El encuentro

A pesar de la advertencia del capitán, Marilena dio un grito de alegría cuando entró en la cabina y vio a Kásperle. El pequeño se estaba aburriendo allí solo, y acababa de empezar a chuparse los pies para entretenerse, cuando la puerta se abrió y vio entrar a todos sus amigos. Kásperle quiso sacarse en seguida los pies de la boca, pero con la emoción perdió el equilibrio, se cayó de la cama y rodó por delante de Marilena, salió rodando de la cabina… ¡y en el pasillo estaba la Princesa!

—¡Eh, cuidado, que ya está aquí el cocodrilo! ¡Cuidado, Alteza! —gritó el capitán.

¡Cómo echó a correr la Princesa! Desapareció en un momento por la esquina del pasillo, y Marilena dijo:

—¿Está usted seguro, capitán, de que era ella?

—Ya lo creo; había venido para escuchar detrás de la puerta. Kásperle, ten mucho cuidado, porque no te quiere nada.

Pero Kásperle no estaba ya allí; otra vez había desaparecido.

El capitán se puso a llamar ya fastidiado:

—¡Señor Flanín, venga aquí! ¿Dónde está usted?

Nada; no contestaban. Al principio todos se echaron a reír, pero como Kásperle no aparecía, se preocuparon y empezaron a buscarle y a llamarle. Los marineros ayudaban también a buscarle, y por todo el barco se oía gritar:

—¡Kásperle! ¿Dónde estás, Kásperle?

—Seguro que le ha encerrado la Princesa en alguna parte —dijo Marilena, y se echó a llorar—. ¡Y ni siquiera me ha dado tiempo de saludarle!

Sí, tenía que haberle cogido la Princesa, porque nadie le encontraba. Y el capitán fue a su cabina y llamó a la puerta para ver si Kásperle estaba allí, pero la Princesa no le quería abrir la puerta.

—¡Abra ahora mismo, Alteza! ¡Soy el capitán, y a los capitanes de los barcos hay que abrirles la puerta!

—¡Yo no abro a quien no quiero! ¡Yo soy más que un capitán; soy una Princesa!

—¡Pero yo mando en el barco y me tiene usted que abrir!

—¡En mí no manda nadie!

—¡Sí, señora! ¡Ábrame ahora mismo o mando abrir a la fuerza!

—¡No podrán abrir, he echado el cerrojo!

Marilena dijo entonces, llamando a la puerta:

—¡Estoy segura de que Kásperle está aquí dentro! ¡Kásperle, pequeñito mío, estamos aquí! ¿Te ha encerrado la Princesa?

Entonces la puerta de la cabina se abrió de golpe, y la Princesa salió preguntando muy furiosa:

—¿Qué están diciendo? ¿Dónde está Kásperle?

La verdad es que Kásperle no estaba en su cabina; y la Princesa dijo:

—Ya verá, como yo le encuentre. Le tiraré al mar.

Todos la creían capaz de hacer una cosa así, y Marilena empezó a temer por su amiguito. Pasaron varias horas, y seguían sin encontrar a Kásperle. No hacían más que llamarle por todos los rincones del barco:

—¡Kásperle, Kásperle, Kásperle!

Nada, no aparecía. Llegó la hora de comer, y el cocinero oyó decir que Kásperle había desaparecido, un marinero le dijo:

—¿No se habrá escondido en tu despensa? Déjame entrar a ver.

—¡Qué va a estar en mi despensa! Siempre andan diciendo que se esconde alguien en mi despensa, y siempre va uno de vosotros a mirar, y siempre me robáis alguna cosa rica. ¡No entrarás en la despensa! ¡Vete!

El marinero se marchó ofendido, y el cocinero no volvió a pensar en Kásperle. Siguió preparando la comida, sacaron las fuentes al comedor, y ni Marilena ni sus amigos pudieron comer de lo preocupados que estaban con la desaparición de Kásperle. La niña y el principito lloraban y las lágrimas les caían sobre la sopa; estaban ya convencidos de que Kásperle se había caído al mar y se lo había comido un tiburón. Pero el principito se acordaba también de aquella vez en que la Princesa le había raptado creyendo que era Kásperle, y la miraba con tanta rabia, que fue un milagro que la Princesa no se atragantara al verle. Al fin, la Princesa se hartó de ver la cara con que la miraba el principito, y exclamó:

—¡Parecéis bobos, siempre a vueltas con vuestro estúpido Kásperle! ¡Ojalá se haya caído al mar!

—¡Nada de eso, señora! —dijo el capitán enfadado—. ¡Estoy seguro de que no se ha caído al mar, y anda escondido por el barco porque tiene miedo de usted! Y ahora iremos a buscarle otra vez, todos juntos.

La Princesa dijo con voz de bruja:

—Yo no perderé tiempo en esas tonterías; yo voy a ir a ver la cocina del barco, que me interesa más que un monigote estúpido.

Cuando entró en la cocina, el cocinero estaba pálido como si la comida le hubiera sentado mal. La Princesa le preguntó:

—¿Qué le pasa? ¿Por qué tiene esa cara de susto?

—¡Un… un fantasma! —tartamudeó el cocinero.

—¡Ah, tiene que ser Kásperle! ¿Dónde está?

—¡No es un kásperle, es algo que gruñe como un perro furioso! ¡Ahí dentro!

—¡Seguro que es Kásperle! —repitió la Princesa, y abrió la puerta que señalaba el cocinero. Y vio un cuarto lleno de sacos, y en medio de ellos, una figura blanca que hacía unos ruidos rarísimos. Pero no era un perro. La princesa no sabía qué era aquella figura, y abrió la puerta un poco más para ver mejor. Pero la figura blanca no se movía, estaba quieta como una estatua, y la Princesa abrió más la puerta… y ¡ssssh!, algo le pasó volando por delante.

Era Kásperle, naturalmente. Y estaba todo cubierto de harina, y al saltar por delante de la Princesa y del cocinero les puso perdidos de blanco. Al cocinero no le importó, pero la Princesa se enfadó muchísimo y salió corriendo a quejarse al capitán. Y cuando llegó, Kásperle estaba abrazando a sus amigos y poniéndoles todos manchados de harina.

—¡Ya tenemos aquí al maldito Kásperle y sus escenitas! —gritó la Princesa, furiosa—. ¡Ya nos ha fastidiado el viaje! ¡Y cómo gruñe!

—¡Lo que gruñe es mi estómago, y yo no fastidio si no me fastidian! —le contestó Kásperle, haciéndole unas muecas horribles.

La Princesa dijo:

—¡Ah, ahora ya sé quién era el fantasma del castillo de Altocielo! ¡Eras tú!

Marilena quería defender a su amigo y dijo:

—Al pobre Kásperle le echan todas las culpas. Dime, Kásperle, ¿dónde te habías metido?

—¡Me caí al almacén de la harina, porque la Princesa abrió una puerta!

—¡Si será fresco! —chilló la Princesa; pero era verdad, porque cuando salió corriendo para huir del cocodrilo, su traje largo se había enganchado en una puertecilla del suelo, y Kásperle se había caído por allí. Y le había costado mucho trabajo salir de un saco de harina que se rompió con su peso.

—Si la Princesa no fuera tan curiosa…

—¡Pero Kásperle!

—Si no fuera tan curiosa, yo estaría todavía en la harina…

—Hubiera sido lo mejor. Porque no haces más que disparates —dijo la Princesa.

Y Kásperle prometió entonces que no haría ningún disparate, porque ya estaba con sus mejores amigos, y era lo único que quería.

—Sí, sí; como que te voy a creer. ¡Estoy segura de que a la hora de cenar te meterás en mi sopa, como siempre!

Sin embargo, fue ella la que se metió en la sopa de Kásperle. Esto es lo que pasó: La Princesa entró en el comedor dando brinquitos, porque siempre andaba dando brinquitos para echárselas de jovencita; y cuando iba dando aquellos saltitos tan bobos entre las mesas, el barco dio un bandazo y la Princesa se resbaló y se cayó sobre el plato de Kásperle. ¡Qué gritos dio Kásperle! Aquello era horroroso, y ni la misma Princesa había dado nunca aquellos gritos cuando Kásperle le hacía sus diabluras. Al fin consiguieron tranquilizar al pequeño, y la Princesa se sentó en su sitio, muy avergonzada. Pero lo que más le fastidió fue oír durante toda la cena las gracias de Kásperle. Todos decían: «Kásperle hizo esto», «qué gracioso cuando hizo aquello». Kásperle por aquí; Kásperle por allá, Kásperle y Kásperle. Qué rabia le daba a la Princesa. Y Marilena estaba como loca de contenta, y hasta el principito decía todo el rato:

—¡Oye, Kásperle, guapo! ¡Kásperle, qué bien que estés aquí!

No podía aguantar que hablasen con tanto cariño de su pequeño enemigo, y se ponía amarilla de rabia. ¡Y, encima, había que ver la cara de malo que ponía Kásperle al mirarla! Y cuando Kásperle se reía, la Princesa no comprendía que era por la alegría de estar con sus amigos, y siempre pensaba que se reía de ella. Llegó el postre, que era un flan estupendo; y la Princesa dijo, para hacer rabiar a Kásperle:

—Se lo querrá comer todo, claro. Es un glotón.

Pero Kásperle pensaba:

—Pues en el castillo de Altocielo, ella se comía todo el postre y no dejaba nada a los demás.

Pero a Kásperle le pasaba una cosa muy rara: que no podía pensar en bajo, y todo el mundo oyó aquello del castillo y del postre, y le dijeron:

—¡Hombre, Kásperle, no digas esas cosas…!

—¡Pues es verdad! ¡Se lo comía todo! —gritó Kásperle enfadado.

—¡Qué desvergonzado! ¡Yo soy una princesa y nunca me he comido un flan entero, qué ordinariez!

—¡Pues yo tampoco me como un flan entero, porque míster Stopps no me deja! ¡Huy, aquí está!

—¿Quién? ¿Míster Stopps?

—¡No! ¡El flan!

El camarero se acercaba con el flan, y en esto el barco dio otro bandazo, y ¡plaf! Todo el flan que se le cae a la Princesa en el traje.

—¡Lo ha cogido todo para ella! ¿Lo veis? ¡Todo para ella! ¡Ya lo dije! —gritó Kásperle como un loco, y la Princesa no podía hablar de lo furiosa que estaba.

—¡Cállate, Kásperle, cállate ya! —le dijo bajito la señora Amada.

—¡Se lo ha cogido todo para ella! ¡Tragona!

—¡Que te calles!

—¡Tragona, ansiosa!

—¡Cállate!

—¡Ansiosa, glotona, tragona! ¡Luego dirá de mí!

No había forma de hacer callar a Kásperle. Y la Princesa estaba tan ofendida, que no quiso ni probar el flan, y Kásperle se alegró, y dijo:

—Lo que le pasa es que le da rabia no podérselo comer ella sola.

La Princesa estaba ya harta y se levantó y dijo que se iba a dormir.

—¡Menos mal! ¡Que se vaya de una vez! —quería pensar Kásperle, pero lo dijo en alto, y la Princesa se volvió hacia él y le soltó una regañina:

—¡Descarado, mal educado! ¡No eres más que un monigote estúpido, qué te has creído! ¿Quién eres tú, para hablar así a una gran dama como yo? ¡Tú no eres más que un mamarracho, y no sabes más que dar volteretas, hay que ver! ¡Dar volteretas, una ordinariez semejante!

Y en esto, el barco que da un bandazo fuertísimo, y la Princesa que pierde el equilibrio y da la vuelta de campana.

—¡Mirad qué voltereta ha dado! ¡La Princesa ha dado una voltereta estupenda! —chilló Kásperle muy divertido.

—¡Cállate, Kásperle!

—¡Que sí, que ha dado una voltereta, ay qué risa!

Y la Princesa estaba tan avergonzada que no sabía qué hacer; una gran dama no da volteretas. Y una princesa, menos. Y dijo en voz baja y llorosa:

—¡No lo crea usted, capitán! Yo nunca…

¡Pumba! Otro meneo del barco, y la Princesa que se cae otra vez rodando.

—¡Otra voltereta! ¡Huy, qué bien da volteretas! ¡Es un fenómeno!

—¡Kásperle, por Dios!

Y en esto, el barco da otro bandazo, y esta vez es Kásperle el que se cae de narices. Pero en seguida se levantó y gritó:

—¡Sólo he querido imitarla a ella!

La Princesa consiguió salir del comedor sin caerse más, y se fue a su cabina. Cuando ya estaba en la puerta. Kásperle chilló:

—¡Y ahora se caerá en el cuarto de la harina!

Y ¡púmbala! La Princesa que se cae por la puertecilla al almacén de la harina. ¡Santo cielo! Todos los marineros corrían por el pasillo, y estaban muy apurados porque el capitán gritaba enfadado:

—¿Quién ha quitado el cerrojo de esa puerta? ¿Quién? ¡Que miren en seguida si la Princesa se ha hecho daño!

—¡No, señor capitán, porque se ha caído dentro de un saco de harina!

La Princesa tenía la boca llena de harina, y no podía ni gritar, cuando la sacaron del almacén. Y Kásperle, al verla, se puso a chillar:

—¡Viva! ¡¡Viva!! .

Pero se llevó un buen bofetón en la boca, porque la Princesa tenía las manos libres. Y el capitán le dijo a Kásperle:

—Cállate ya. Cállate y no armes más jaleo. Nos estás mareando.

Y es que Kásperle estaba como loco de alegría por haber encontrado a sus amigos. Menos mal que ya no tenía la cabina al lado de la Princesa, porque hubiera terminado por desesperarla. Se pasó la noche dando volteretas encima de su cama, poniendo unas caras muy ridículas y gritando:

—¡Así es como hace la Princesa, ay qué risa, que me muero de risa!

Tardó mucho en dormirse, y a la mañana siguiente se despertó dispuesto a seguir haciendo diabluras.