La historia interrumpida

AMANECIÓ con un sol espléndido; desde el barco sólo se veía mar azul, y a lo lejos, una rayita oscura que era la costa de Italia. Kásperle se levantó y fue a dar los buenos días al capitán, que le explicó:

—¿Ves esa mancha un poco más oscura? Por allí está Roma.

—¿Roma? En ese pueblo están Angela y Floricel —dijo Kásperle.

—Roma no es un pueblo, hijo. ¿Y quiénes son Angela y Floricel?

—¡Mis amigos!

—¿Sabes, Kásperle, que tienes muchos amigos?

—¡Sí! Pero… pero míster Stopps no es ya mi amigo…

—Hombre, yo creo que sí. Ha pagado mucho dinero por ti.

—No. No hace más que reírse de mí.

—Pero quiere encontrarte a toda costa; es señal de que te quiere mucho.

—Pues yo no quiero irme con él.

—No tienes más remedio que volver con él, Kásperle.

—¡No quiero! ¡Que se lleve a la Princesa, que sabe dar volteretas lo mismo que un kásperle!

—¡Calla! ¡Que te oye!

La Princesa estaba allí mirando a Kásperle con cara de pocos amigos.

—¡Yo no doy volteretas!

—¡Anda, como si no te hubiéramos visto ayer!

No había manera de convencer a Kásperle, así que la Princesa se marchó; y el capitán pensó que lo mejor era que míster Stopps se llevara a Kásperle del barco, porque el pequeño era demasiado mal educado. Marilena salió de su cabina, y Kásperle le dijo:

—Ya no voy a hacer más tonterías, porque tú estás aquí.

—¿De verdad, Kásperle?

—¡Prometido!

—Mira, lo importante es que no te caigas al mar. No juegues así en la barandilla, porque cuando menos lo pienses te vas a caer.

—¡Qué me voy a caer!

—¡Ya se ha caído! —gritó entonces la Princesa, que les miraba desde un rincón.

Y no era verdad, porque Kásperle sólo se había colgado de la barandilla, hacia fuera, para asustar un poco a Marilena. La niña se puso pálida, y un marinero agarró a Kásperle y le subió otra vez a cubierta; era un marinero viejo, que le dio a Kásperle un azote y le dijo:

—¡Revoltoso! Ya verás. En cuanto lleguemos a tu Isla, te echaré al mar.

—Eso sería lo mejor —dijo la Princesa—. Pero todo eso de la Isla de los kásperles es un cuento que se ha inventado este tonto.

—¡No es un cuento! —chilló Kásperle, y… más vale no decir lo que hizo entonces. La Princesa aseguró que le había sacado la lengua, pero Marilena no lo quería creer.

—¿Verdad, Kásperle, que tú no has hecho una cosa tan fea?

Kásperle bajó la cabeza. Marilena se puso muy triste, y Kásperle, al verla así, casi se olvidó de su Isla. Se echó a llorar, y la Princesa casi sintió pena de él, y el marinero viejo le preguntó:

—¿Por qué lloras así? Si te da tanta pena haber sacado la lengua, no lo vuelvas a hacer.

—¡No me da pena eso! —chilló Kásperle—. ¡Me da pena que Marilena tenga pena!

—Me pondré contenta cuando seas bueno, Kásperle —dijo, la niña.

El marinero se iba a marchar, cuando Kásperle se acordó de la Isla, y gritó de pronto:

—¡Tú! ¿Dónde está mi Isla, dónde?

—¡En el mar, dónde va a estar!

—¿Pero en qué parte del mar?

—¡Si es un cuento! —dijo la Princesa—. ¡No es más que un cuento bobo!

El viejo marinero se quedó muy serio y dijo:

—No, señora, no es un cuento. Esa Isla existe.

—¿Dónde está?

—Muy lejos de aquí, en el océano.

—¿Vamos a pasar cerca de ella?

—¡Dios nos libre! Es una isla de coral, muy peligrosa; pocos han podido salir de allí con vida.

—¡Cuéntanos todo lo de la Isla! —le rogaron Marilena y Kásperle. Y hasta la Princesa le pidió al marinero que contara todo lo que supiera de aquella Isla de los kásperles.

—No es mucho lo que sé. Hay una isla en el océano Pacífico, en la que viven unos seres muy extraños; pero como la isla está rodeada de rocas de coral, los barcos no han podido llegar a ella hasta ahora. Dicen que es una isla preciosa, y que todo lo que hay en ella es maravilloso.

—Sí… —dijo Kásperle, como en sueños.

Y la Princesa le dijo entonces:

—Estoy segura de que no has estado en esa isla nunca.

—Sí, estuve allí hace mucho tiempo, muchísimo tiempo…

—Puede ser, puede ser… —dijo el viejo marinero—. Si es un kásperle auténtico, eso puede ser verdad…

—Pero bueno, dígame usted: ¿cómo es esa isla?

—Yo no he estado allí; pero conocí a un marino viejo que me contó que su tío abuelo tenía un cuñado que había estado en la Isla; y el cuñado decía que no se podía uno figurar las cosas que había allí. Todo era maravilloso y todo de colorines.

—Sí… —repitió Kásperle, como si soñara.

—Las flores y los árboles y las casas, todo es de colores; y por los caminos hay piedras de todos los colores, y los pájaros tienen las plumas como nuestros papagayos. Y el rey de los kásperles, porque tienen un rey, lleva un manto con tantos colores como no se han visto nunca entre los hombres. Hay flores por todas partes, hasta en los tejados; no hay ventana que no esté llena de flores, así que la ciudad de los kásperles parece un jardín y huele que da gloria.

—Eso es un cuento —repitió la Princesa.

—¡Usted perdone, señora Princesa, pero cuando me lo contó mi viejo amigo, es que era verdad! ¡Él sabía que no habían mentido ni su tío abuelo ni el cuñado de su tío abuelo!

—¡Siga contando cosas de la Isla! —suplicó Marilena; y Kásperle miraba al marinero como si fuera el árbol de Navidad, con los ojos muy abiertos y maravillados. Pero la Princesa decía que todo eran bobadas y mentiras, y no dejaba hablar al marinero. Entonces a Kásperle se le ocurrió una idea para que se marchara de allí, una idea disparatada como todas las suyas. Gritó de pronto:

—¡El cocodrilo! ¡Que viene el cocodrilo, miren, aquí, aquí!

¡Púmbala! La Princesa que se cae desmayada. Y Kásperle que empieza a dar unos chillidos, como para alarmar a todo el barco.

Acudió todo el mundo, en el momento en que el marinero estaba intentando poner a la Princesa boca abajo y con los pies en alto, porque decía que así se pasan los desmayos; y la señora Amada y Rosamaría dijeron que no, que a una princesa no se la debía poner cabeza abajo. Kásperle lo sintió mucho, porque estaba deseando ver así a la princesa Gundolfina. Pero entonces llegó el capitán, que quería saber qué había pasado, y Kásperle tuvo que contarle toda la verdad. Y el capitán no hizo más que decir:

—¡Kásperle! —con una voz tan severa, que Kásperle se metió asustado debajo de un banco.

Marilena contó entonces por qué se había portado Kásperle tan mal, y el capitán regañó al viejo marinero y le dijo que podía estar haciendo algo más útil que contar cuentos bobos.

—¡No es un cuento! —gritó Kásperle desde debajo del banco.

—¡Cállate, tonto! ¡Claro que es un cuento!

—¿Verdad que sí, capitán? —dijo la Princesa, que ya estaba mejor.

—¡No! —chilló Kásperle furioso otra vez—. ¡Y por poco la ponen a ella cabeza abajo!

—¿A mi? —gritó la Princesa, indignada.

Kásperle le dijo lo que había pasado cuando se desmayó, y la Princesa se puso hecha una verdadera fiera. Nunca la habían visto así, y eso que siempre estaba furiosa por todo. Se puso a gritar de una manera, que todos salieron corriendo, y Kásperle el primero; pero ahora nadie se preocupaba de él. Y la Princesa seguía gritando que le iba a encerrar en el cuarto de la harina; pero para encerrar a alguien hay que encontrarle primero, y a Kásperle no se le veía por ninguna parte. Al cabo de un rato empezaron a buscarle; Marilena estaba otra vez preocupada por él, pero el capitán gruñó:

—Ya aparecerá, ya aparecerá… —y los otros decían lo mismo.

Al fin, el viejo marinero se acercó a Marilena y le señaló el mástil del barco; allí arriba, en lo más alto, estaba Kásperle haciendo gestos.

—¡Aquí estoy, aquí estoy! —gritaba el muy pillo— ¡que suba la Princesa a buscarme, si quiere!

Pero la Princesa estaba en la cama, descansando del desmayo y del enfado. Cuando Kásperle supo que su enemiga no andaba por allí, bajó del mástil y dijo al viejo marinero:

—Cuéntame ahora más cosas de mi Isla, anda.

Pero el marinero, que se llamaba Pedro, no quería, y por más que Kásperle le suplicaba, sólo decía.

—No quiero contar nada más, porque luego dicen que son cuentos.

—¡Pero yo te creo! ¡Yo sé que todo es verdad!

—Bueno, pues mañana te contaré más cosas. Hoy ya es tarde.

Y al día siguiente Pedro tuvo mucho trabajo, y Kásperle no le vio por la cubierta; sólo cuando el barco estaba acercándose a Nápoles, Pedro empezó a contar:

—Pues en la Isla de Kasperlandia…

Pero en aquel momento, la gente del barco empezó a gritar:

—¡Nápoles, Nápoles!

—Bueno, ahora no hay forma de contar nada —dijo Pedro—. Más tarde, más tarde…

Kásperle se quedó muy desilusionado, pero se asomó a la borda con los otros para ver la entrada del puerto de Nápoles. Ya oirían hablar de la Isla de Kasperlandia en otra ocasión.