Aventura en Nápoles

EL barco «Miramar» entró en el puerto de Nápoles. ¡Qué de barcos y qué de ruidos había en aquel puerto! Mucho peor que en Génova.

Kásperle estaba con los ojos y la boca abiertos, mirando la enorme cantidad de barquitas que daban vueltas alrededor del «Miramar»; en cada barca había un hombre que gritaba a voz en cuello, queriendo venderle alguna cosa: pañuelos, higos, naranjas, peines de concha, pasas y collares de coral, imágenes de Santos, alhajas, pan, pasteles, pescado frito… Vendían de todo.

Kásperle encontraba aquel jaleo tan divertido, que se echó a reír. Y de todas las barquitas le contestaron con risas, y todos los barqueros le señalaban con el dedo, y gritaban que bajara a Nápoles, porque encontraban muy gracioso a aquel hombrecillo tan pequeño que se reía de aquel modo.

Un hombre, que llevaba collares de coral, trepó al barco como un gato, le enseñó a Kásperle uno de los collares y preguntó:

—¿Me lo compra?

—¡Sí! —dijo Kásperle, buscando su cartera; quería regalar el collar a Marilena. Y en aquel momento, la Princesa le dijo a Marilena:

—Mira a aquel señor tan alto, que nos dice adiós.

Kásperle miró también, y se llevó un susto tan grande que se olvidó del collar y de Marilena y salió corriendo.

—¡Pero Kásperle! ¿Qué te pasa?

—Ya volverá, no te preocupes —dijo la Princesa a Marilena—. Mira, el señor alto viene hacia nuestro barco.

Marilena no dijo nada, aunque había reconocido a míster Stopps. Y el inglés subió al «Miramar», se acercó a la Princesa y le preguntó:

—¿Dónde está Kásperle?

—Yo no soy la niñera de Kásperle —contestó la Princesa muy enfadada—. ¿Qué se ha creído usted? ¡Soy una princesa!

—Oh, qué interesante, eso mí me gustar. Usted es una cosa muy rara, y a mí me gustar las cosas muy raras.

—¡Pues a mí no, y por eso no me gusta usted! —dijo la Princesa, poniendo aquella cara de bruja que Kásperle imitaba tan bien.

—¡Oh! —exclamó míster Stopps—. ¡Ahora usted parecer igual que mi Kásperle!

—¡Váyanse al diablo su Kásperle y usted!

Míster Stopps no había entendido muy bien lo del diablo, así que le dijo a la Princesa muy finamente:

—Oh, si usted mí me acompañar, yo iré con mucho gusto.

—¡Es usted un grosero, señor mío!

—¡Oh, usted gritar lo mismo igual que mi Kásperle!

—¡Usted sí que es un viejo kásperle, mamarracho!

Como la Princesa gritaba tanto, míster Stopps creyó que decía que ella era un kásperle, y se puso contentísimo.

—¡Oh, mucho gusto, mucho gusto! ¡Oh, qué bonito, otro kásperle! ¡Una kásperla, oh, usted debe casarse con mi Kásperle!

—¡Está loco!

—¡Oh, mi Kásperle no está loco, no, nada loco! ¡Es un kásperle muy simpático, solamente él se escapa algunas veces! ¿Dónde está ahora él? ¡Yo le he visto a él hace un momento!

—¡Se ha escapado! —dijo entonces Marilena.

—¿Escapado adónde?

—A lo mejor está en lo alto del mástil. ¿No quiere usted subir a buscarle? —dijo la Princesa burlándose de míster Stopps. Pero Kásperle no estaba en lo alto del mástil, ni se le veía por ningún lado. Míster Stopps no hacía más que buscarle, y todos le ayudaban, pero nada.

—¡Oh, él se ha escapado otra vez! —gimió míster Stopps.

Y la Princesa se enfadó y dijo:

—¡Dale con Kásperle! ¡Todo el mundo siempre pendiente de ese monigote! ¡Dejadle en paz, y que se escape y que le perdamos de vista de una vez!

—¡Oh no, perder de vista, no! ¡Kásperle ser una cosa muy rara, y mí me ha costado dos millones!

—¡Pues como si fueran dos millones de cosas raras! —dijo la Princesa marchándose de allí muy enfadada. Míster Stopps la miró asombrado, porque entendió que la Princesa tenía dos millones de cosas raras. Claro, como era una princesa… Y de pronto, el inglés le dijo a Marilena:

—¡Oh, gustarme, yo casarme!

Marilena echó a correr diciendo muy alarmada:

—¡No quiero casarme con usted!

Míster Stopps comprendió que le habían entendido mal otra vez; y se acercó a Pedro el marinero, que era el único que andaba ya por allí:

—¡A mí me gustar la Princesa, yo mí con ella casarme!

—Allá usted; sobre gustos no hay nada escrito —dijo Pedro—. Voy a buscar ahora a Kásperle.

—¡Oh sí, yo también buscar mi Kásperle!

Y se fueron los dos a buscarle, pero no le encontraron. Y se fue pasando el día, y el pequeño sin aparecer. Al fin, el mismo capitán dijo que Kásperle se habría caído al mar.

—¡Y todo porque tenía miedo! —exclamó Marilena.

—¡Oh, miedo! ¿De quién tenía él miedo? —preguntó míster Stopps.

—¡De usted! ¡Porque no le quería dar vacaciones!

—¡Oh mi pobre pequeño Kásperle! ¡Yo le daré a él vacaciones y mucho flan todos los días! —dijo míster Stopps llorando y secándose las lágrimas con su gran pañuelo azul. Pero Kásperle seguía sin aparecer.

Llegó la noche, llegó el otro día y siguieron buscando a Kásperle por todo el barco; y el cocinero tuvo que repetir diez veces que el pequeño no estaba en el almacén de la harina.

—Pero está en la despensa; se oyen unos ruidos muy raros.

—Es el pinche, que siempre anda metiendo ruido —dijo el cocinero—. Voy a ver qué hace.

Se oyó un griterío en la cocina, y los marineros dijeron:

—Ya está el cocinero pegando otra vez al pinche.

—Oh —dijo míster Stopps—. A mí me parece que yo oigo gritar a Kásperle.

—Yo también creo que es Kásperle —dijo la Princesa—; siempre grita así. Míster Stopps se puso a buscar otra vez; entró en todas las cabinas del barco, miró dentro de todos los armarios y los marineros se cansaron ya de aquel extranjero tan curioso que todo lo miraba. Pero Kásperle seguía sin aparecer.

Al tercer día, míster Stopps y los amigos de Kásperle estaban juntos y muy tristes, pensando que no le verían ya nunca más. Míster Stopps lloraba dando unos gemidos muy fuertes, y se sonaba con su pañuelo azul, cuando vieron que el cocinero se acercaba a ellos. Y el cocinero traía una cara tan preocupada, que el capitán le preguntó qué pasaba.

—¡Ay, señor, es ese nuevo pinche, que me trae de cabeza!…

—¿El nuevo pinche? —preguntó el capitán muy asombrado.

—Sí, señor; es lo más inútil y lo más enredador que he visto.

—Pero ¿de dónde ha sacado usted a ese pinche nuevo?

—Vaya, señor capitán… Si usted mismo me lo mandó en Nápoles…

—¿Yo…?

—Claro, señor. Él me dijo que usted le mandaba de pinche.

—¿Ah, sí? Vaya, vaya… Y ¿qué está haciendo ese nuevo pinche?

—Pues tonterías, señor. Tonterías sin parar. Y además es muy raro, porque en cuanto entra alguien en la cocina, se asusta y se encierra en la despensa; y antes se comió una tarta ente…

—¡Ése es Kásperle! —gritaron todos a la vez.

—No, no; dice que no es Kásperle —explicó el cocinero. Pero el capitán mandó a dos marineros para que le trajeran al pinche nuevo.

Y el cocinero dijo:

—Le encontrarán en la despensa, encima del armario; es donde se sube siempre que le voy a pegar.

—¡Tiene que ser Kásperle! —volvieron a gritar todos.

—Pues él dice que no, que no es Kásperle…

Pero era Kásperle; los marineros le trajeron a la fuerza, y daba risa verle, porque tenía toda la cara manchada de mermelada de fresa.

—¡No he visto nada más malo! —dijo el capitán al verle.

—¡Se lo dije, se lo dije, capitán! ¡Es un bandido! —chilló la Princesa.

—¡Oh, Kásperle, oh! ¡Tú eres un muy gran pillastre! —dijo míster Stopps, mirando a Marilena, para que le ayudara a defender al pequeño. Y Marilena estaba llorando, con unos lagrimones muy gordos, porque todos llamaban bandido y pillo a su amiguito, y no sabía cómo defenderle.

Y cuando Kásperle vio llorar a Marilena, se quedó muy avergonzado y muy triste y empezó a berrear y a gritar que se moría, hasta que todos acabaron compadeciéndole y llorando como él. Entonces dijo Kásperle:

—Si todos lloráis, no haré más payasadas…

—¡Más vale, porque no tienes ninguna gracia y eres un pelma! —dijo la Princesa. Pero míster Stopps dijo entre sollozos:

—¡Mi buen Kásperle… si… si tú no paras de llorar… yo, yo no paro! ¡Yo me morir!

—¡Yo también me morir! —dijo Kásperle poniendo una cara rarísima.

—¡Pero Kásperle! —dijo Marilena, que ya se estaba consolando al ver que su amiguito empezaba a hacer tonterías—. ¡Kásperle, qué mal hablas!

—¡Lo he aprendido de míster Stopps!

—¡Oh, no; no ser verdad! ¡Yo hablo muy muy correctamente! ¡Y tú, Kásperle, tú eres un pequeño desconsiderado, y te has escapado otra vez!

—¡Porque tú no me dabas vacaciones!

—¡A este monigote se le consiente todo! —chilló la Princesa—. ¡Para qué querrá vacaciones, si no hace nunca nada de provecho!

Kásperle se enfadó mucho de que la Princesa se mezclara en sus cosas y le dijo a míster Stopps:

—¡Mira quién habló! ¡Ella, que da muchas más volteretas que yo!

—¡Ah, descarado, cómo te atreves a decir eso de mí!

—Anda, Kásperle, vente conmigo —dijo Marilena al ver tan furiosa a la Princesa—. Míster Stopps, ¿puedo llevarme un poco a Kásperle?

—¡Oh sí, él tiene vacaciones todo el tiempo que nosotros estemos en el barco!

Pero Kásperle no era tan tonto como creían, y contestó:

—¡Ahora no quiero las vacaciones! ¡Quiero pasar las vacaciones en Torburgo! Pero mientras tanto, os haré una función, y ahora voy a imitar la cara de míster Stopps cuando me quiere engañar.

—¡Oh, yo no engañar, yo ti nunca querer engañar! —chilló míster Stopps, que, cuando se ponía nervioso, hablaba peor que nunca. Pero él sabía muy bien que había engañado a Kásperle cuando llegaban cartas de Torburgo, y le dijo—: ¡Oh, tú puedes marcharte ahora con Marilena, aunque no son tus vacaciones!

De aquel modo, Kásperle consiguió pasarlo muy bien antes de las vacaciones; los dos amigos jugaron durante el viaje todo el tiempo que quisieron, y Marilena decía que nunca se había reído tanto.