KÁSPERLE estaba debajo de una palmera, con las piernas estiradas, tomando el sol. Las hojas estrechas de la palmera no protegían su narizota del fuerte sol de Lugano.
Gino, el pequeño jardinero, miraba a Kásperle muy atento, y acabó preguntándole:
—¿Qué haces, Kásperle?
—Estoy pensando.
—¿En qué estás pensando?
—En todo lo que pasaba antes.
—¿Y qué pasaba antes?
—Pasaban disparates.
—Como tú, Kásperle; tú eres un disparate.
—¡El disparate lo serás tú!
Gino se enfadó y amenazó a Kásperle con tirarle a la fuente del jardín, que tenía un surtidor y peces de colores. Y Kásperle dijo:
—¡Me puedo tirar yo solo, no me haces falta para eso! —y, dando una voltereta por encima de Gino, fue a parar a la fuente.
El agua estaba fresquita y Kásperle salió en seguida, sacudiéndose como un gorrión después de la lluvia, salpicó a Gino y se volvió a tumbar debajo de la palmera. Gino se echó a reír y le dijo:
—¡Eres malísimo! ¡Se lo diré a míster Stopps!
—Díselo, anda, díselo si quieres; pero no me estorbes más, que tengo que seguir pensando.
—Anda, dime lo que estás pensando, Kásperle —suplicó Gino, que estaba ya muy intrigado.
Porque cuando Kásperle se ponía a pensar, siempre terminaba por hacer algún disparate de los grandes. Y a Gino le divertían mucho sus disparates. El jardinerito quería mucho a Kásperle y también cuidaba de él, porque su amo, míster Stopps, le había dicho:
—Gino, tú vigila bien a Kásperle, porque él se escapa algunas veces.
Lo malo es que a Kásperle no le gustaban nada los vigilantes; y por eso, al oír la pregunta de Gino, le dio en la nariz un puntapié, que era su especialidad. Gino gritó, y acudió Bob, el criado de míster Stopps, que también quería mucho a Kásperle, y éste le dijo:
—Bob, Gino me está interrumpiendo.
—Es que está pensando, Bob —dijo Gino—. Kásperle está pensando y después hará una de las suyas.
—¡Claro que haré una de las mías! ¡Me meteré en tu plato de sopa a la hora de cenar!
—¡Como te metas en mi sopa, verás!
—¡A que sí me meto!
—¡Se lo digo a míster Stopps!
—¡Que me pongo furioso!
—¿Por qué?
—¡Por eso!
—¡Eres más tonto que un queso!
Gino se había enfadado, y como no podía soportar a Bob, se marchó de allí. Y Bob preguntó a Kásperle:
—¿Qué es lo que estás pensando?
—Me estaba acordando de Marilena, de maese Severín y la señora Amada, de Rosamaría y Miquele, de la abuela Anita, del abuelo Fridolín, de[1]…
—¿De todas las personas a las que tanto quieres, verdad?
—Sí.
La carita pilla de Kásperle se puso de pronto muy triste; Bob comprendió que Kásperle tenía otra vez nostalgia de sus amigos; porque cuando el pequeño se quedaba pensativo, unas veces era para discurrir alguna trastada, y otras veces era porque estaba triste y se acordaba de aquellos amigos suyos. Así que Bob le consoló diciendo:
—Pronto les volverás a ver.
—¡No les volveré a ver! —gritó Kásperle—. ¡No les veré más, porque él no me deja!
«Él» era míster Stopps, un inglés muy rico que había comprado a Kásperle por dos millones de libras, hacía dos años, en la ciudad de Torburgo. Con aquel dinero habían reconstruido la ciudad después de un gran incendio; y los amigos de Kásperle le escribían muchas cartas desde Torburgo y le decían:
«Kásperle, a ver si vienes; ya verás qué bonita está ahora nuestra ciudad. Kásperle, ¿no te van a dar vacaciones? Míster Stopps prometió que te daría vacaciones, ¿no te acuerdas?»
Claro que Kásperle se acordaba; el que no se debía de acordar era míster Stopps, o se hacía el distraído. Míster Stopps era un señor muy amable, y cuando quería resultaba encantador; pero no siempre quería. Y a veces se ponía tan gruñón como si su abuelo hubiera sido un oso. Míster Stopps quería mucho a Kásperle, y por eso tenía celos de los otros amigos del pequeño, sobre todo de los amigos de Torburgo; así que no le dejaba ir allí de vacaciones, aunque lo había prometido al comprar a Kásperle. En el fondo, hubiera querido guardar a Kásperle en una vitrina y tenerlo para él solo.
Bob sabía aquello muy bien, y también sabía que míster Stopps había prometido lo de las vacaciones sólo por consolar a Kásperle; pero el pequeño seguía chillando:
—¡No me deja ir de vacaciones! ¡Es malísimo, no cumple su palabra!
—¡Pero Kásperle, por Dios, no digas esas cosas…! —dijo Bob.
—¡Pues sí lo digo! ¡Es malo, malo y malo, y no le quiero nada!
—¿A quién no quieres nada? —preguntó una voz, y Kásperle vio la sombra de míster Stopps sobre él. ¡Santo cielo, le había oído!
—¡No te quiero nada a ti! —gritó Kásperle entonces.
—¡Tú eres un Kásperle malo!
Míster Stopps se había enfadado, pero Kásperle se enfadó mucho más, y puso la misma cara que míster Stopps.
—¡Mira, te pones así, mira, mira! —y le imitaba.
—¡Pero Kásperle…! —le regañó Bob, pensando que una cosa así no se podía hacer, que era una falta de respeto. Y claro, míster Stopps se enfadó todavía más, y dijo que Kásperle se merecía un buen castigo; en realidad el castigo se lo merecía míster Stopps por no cumplir su palabra, pero como no había nadie para castigarle, fue él quien dijo:
—¡Ahora mando que te encierren, por mal educado!
—¡No quiero que me encierren! —chilló Kásperle.
—¡Pues yo sí quiero! ¡Bob, tú encierra a Kásperle!
—¡Que no, que no quiero! —chillaba Kásperle, con todas sus fuerzas; y de repente, dio una de sus volteretas, saltó por encima de míster Stopps y se escapó.
—¡Oh, Kásperle se ha escapado! —exclamó míster Stopps—. ¿Dónde está él?
—¡Cualquiera lo sabe! —dijo Bob, mirando a todas partes.
No pudo ver a Kásperle, pero oyó un chapoteo y pensó:
«Se habrá metido otra vez en la fuente».
Y como quería librar al pequeño del castigo, dijo a míster Stopps:
—Me parece que Kásperle se ha ido a casa.
Ya iba míster Stopps a entrar en la casa, cuando llegó Gino, que era un traidor, y dijo:
—¡Kásperle está en la fuente!
Fueron a ver, y allí estaba en el fondo, entre los peces. Míster Stopps dio un grito:
—¡Oh, él está ahogado!
Y entonces Kásperle sacó la cabeza del agua y gritó con un vozarrón terrible:
—¡Sí, estoy ahogado!
—¡Oh, Kásperle, tú eres un tramposo!
—¡Tú también! —le contestó Kásperle.
Qué falta de respeto. Menos mal que en aquel momento llegó el cartero diciendo que tenía una carta para míster Stopps, y el inglés se olvidó de que quería encerrar a Kásperle. Kásperle salió de la fuente, se sacudió el agua y volvió a mojar a Gino; y míster Stopps no se ocupó más de él, así que Kásperle, que ya se había olvidado del castigo, se acercó al inglés y le preguntó:
—¿Es carta de Miquele?
Sí, la carta era del amigo de Kásperle, el célebre violinista Miquele.
—¡Oh, Kásperle, tú aquí otra vez! ¡Tú eres muy curioso!
—¡La carta es para mí! —dijo Kásperle.
—¡Oh no, es para mí!
—¡Quiero leer esa carta!
—¡Oh Kásperle, tú eres un descarado!
—¡Quiero leerla! —repitió Kásperle, haciendo unos gestos horrorosos.
Y míster Stopps volvió a enfadarse y le dijo:
—¡Ahora mismo te encierro!
Pero Kásperle dio una voltereta entre las piernas de míster Stopps, le tiró al suelo y salió corriendo.
—¡Bob, tú busca a Kásperle, tú le encierras! —chilló míster Stopps.
Pero por más que buscaron, no le encontraron por ninguna parte; Bob y Gino registraron toda la casa y el jardín, y Gino quería mirar dentro de la despensa, pero la vieja Angela, el ama de llaves, no le dejó entrar.
—¡Las llaves de la despensa las llevo yo en el bolsillo, así que nadie puede entrar sin mi permiso!
—¡Pero es que Kásperle…!
—¡Dale con Kásperle! ¡No va a entrar por el ojo de la cerradura!
—No, claro —dijo Bob—. Ven Gino, vamos a mirar en el desván.
Bob sabía muy bien dónde estaba Kásperle, pero no pensaba acusarle. Y la vieja Angela tampoco le quería traicionar; cuando los otros se marcharon, abrió la puerta de la despensa y dijo:
—No hagas ruido, Kásperle, que te andan buscando por todas partes; pero aquí no vendrán a cogerte, y si tienes hambre, puedes comer algo de lo que tengo ahí guardado.
A Kásperle no debía haberle dicho una cosa así. Ya se había comido media tarta, y se comió la otra media; y mientras míster Stopps le buscaba dentro de todos los armarios y debajo de todas las camas de la casa, Kásperle estaba tan satisfecho sentado en la despensa, pensando otra vez. Ahora pensaba en la carta de Miquele. ¿Qué habría escrito su amigo? Seguro que decía que le invitaban a pasar las vacaciones en el castillo de Rosamaría, o algo así de agradable. Y mientras estaba pensando, miró hacia el techo, y vio una puertecilla. ¿A dónde daría aquella puerta? Kásperle decidió averiguarlo, porque le encantaba descubrir puertas y pasadizos secretos. Se subió al estante de los comestibles, que estaba lleno de tarros de conservas muy ricas, y no se preocupó cuando se cayeron varios tarros de aquéllos; llegó a lo alto del estante, abrió la puertecilla del techo, asomó la cabeza y vio una habitación que él conocía ya muy bien: era el cuarto donde míster Stopps le encerraba siempre que era malo. Y en medio del cuarto estaban ahora míster Stopps y Bob.
Kásperle se asustó al verles, y por poco se cae; pero afortunadamente, ni míster Stopps ni Bob le vieron.
Míster Stopps estaba diciendo a Bob:
—… y cuando le encuentres, le encierras. Yo ahora voy a dormir un poco, porque de la emoción yo no me encuentro bien…
El inglés salió de la habitación, Bob salió también y Kásperle se bajó del estante, tirando otros cuantos tarros de conservas.
Se volvió a sentar en medio de la despensa, y volvió a pensar. Tenía que leer aquella carta, sin falta. Pero ¿cómo podría apoderarse de ella? ¿Dónde la habría guardado míster Stopps?
Kásperle estaba ya medio atontado de tanto pensar, cuando oyó la voz de Bob, que decía al lado, en la cocina:
—Kásperle ya puede salir, porque míster Stopps está dormido.
Kásperle salió de la despensa como si le disparasen con una pistola, se plantó en la cocina y asustó a Bob, que exclamó:
—¡Caramba, ya me imaginaba que estabas ahí! ¡Pero como míster Stopps se entere de que te escondes siempre en la despensa, ya verás!
Kásperle no tenía miedo, porque sabía que míster Stopps estaba durmiendo; y tampoco se asustó cuando Bob dijo:
—Mira, lo siento, pero después tendré que encerrarte.
—Por mí, puedes encerrarme; no me importa —dijo Kásperle, que tenía en su bolsillo la llavecita de la puerta recién descubierta.
—Kásperle, estás tramando algo malo; te lo noto en la cara —dijo Bob.
Y Kásperle puso entonces una carita de inocente que hubiera engañado a cualquiera; pero Bob le vio los ojillos de pillo que tenía, y le dijo:
—¡Cuidado con lo que haces! Si estás pensando en alguna travesura grande, míster Stopps se pondrá furioso, ya sabes…
Sí, ya sabía Kásperle; míster Stopps se pondría muy furioso, pero él encontraba siempre el modo de salirse con la suya. Kásperle se escapó brincando de la cocina. Y el bueno de Bob no sabía todavía las travesuras que era capaz de inventar un Kásperle.