ALLÍ estaba Génova! Entraron en la ciudad por una calle tan llena de gente y de ruido, que Kásperle pensó que sería día de fiesta; pero no era fiesta, es que en Génova siempre está así. ¡Cuánta gente había! Kásperle pensaba que iba a ser imposible encontrar a sus amigos entre todo aquel jaleo, y se echó a llorar. Entonces a Pietro se le ocurrió una cosa y dijo:
—No llores así, Kásperle; te voy a llevar al puerto, buscaremos el barco «Miramar», saludas a tus amigos y te vuelves luego a casa de míster Stopps.
—Bueno… —dijo Kásperle, que no sabía cómo era un barco—. Pero yo quiero subirme al barco y dar una vueltecita.
A Pietro también le apetecía dar una vuelta en barco, pero pensó que eso costaría dinero; y le preguntó a Kásperle:
—¿Tienes todavía alguna moneda?
Sí, a Kásperle le quedaban algunas monedas de oro, y Pietro pensó que bastarían para pagar a los del barco. Llegaron al puerto, y de pronto gritó Kásperle:
—¡Huy, lo que hay allí! ¡Hay una tela azul muy grande que se mueve!
No era una tela; era el mar. Pietro le dijo;
—Si quieres dar una vuelta en barco, tendrás que ir por encima del mar.
Kásperle no comprendía cómo se podía hacer aquello; y creía que el mar estaba duro y se podía andar por encima. Pietro preguntó entonces a un hombre:
—¿Sabe usted dónde está el barco «Miramar»?
—Allí mismo.
Efectivamente, en el agua había un gran barco con el nombre «Miramar» pintado en el costado, y Pietro preguntó:
—¿Cómo podremos llegar al barco?
—¡Andando por el agua! —contestó el hombre en broma—. ¿Es que no has embarcado nunca?
—Claro que he embarcado —dijo Pietro muy ofendido—. He embarcado en el lago de Lugano.
—Vaya, en un lago… en un lago se puede uno embarcar en una bañera, pero el mar es otra cosa muy distinta.
Pietro ya lo sabía; preguntó entonces al hombre cuándo salía el «Miramar», y el hombre dijo que se hacía a la mar al día siguiente, y que si querían embarcar tenían que darse prisa. Entonces Kásperle gritó desde el coche:
—¡Vamos de prisa, vamos!
—¡Huy! ¿Quién es ese esperpento que llevas en el coche? —dijo el hombre.
—Pues es Kás… es el señor Flanín —contestó Pietro.
—¡Vaya un nombrecito! —dijo el hombre, mirando a Kásperle como si estuviera delante del guiñol—. ¿Y tiene este mamarracho billete para el barco?
No, Kásperle no tenía billete, y ni él ni Pietro sabían dónde se encargaban los billetes de barco. Entonces el hombre se les quedó mirando y dijo:
—¿Sabéis una cosa? Me parece a mí que os pasa algo raro. Me parece a mí que os habéis escapado.
¡Qué susto se llevaron los dos! Creyeron que el hombre había oído hablar de la fuga de Kásperle, y le dijeron:
—Por favor, no diga que estamos aquí.
—¿A quién no tengo que decírselo?
—¡Pues a míster Stopps! —chilló Kásperle.
El hombre se echó a reír:
—Ahora veo que es verdad que os habéis escapado, y además que sois tontos. Estad tranquilos, que yo no diré nada; ese monigote puede quedarse en el coche mientras el cochero se viene conmigo a sacar el billete, porque sin él no podrá subir al barco.
Hubieran subido al barco de un modo o de otro sin ayuda de aquel desconocido; y a Kásperle le daba miedo quedarse solo en el coche, y creía que todos los hombres que pasaban eran míster Stopps. Cuando volvió Pietro, tuvo que estar buscando a Kásperle un rato hasta que le encontró escondido debajo del coche, y le dijo:
—¡Vaya un modo de vigilar!
El hombre dijo entonces:
—No me cabe duda. Este pequeñajo ha hecho alguna fechoría muy gorda.
—¡Yo no he hecho nada, yo soy un pobre Kásperle y nada más!
—¿Qué es lo que eres?
Ya se había descubierto el mismo Kásperle, y tuvo que contar al hombre toda la historia de su escapatoria; el hombre se reía muchísimo oyéndole, y dijo:
—¡Cómo se van a alegrar los del barco cuando te vean! Espera, yo mismo te llevaré a bordo, porque si no, eres capaz de hacer alguna tontería.
Les vino muy bien la ayuda del hombre; y cuando llegaron al barco, también les ayudó a entenderse con el capitán, que se creía que Kásperle era un niño y no le dejaba quedarse a bordo.
—No es un niño, es un inglés que no ha crecido, pero tiene muchísimo dinero —dijo el hombre, que se llamaba señor Salviati.
—Bueno, siendo así, no tengo inconveniente en embarcarle —dijo el capitán—. Le pondré en la cabina que está junto a la princesa Gundolfina. Pero ¿dónde se ha metido su inglés, señor Salviati?
Kásperle se había caído al agua, al oír el nombre de la princesa Gundolfina, su antigua enemiga. Menos mal que Pietro se había ocupado también de comprarle ropa en una tienda de Génova, y en cuanto le sacaron del agua se pudo mudar. El capitán le llevó a su cabina, y el señor Salviati le hizo ponerse seco y le metió en la cama, diciendo:
—Anda, acuéstate, que por lo visto siempre te pasan cosas raras.
Y al pobre Kásperle le siguieron pasando cosas. No quería estar en la cama, tenía hambre y el señor Salviati le llevó algo de comer y se sentó en la cabina, porque le gustaba ver a Kásperle que hacía tantas payasadas y le divertía. Y cuando estaban allí riéndose los dos, oyeron una voz en el pasillo del barco, que decía:
—Lo siento, pero si ese míster Stopps no llega pronto de Lugano, tendremos que salir sin esperarle.
Y otra voz muy agradable contestaba:
—Por favor, por favor, espere un poco, que míster Stopps no tardará; tiene que traerme a mi querido Kásperle.
El señor Salviati se quedó muy asombrado al ver que de pronto Kásperle se echaba a llorar. Y es que había oído la voz de Marilena.
Pero luego se tranquilizó al oír a su amiga; si ella estaba allí, no podían hacerle nada malo. Kásperle se despidió del señor Salviati, que le prometió decir adiós a Pietro de su parte y Kásperle prometió visitar alguna vez al señor Salviati, y así estuvieron prometiéndose cosas un rato y después aquel señor tan amable se marchó. Kásperle se quedó solo en su cabina, y estaba un poco asustado de verse por primera vez en un barco grande. Pero volvió a oír la voz de Marilena que decía en el pasillo:
—¡Ay! ¿Por qué no vendrá ya míster Stopps?
«Más vale que no venga», pensó Kásperle; la voz de Marilena le había puesto de tan buen humor, que dio unas cuantas volteretas en la cabina, y entonces se oyó en la cabina de al lado una voz muy desagradable que decía:
—¡No hay quien soporte estos ruidos! ¡Voy a quejarme!
Y otra voz también muy fea le contestaba:
—Es el señor Flanín, que acaba de llegar a la cabina de al lado.
¡Cielos, la princesa Gundolfina estaba allí, y Kásperle ya se había olvidado de ella! Se quedó tumbado en el suelo, sin moverse, y oyó todo lo que decían sus vecinas. La Princesa estaba diciendo que le gustaría saber si aquel señor Flanín era tan rico como le habían dicho, y que si era verdad, se casaría con él. Kásperle no pudo contenerse y gritó:
—¡Ay de mí, ay de mí!
—¡Ha dicho que sí! Es inglés, y ha dicho que sí en inglés —dijo la Princesa.
Pero entonces Kásperle dijo a gritos:
—¡No, he dicho que no!
Kásperle era un imprudente; debía haberse estado bien calladito, pero ya estaba pensando en gastar una buena broma a la horrible Princesa. Y luego se puso a pensar en Marilena y en todos los amigos que estaban en el barco, y en la sorpresa que les iba a dar. El fastidio era que la Princesa estuviera también en el barco, porque Kásperle no quería verla por nada del mundo.
En esto Kásperle oyó un ruidito, y vio que una rata salía tranquilamente de un rincón; Kásperle dio un salto, la cogió, la rata quiso morderle, Kásperle quería echarla fuera de su cabina, y abrió un poco la puerta y tiró fuera a la rata. Lo malo fue que, justo en aquel momento, la Princesa había salido al pasillo, y la rata le cayó encima de la cabeza.
—¡Me han tirado una rata a la cabeza! —chilló la Princesa como una loca—. ¡Ha sido ese señor Flanín!
Kásperle se quedó muy calladito, mientras la Princesa chillaba y protestaba, diciendo que se marcharía a otro barco; hasta que el capitán llegó y dijo que por él, que se marchase, que se alegraría mucho de perderla de vista, y que el señor Flanín no podía haber tirado ratas a nadie, porque era un caballero inglés. En aquel momento, una vocecita muy dulce preguntó:
—¿Sabe usted de dónde ha venido el señor Flanín, capitán?
—Creo que viene de Lugano.
—¡De Lugano! ¡Entonces tiene que conocer a mi Kásperle! —dijo Marilena.
—¡No me hables de Kásperle! ¡Sólo me faltaba eso! ¡No quiero ni oír su nombre! —chilló la Princesa.
Entonces el capitán quiso saber quién era Kásperle, y Marilena se lo contó. Pero la Princesa no hacía más que interrumpirla gritando que Kásperle era un bandido y un demonio, y que había enseñado muchos disparates a Marilena, y que no se habría embarcado en el «Miramar» si hubiera sabido que los amigos de Kásperle estaban en el barco.
—¿Y cómo es ese Kásperle? —preguntó el capitán, que ya tenía sus dudas.
Marilena iba a explicárselo, pero la Princesa no la dejó hablar y dijo que Kásperle era un monstruo y un bandido feroz, un fantasma y un diablo; y el capitán se quedó sin saber qué pensar y se marchó a arreglar cosas del barco. Marilena se fue también, y la Princesa se metió en su cabina y estuvo mucho rato diciendo cosas malas de Kásperle.
Kásperle la oía desde su cabina, y no sabía cómo arreglárselas para ver a sus amigos sin que la Princesa le viera a él. Y si míster Stopps llegaba al barco, todo se complicaría más.
Que difícil es la vida de un Kásperle.