretas que ella sabe dar tan bien y verás cómo te ríes!
—¡Descarado!
—¡Oh, qué cosa más interesante! ¿Usted sabe dar volteretas? ¡Oh, por favor, usted empiece ya!
—¡Pero qué atrevimiento! ¡Soy una princesa! ¿Qué se han creído?
—¡Qué sí, que da unas volteretas estupendas! —chilló Kásperle.
—¡Oh, Princesa, por favor! —suplicó míster Stopps—. ¡Usted dé volteretas, qué cosa preciosa!
Era mucho pedir a una señora tan distinguida, y la Princesa dijo que se marchaba, que no quería ni verles; y Kásperle dijo entonces a Pedro:
—¡Bueno, menos mal! ¡Ahora podrás seguir contando cosas de la Isla!
—No, ya no puedo —dijo Pedro—. Ahora ya me han interrumpido y no sé cómo seguir.
La Princesa dijo que todo había sido por culpa de Kásperle, que no hacía más que estorbar a las personas mayores, y le regañó mucho. Y Kásperle, después de oír la regañina, dijo:
—Pues la tuya ha sido la más larga.
—Pero ¿qué dices, estúpido?
—Que la regañina que te ha echado míster Stopps por mentirosa ha sido más larga que la que tú me has echado.
La Princesa se marchó porque no sabía qué decir de lo enfadada que estaba, y Kásperle le dijo a Pedro:
—Anda, cuéntanos ahora más cosas de mi Isla.
—No, imposible; ya no sé cómo seguir. Lo tengo en la punta de la lengua, pero no me sale.
—¡Oh, qué cosas dice, yo no entiendo! —dijo míster Stopps—. ¿Qué tiene él en la lengua?
—La historia de la Isla.
—¡Oh, qué cosas más raras!
Pero Pedro no se decidía a seguir la historia; fue una pena, y todo por culpa de la Princesa. Así que no era extraño que Kásperle estuviera pensando en gastarle a la Princesa una jugarreta. Se puso a pensar que picardía le haría, y Marilena le preguntó:
—¿Qué piensas, Kásperle?
—Nada, nada…
Y era verdad, porque no se le ocurría nada. Y en esto sonó la campana del barco, porque era la horade comer.
Y Kásperle dio una voltereta y salió corriendo, porque se le acababa de ocurrir una cosa.
La Princesa llegaba siempre la última al comedor, porque creía que las princesas tienen que llegar siempre tarde. Kásperle solía llegar el primero, pero aquel día tardó tanto que llegó a la vez que la Princesa. El barco se movía mucho, y Kásperle dio un tropezón pero no se cayó; pero la Princesa, que iba dando sus saltitos, perdió el equilibrio, se resbaló y se cayó rodando. Y entonces Kásperle gritó:
—¡Ya está dando volteretas! ¡Le encanta dar volteretas!
—¡Oh, sí; oh, qué hermosura! —exclamó míster Stopps, y se echó a reír. Daba unas carcajadas tan largas y tan ruidosas, que la Princesa, muy avergonzada, no sabía qué hacer; nadie se había reído de ella de aquel modo, y chilló:
—¡Qué vergüenza, qué poca consideración!
—¡Oh, qué bella, una princesa dando volteretas! ¡Otra vez, por favor!
Míster Stopps estaba entusiasmado y la Princesa, furiosa. Y en aquel momento llegó un camarero con la sopera, el barco dio otro bandazo y toda la sopa se cayó encima de la Princesa. Míster Stopps se estaba poniendo colorado de tanto reírse, y el capitán empezó a regañar al camarero, la Princesa ya no podía ni chillar de lo enfadada que estaba, y el barco dio otro meneo y el capitán y el camarero se cayeron encima de la sopera.
—¿Quién ha puesto jabón aquí? —gritó el capitán con voz de trueno—. ¿Quién ha puesto jabón en el suelo? ¡Está lleno de jabón! ¡Kásperle!
Todos se pusieron a gritar: «¡Kásperle, Kásperle!», y el muy pícaro se escondió debajo de la mesa. El capitán mandó a un marinero que le trajera un palo y Kásperle se echó a temblar y Marilena empezó a llorar; pero el marinero, que era Pedro, dijo muy serio al capitán:
—Yo no le pegaría, capitán, porque a lo mejor es un príncipe de los kásperles y nos estamos acercando a la Isla Kasperlandia.
—¿Pero qué tonterías estás diciendo?
—Lo tenía en la punta de la lengua, y ya me ha salido, capitán.
—¿Qué tenías en la punta de la lengua?
—Pues eso, lo de la Isla de Kasperlandia y el príncipe. El que me contó la historia me dijo que una vez robaron un kásperle de la isla y era el hijo del Rey de Kasperlandia. Se llamaba príncipe Bimlín. Le llevaron al palacio de un príncipe alemán para que hiciera de bufón; y yo no hago más que pensar si no será nuestro Kásperle.
—¡Puede que este kásperle sea un bufón, pero no ha estado nunca en la corte de un príncipe! —dijo la Princesa—. ¡Es demasiado mal educado!
—Pues ahora que me acuerdo, sí que estuve en una corte… —dijo Kásperle con cara muy pensativa—. Fue hace mucho tiempo, antes de quedarme dormido…
—¿Pero en qué corte estuviste?
Kásperle no se podía acordar y la Princesa dijo:
—Ya ven que todo es mentira; después de comer le podrán dar los palos.
No tiene ninguna gracia que le digan a uno que después de comer le van a dar palos; Kásperle quería consolarse pensando que a lo mejor se les olvidaba mientras comían. Unos marineros quitaron el jabón del suelo, los pedazos de la sopera y la sopa derramada, y por fin empezaron a servir la comida. Estaban todos muy callados tomando el primer plato, cuando Kásperle gritó de pronto, muy fuerte:
—¡Se llamaba Tito Max! ¡Tito Max!
—Pero ¿qué gritas así?
—¡Tito Max! ¡Tito Max!
La Princesa dejó caer el tenedor del susto, y dijo a Kásperle:
—¿Qué tienes tú que decir de mi bisabuelo?
—¡Digo que se llamaba así el príncipe con el que me llevaron una vez!
—¡Mi bisabuelo! Puede ser, puede ser… —dijo la Princesa—. Cuando yo era pequeña me contaban que mi bisabuelo tenía en su corte un enano muy divertido… ¿así que eras tú?
—¡Yo no soy un enano! ¡Ése sería otro!
—¿En qué quedamos? Primero dices que estuviste con mi bisabuelo, y ahora dices que no eras tú. ¡No hay quien te entienda!
Todos hacían muchas preguntas a Kásperle, pero el pequeño había vuelto a olvidarse de su pasado; como siempre. Sólo se acordaba de aquel nombre de Tito Max, y no podía decir otra cosa. Así que se asustó muchísimo cuando la Princesa le dijo:
—¡Kásperle, no disimules! ¡Tú eras el bufón de mi bisabuelo, así que me perteneces a mí y no a míster Stopps!
—¡Oh, no, no! ¡Oh, yo he comprado a Kásperle por dos millones!
Pero la Princesa decía que sí y que sí; que Kásperle le pertenecía a ella, y que tenían que dárselo. Se estuvo peleando mucho rato con míster Stopps, y el pobre Kásperle estaba muy asustado; prefería volver a ser pinche o meterse dentro de un saco de harina. Marilena y el principito vieron lo asustado que estaba, y dijeron:
—Ven, nosotros te esconderemos.
Y en aquel momento, el capitán decía:
—La ley es la ley, y Kásperle le pertenece a la Princesa.
—¡No! —chilló Kásperle desesperado.
—¡Oh no, yo comprado, yo pagado! ¡Si usted quiere mi kásperle, usted me paga mis dos millones! —dijo míster Stopps, que no quería ceder a Kásperle por nada del mundo.
—¡No pienso pagarle nada! ¡Este monigote me pertenece!
—¡Oh no, pertenece a mí!
—¡A mí!
Nadie sabe cuánto tiempo hubiera durado la discusión; pero de pronto se oyó un ruido terrible, la puerta se abrió y entró el timonel gritando:
—¿Dónde está el capitán?
—¡Aquí estoy! ¿Qué ha pasado?
—¡Capitán, que viene una tormenta terrible!
Todos empezaron a gritar: «¡Tormenta, tempestad! ¡Qué miedo!»
—¿Qué dicen, qué pasa? —preguntaba la Princesa muy pálida.
—Que viene una tormenta y todos nosotros nos podemos morir ahogados —le contestó míster Stopps—. Pero Kásperle me pertenece a mí, y ahora me lo llevo.
—Sí, vamos a nuestra cabina —dijo maese Severín, y se fue con la señora Amada, con Marilena y el principito.
—¡Ay, no me dejen sola! —chilló la Princesa, y entonces se agarró a míster Stopps y le dijo—: ¡Tiene usted que protegerme!
—¡Oh, muy bien, pero Kásperle me pertenece!
—¡No, me pertenece a mí!
El barco se ladeó mucho y la Princesa dio un grito, y míster Stopps pudo decir la última palabra, porque la Princesa se desmayó de miedo.