EL cochero Pietro estaba aquella misma tarde delante de su casa, pensando en lo pobre que era. Era más pobre que las ratas; se había casado el año anterior con una mujer también muy pobre, y aquella tarde en casa de Pietro no quedaban más que unos mendrugos de pan duro.
Pietro pensaba que tendría que vender sus queridos caballos para pagar el alquiler de su casita y comprar pan. Y si vendía los caballos ya no sería cochero, y ser cochero era lo único que le gustaba.
Estaba el pobre hombre pensando aquellas cosas, cuando vio venir por el camino a un hombrecillo rarísimo. Aquel personaje llevaba un abrigo demasiado grande, los pantalones remangados y un sombrero que le caía hasta los ojos.
El hombrecillo se acercó a Pietro y le dijo con voz cavernosa:
—Soy mistar Pudding y quiero que me lleve a Génova.
—¿Quiere usted ir a Génova? —preguntó Pietro, mirando con burla a aquel hombre tan ridículo.
—Sí, a Génova, y no haga preguntas. Enganche tres caballos, y de prisa; que cuando míster Pudding manda una cosa, quiere que la hagan al instante.
—Usted perdone, pero se parece usted más al Kásperle de míster Stopps que al Pudding de nadie.
—¡Soy míster Pudding, y no consiento que me llamen Kásperle! —gritó el hombrecillo con una voz que metía miedo.
—Bueno, bueno, míster Pudding, como usted mande —dijo Pietro, pensando que aquella aparición sólo podía ser Kásperle, que quería gastar alguna de sus bromas. Pero, por si acaso, preguntó:
—¿Tiene usted dinero para el viaje, míster Pudding?
—¡Aquí está el dinero! —gritó el hombrecillo, y le dio a Pietro un montón de auténticas monedas de oro. El cochero se quedó asombrado y dijo:
—Para ser un kásperle, es usted demasiado rico, míster Pudding…
—¡Le he dicho que no soy un kásperle! ¡Y lléveme en seguida a Génova!
—¡Usted es el Kásperle de míster Stopps, diga lo que diga!
Y Kásperle comprendió entonces que no es nada fácil andar por el mundo sin que la gente vea que uno es un muñeco de guiñol; ni siquiera cuando uno se pone el traje de Bob. Y como no sabía qué hacer, empezó a llorar. Pietro era un hombre de muy buen corazón, y al ver llorar a Kásperle sintió mucha pena y le preguntó:
—¿Por qué quieres irte de viaje disfrazado de míster Pudding?
Y Kásperle se lo contó todo. Pietro dijo que míster Stopps debía de haber cumplido su palabra en lo de las vacaciones, y que no estaba bien eso de encerrar a Kásperle. Pero a pesar de todo, no se atrevía a llevarle en su coche. Entonces Kásperle lloró mucho más y le suplicó que le llevara a Génova, y Pietro empezó a ablandarse, y pensó también en aquellas monedas de oro que le iba a dar Kásperle y que le vendrían tan bien, con lo pobre que era. Al fin dijo al pequeño que bueno, que subiera al coche y le llevaría a Génova.
Pero Pietro no era sólo un hombre de buen corazón; era también un hombre honrado, y cuando Kásperle se subió al coche, le preguntó:
—Dime, pequeño: ¿De dónde has sacado todo ese dinero?
Kásperle se lo contó; y Pietro pensó que si aquel inglés tenía tanto dinero que le daba monedas de oro a su Kásperle para jugar, él podía quedarse con las monedas sin preocuparse. Dio el dinero a su mujer para que comprase en seguida algo de comer, y le dijo que se trajera también una maleta vacía, porque Kásperle no podía ir sin equipaje. Y luego enganchó los caballos y se llevó a Kásperle en el coche por el camino de Génova.
El camino pasaba por delante de la casa de míster Stopps. Y al acercarse a la casa, alguien preguntó al cochero:
—¡Eh, Pietro! ¿A quién llevas en el coche?
—Llevo a un míster Flanín, un inglés muy rico —contestó Pietro muy orgulloso y confundiéndose con el nombre del inglés.
Y menos mal que se confundió, porque en aquel momento salía míster Pudding a la calle y la gente se hubiera asombrado mucho al verle en la calle y en el coche, a la vez. Pietro no podía tocar la trompeta como otros cocheros, porque no tenía ni trompeta; pero iba cantando por el camino, porque le gustaba inventarse versos y canciones, como a Floricel. Cantó una canción sobre míster Flanín que se iba a Génova, y que no era más que un monigote. Y un hombre que pasaba y le oyó, le dijo:
—¡Pero Pietro, qué cosas dices de tu viajero, qué frescura!
Pietro y Kásperle se echaron a reír, y míster Stopps les oyó desde su casa y preguntó:
—¿Quién se está riendo por la calle?
—Es Pietro, que va de viaje con un inglés muy rico.
Kásperle iba muy escondido dentro del coche; pensaba que lo mismo que Pietro le había reconocido en seguida, podían los demás verle y tenía miedo. Y todos los hombres que veía le parecían míster Stopps. Gracias al miedo que tenía no hizo demasiadas tonterías por el camino, porque cuando Kásperle iba en un coche, siempre inventaba alguna trastada.
Llegaron a una posada porque los caballos tenían que descansar, pero Kásperle no se atrevía a bajarse ni a hablar, y Pietro tuvo que decirle al dueño de la fonda:
—Llevo a Génova a un inglés muy bajito y muy rico, y hay que tratarle con mucho miramiento, porque se enfada en seguida.
Todos los de la fonda miraron con respeto a Kásperle, y él se portó como un verdadero señor. Todo hubiera acabado bien, si a Kásperle no le hubiesen entrado ganas de hacer diabluras, como siempre. Cuando le llevaron a su cuarto, que era muy hermoso y elegante, vio la gran cama y se tiró encima de ella dando volteretas. Y al lado de la cama había un espejo, y en una de las volteretas, Kásperle dio una patada al espejo y lo rompió. Se oyó el ruido en toda la casa, y los criados entraron en el cuarto de Kásperle para ver qué había pasado; Kásperle se metió corriendo en la cama, y los criados dijeron:
—¡Vaya un señor raro, que duerme vestido!
—¡Y que rompe los espejos!
—¡Ha sido un gato! —gritó entonces Kásperle.
—¡Qué bobada, los gatos no rompen espejos! —dijo el dueño de la posada, que encontraba demasiado raro a aquel huésped tan bajito, y quería llamar a la policía. Pero Pietro dijo que no llamaran a nadie, que su inglés era algo raro, pero muy rico, y que pagaría el espejo.
El dueño de la posada se quedó tranquilo, pero en aquel momento, los que estaban en el comedor empezaron a hablar de míster Stopps:
—Es un inglés muy rico que vive en Lugano, y que tiene un kásperle igualito que este míster Pudding que acaba de llegar aquí. ¡A ver si el que ha llegado es Kásperle!
—¡Qué va a ser Kásperle! —dijo Pietro.
Y el dueño dijo que Pietro tenía que saber a quién llevaba en el coche, y que si decía que no era Kásperle, pues no sería. Pero los del comedor decían que eso de romper espejos era cosa de kásperles.
Pietro comprendió que los de la posada iban a descubrir a Kásperle, y en cuanto se hizo de día llamó al pequeño, no le dejó desayunar y le hizo entrar en el coche para seguir el viaje antes de que los demás se levantasen.
Y cuando ya se habían alejado bastante de la posada, paró el coche y dijo a Kásperle:
—Mira, como vuelvas a hacer una tontería, te bajo del coche y te dejo en medio del camino; y ya te las arreglarás tú sólito para ir a Génova.
Kásperle se asustó y prometió a Pietro ser muy formal, y el cochero dijo:
—Y ahora te llamaré siempre míster Flanín, y yo diré que me llamo Esteban, porque si no, nos descubrirá míster Stopps.
Kásperle tenía un miedo enorme de que le encontrara míster Stopps, y se quedó más quieto que una mosquita muerta. En aquel viaje no se burló de la gente que pasaba, ni se asomó a la ventanilla a sacar la lengua a nadie, ni hizo tonterías en las posadas. El miedo le había convertido en un pequeño buenísimo. Pero Pietro no estaba tranquilo, y pensaba:
«Acabará pasando algo, porque este Kásperle es un diablillo».
Y, en efecto, algo pasó. Pietro paró el coche poco antes de llegar a Génova, muy contento de que fuera la última posada.
La dueña salió a preguntarle a quién llevaba en el coche, y Pietro dijo:
—Llevo al señor Flanín, que es un inglés pequeñito y muy rico que va a Génova.
Abrió la puerta del coche y le dijo a Kásperle:
—Por favor, señor Flanín, bájese, que vamos a descansar.
Y dentro del coche no estaba el señor Flanín; no había nadie.
—¡Caramba! —dijo Pietro—. ¿Dónde se habrá metido?
—Se habrá caído del coche —dijo la dueña de la posada—. ¡Sí que es usted un buen cochero, que pierde a sus viajeros por el camino!
Pietro estaba furioso, y volvió por el camino que habían traído, para buscar a Kásperle. A alguna distancia dé la posada vio a dos hombres que discutían mucho. ¡Seguro que allí está Kásperle! Claro que estaba Kásperle. Se había caído del coche mientras dormía, y los hombres le habían encontrado. Y al verles, Kásperle se había asustado y había empezado a hacer aquellas muecas horrorosas con las que le gustaba meter miedo a la gente. Los hombres gritaron:
—¡Es un diablo, es un diablillo malísimo!
—¡Qué bobada, cómo va a ser un diablo! —dijo entonces Pietro—. ¡Es un inglés y se llama míster Flanín!
Pietro cogió de la mano a Kásperle y salió corriendo con él hacia su coche. Pero los hombres no querían que les quitara a aquel diablillo que se habían encontrado, y corrieron detrás de Pietro gritando que les devolviera a su diablo, que lo habían encontrado y era de ellos. Y Kásperle estaba tan asustado, que no hacía más que dar volteretas, para huir de los hombres y llegar antes al coche. Al verle rodar de aquella manera, los hombres dijeron que eso no podía hacerlo más que el mismísimo diablo, y quisieron sacar del coche a Kásperle, que trepó al asiento del cochero, y de allí saltó al caballo de la derecha; y el caballo se asustó, echó a correr, tiró del otro caballo, y salieron al galope. Los hombres gritaban:
—¡Alto, que paren ese coche, que va el diablo dentro!
Pero nadie podía detener a los caballos. Atravesaron el pueblo al galope, y al fin pudo Pietro subirse a su asiento, tiró de las riendas y el coche se paró cuando ya había corrido un buen rato. Pietro dijo:
—¡Vamos a Génova sin paramos más! ¡Contigo no puede uno entrar en una posada ni acercarse a un pueblo! ¡Menos mal que sabes dar esas volteretas, que si no, te cogen esos hombres!
—¿Verdad que doy unas volteretas estupendas? —preguntó Kásperle, que se había caído del caballo y estaba sentado en el camino.
Pietro no le contestó, señaló hacia unas casas que se veían a lo lejos y dijo:
—¡Allí está Génova! ¡Sube, que quiero llegar cuanto antes!
Kásperle miró las casas, y se puso tan contento que, sin poderlo remediar, dio unas cuantas volteretas más por el camino, hasta que Pietro le cogió y le metió en el coche de un empujón.