LA TORMENTA

La motora seguía avanzando hacia el horizonte, mientras Homer se cogía al timón con desespero.

—¡Para el motor! —indicó Pete, haciéndose oír por encima del silbido del viento.

Pero Homer parecía demasiado asustado para hacer nada, y tuvo que ser Pete quien se inclinara a desconectar el motor. La barca redujo la marcha, aunque no se detuvo.

A corta distancia pasó un hombre en una embarcación de borda baja. Pete creyó que se trataba del vecino de tío Russ. El muchacho levantó los brazos al tiempo que pedía ayuda, a gritos. Sin duda el hombre no le oía y creyó simplemente que Pete le saludaba con efusión, porque le dijo adiós con la mano y siguió su camino hacia la playa.

La corriente seguía arrastrando a la motora al centro del océano. La playa quedaba ya tan lejos que Pete no podía distinguir nada que le resultase familiar. Homer se echó a llorar, diciendo:

—¿Por qué habré cogido este armatoste? —En seguida se llevó la mano al bolsillo y sacando la llave de «Jenny Saltitos», se la tendió a Pete—. Puede ser que si te la devuelvo… me… me perdonen y vengan a salvarnos.

Pete estaba muy enfadado con Homer, pero no había tiempo para pensar en rencores. Siguió en pie sobre la barca, esperando que ocurriera algún milagro y que alguien les viera.

—¿Cómo volveremos? —siguió lloriqueando Homer—. Si tuviéramos remos podríamos volver remando.

—¡Pero no los tenemos! —contestó Pete, tajante.

Llevaban cerca de media hora moviéndose a la deriva cuando el cielo empezó a oscurecerse.

—¡Se acerca una tormenta! —chilló Homer, aterrado, mirando las amenazadoras nubes negras que iban extendiéndose muy cerca del agua.

Unos minutos más tarde un fuerte viento estremecía las olas, levantando grandes y espumosas olas; al mismo tiempo, unas gotas de lluvia cayeron en el rostro de los chicos. ¡La barca empezó a sufrir violentas sacudidas!

—¡Va a volcarse la barca y nos ahogaremos! —pronosticó lúgubre y lacrimosamente Homer.

Pete le dijo que debían conservar el valor.

—Si nos tumbamos en el fondo de la barca podremos salir con vida de la tormenta.

Se apresuraron a hacerlo y se cubrieron con unas lonas para protegerse de la lluvia que ahora caía a raudales, igual que una blanca sábana. A medida que el viento se hacía más fuerte, más fuertes eran, también, las sacudidas que sufría la barca. Brillaban los relámpagos y retumbaban, aterradores, los truenos.

Cuando más terrorífica era la situación, Pete creyó oír sonar el motor de otra embarcación. Levantando la cabeza de debajo de la lona, Pete escuchó muy atentamente. ¡No cabía duda! Cuando el sonido fue aproximándose, Pete se puso de rodillas para mirar por la borda. Y acabó poniéndose en pie, agitando los brazos repetidamente.

—¡Homer, una embarcación! ¡Viene a rescatarnos!

También el otro se puso en pie y pudo ver la gran embarcación que avanzaba hacia ellos. Era blanca y en la proa se leía la palabra Guardacostas.

Cuatro hombres iban en la embarcación. Al principio Pete no pudo distinguir las caras. Pero cuando estuvieron más cerca vio que uno de los hombres era tío Russ. Los otros tres eran los pilotos de la embarcación.

—¡Gracias a Dios que os hemos encontrado! —dijo tío Russ—. De no ser por mi vecino no habríamos sabido dónde buscaros.

Los marineros sostuvieron la motora junto a la gran embarcación para que los chicos pudieran subir a bordo del gran guardacostas. Luego ataron a la popa la motora de Homer y pusieron rumbo a la orilla.

—Bien. Y ahora ¿qué os parece si nos contáis lo que ha ocurrido? —preguntó tío Russ.

A Pete no le gustaba ser acusón y por eso tardó un rato en contestar. Homer, muy asustado por todo lo ocurrido, se decidió a explicar las cosas, con relativa exactitud.

—Yo estaba bromeando. Luego di a Pete la llave y ya iba a volver, pero no pude mover el timón. —Otra vez se echó a llorar, murmurando—: Mi… mi padre me va a castigar por haber roto la motora.

Los Hollister pensaron que tal vez aquello sirviera de lección al entrometido Homer, pero a pesar de todo, Pete se compadeció y dijo al chico:

—El timón es lo único que está estropeado y se puede arreglar fácilmente. —Luego se volvió a los marinos y después de agradecerles su ayuda, dijo—: Si hubiéramos estado a la deriva durante muchos días yo no habría podido acudir al concurso de cometas de pasado mañana.

Uno de los marinos contestó, risueño:

—He oído decir que va a ser un gran concurso.

Cuando la embarcación llegó al embarcadero del guardacostas allí encontraron al resto de la familia Hollister, a «Trotaplayas» y al señor Ruffly que les estaban esperando. La señora Hollister abrazó a Pete, pero el señor Ruffly no hizo más que coger a su hijo por un brazo y le arrastró hacia sí, diciendo con voz de trueno:

—¡Te voy a dar un buen castigo por haberte apropiado de la motora que dejé en el río!

Pete devolvió la llave a «Trotaplayas» que le dio las gracias con una amable palmada en el hombro. Después de decir que continuarían la búsqueda al día siguiente, el buen viejecito se marchó. Los Hollister regresaron a casa donde Pete se puso ropas secas. A la hora de la cena la tormenta arreciaba todavía más. Por radio anunciaron que se trataba de un huracán, pero que iría desplazándose mar adentro durante la noche. El locutor advirtió que nadie debía salir a la playa hasta que el temporal hubiera cesado.

Algo más tarde llegó una carta para Pete. Era de Dave Meade que decía que Joey le había confesado que sabía dónde estaba la brújula del señor Sparr. Había visto a «Zip» enterrarla en el jardín de los Hollister, pero no quiso decirlo para «hacerles rabiar». Joey había enseñado a Dave el sitio donde estaba enterrada la brújula, Dave la desenterró y se la devolvió al viejo marinero.

—¡Zambomba! —exclamó Pete, leyendo en voz alta la carta para que todos supieran de qué se trataba—. Ahora podré quedarme con la brújula que compré para el señor Sparr.

—Menos mal que la travesura de «Zip» ha salido bien —comentó Pam alegremente.

Antes de acostarse, Pete estuvo trabajando en su cometa, pintándole los ojos y el pico. También Pam y Holly dieron los últimos toques a la muñeca. Cuando acabaron, Pam dijo:

—Fíjate, Pete. He puesto la cabeza de la muñeca sobre un eje para que se balancee con el viento.

—Muy bien. ¡Ya veréis cómo a los jueces les va a gustar vuestra cometa!

Los niños se durmieron oyendo aullar al viento. Pero cuando despertaron a la mañana siguiente la tormenta había cesado y brillaba un resplandeciente sol.

—Podremos ir a buscar el tesoro pirata —dijo Pete, cuando estaban acabando el desayuno.

Todos estaban impacientes por coger las palas y azadones y pronto corrieron a la playa para encontrarse con «Trotaplayas». Cuando llegaron a la Roca Rana el viejecito aún no había llegado.

—¡Qué distinto ha quedado todo! —exclamó Pam, mirando a su alrededor.

El montículo de arena que estuviera allí el día anterior se encontraba ahora en el otro extremo de la playa. Parte de la duna gigantesca había desaparecido y en cambio aparecían montoncillos de arena a orillas del agua.

—¿Por dónde empezamos a cavar? —preguntó Ricky en seguida.

—Empecemos por aquella parte más hundida —propuso Pete, señalando una gran extensión donde el viento había hecho un socavón a poca distancia del agua.

Todas las palas empezaron a moverse con rapidez y en seguida se hizo muy profundo el hoyo. De pronto la pala de Ricky tropezó con algo duro. Siguió cavando y… ¡aparecieron dos monedas!

—¡Mirad lo que he encontrado! —gritó.

Los demás se acercaron inmediatamente y Pete examinó las monedas de un tono marrón oscuro.

—¡Hay unas palabras en español! —dijo, muy nervioso—. ¡Debemos estar muy cerca del tesoro pirata!

El hallazgo de Ricky indujo a los niños a renovar sus esfuerzos en la excavación. El hoyo se hizo más profundo. De repente la pala de Pam rozó otra cosa dura. Inmediatamente la niña se dejó caer de rodillas y siguió sacando la arena con las manos.

—¡Hay algo de madera enterrado aquí! —comunicó.

Todos los niños acudieron para ayudarle a sacar arena. Cada vez se veía mayor espacio de madera. Resultó ser un tablón y estaba unido a otro y éste a un tercero. Finalmente, Pete se puso en pie y con una cara asombradísima, dijo:

—¿Sabéis lo que es eso? ¡Es la cubierta de un barco!

—¡Hemos encontrado el «Misterio»! —gritó Holly, estremecida de alegría.

—De todos modos, tenemos que asegurarnos de que es el «Misterio» —advirtió Pete a los demás.

Por lo tanto continuaron trabajando de firme, tan de prisa que la arena que iban sacando caía fuera sin interrupción, igual que si se tratara de una gran ducha de arena. Por fin quedó al descubierto la proa del barco. Y allí, en grandes letras de cobre, se leía un nombre: «MISTERIO».

—¡Lo hemos encontrado! —exclamó Pam, rebosando alegría.

Y todos los demás empezaron a palmotear y dar grandes saltos.

De improviso vieron aparecer un grupo de hombres, avanzando por la playa. Un chico les acompañaba.

—¡El señor Ruffly… y Homer! —advirtió Ricky.

Cuando los hombres vieron el barco pirata quedaron mudos de asombro. Pero al cabo de un rato el señor Ruffly dijo:

—¡De modo que vosotros, unos chicuelos, lo habéis encontrado! —El hombre se echó a reír sonoramente, mientras seguía diciendo—: Muy bien. Pues ahora bajaremos nosotros y… ¡a sacar el tesoro que estamos buscando!