LA CASUCA

Con los ojos redondos de asombro, toda la familia Hollister contempló el vacío hoyo practicado en la arena. Luego tío Russ preguntó:

—¿No habrá sido ésta una de tus bromas, Ricky?

—No. Palabra de honor. Aquí mismo había un ancla. Quería habérmela llevado yo solo, pero no pude sacarla.

—¡Mirad! —dijo Pete—. Ahí se ve la marca que ha dejado un ancla pequeña.

—Sí. Ya la veo —concordó el padre—. Probablemente era un ancla de alguna de las barquitas del «Misterio». Siento mucho que te hayas llevado este desengaño, Ricky. Nosotros te ayudaremos a recuperar el ancla.

—Yo… yo quería entregarla al… museo, porque fui yo quien la descubrió —balbuceó Ricky, hipando y disimulando las lágrimas—. Pero puede que sea Mike quien tiene derecho a regalar el ancla. Él fue quien de verdad la encontró.

—¿Mike? —repitió el señor Hollister—. ¿Y quién es Mike?

—Un perro. Creo que es de Homer.

Después el pequeño contó a su familia todo cuanto había hecho en la playa y añadió:

—¿Creéis que Mike habrá traído aquí a los Ruffly y ellos son los que se han llevado el ancla?

Al padre le pareció muy posible aquella explicación. Si Ricky quería convencerse, su padre estaba dispuesto a acompañarle para que viese a Homer.

—Pero si no sabemos en dónde vive Homer… —objetó el pequeño.

Era cierto, pero el señor Hollister estaba seguro de que no sería difícil averiguarlo. Primero irían a la barcaza. Seguramente habría un guarda de noche que les daría la dirección de los Ruffly.

Mientras los demás Hollister se iban a casa, Ricky y su padre se encaminaron al río. Pero al llegar a la desembocadura, encontraron el embarcadero vacío. ¡No sólo no había vigilante nocturno, sino que la barcaza y todo el equipo del señor Ruffly habían desaparecido! Cuando padre e hijo se hubieron recobrado de su asombro, el señor Hollister dijo:

—Bien, hijo, parece que esta noche está especializada en la desaparición de las cosas.

—Sí. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Decide tú —repuso el padre—. Puedes elegir entre volver a casa o jugar a los detectives. ¿Qué quieres que hagamos?

—Vamos a buscar a Homer —dijo Ricky, sonriendo tristón.

El señor Hollister abrió la marcha, y él y Ricky se dirigieron a la población, directamente a casa del alcalde. Allí se presentó a sí mismo y a su hijo y Ricky le explicó al alcalde todo lo ocurrido aquella tarde en la playa.

—Algo muy desusual —declaró el alcalde Harper—. Yo no he dado permiso a esos buscadores de tesoros para que se trasladasen a otro lugar. Los Ruffly se hospedan en el Hotel Vista al Mar. Iremos allí a hablar con ellos.

Pero cuando los visitantes llegaron al hotel se enteraron de que los Ruffly, sus buceadores y el resto del equipo se habían marchado.

—¿Y no sabe adónde han ido? —preguntó el alcalde Harper al empleado del hotel.

—No lo han dicho. Lamento no poderles ser de ninguna utilidad.

El señor Hollister se volvió a su hijo, diciendo:

—Me parece que tú no lamentas demasiado el que Homer se haya ido, ¿verdad?

—No. La lástima es que se ha llevado el ancla.

En vista de que no podía hacerse nada, los Hollister dieron las gracias al alcalde y se despidieron de él. Cuando llegaron a casa y contaron a los demás lo ocurrido, Pete dijo que estaba seguro de que el señor Ruffly no había renunciado a la búsqueda del tesoro.

—¿A qué te refieres? —preguntó el padre.

—Puede que haya dejado marchar a los otros con la barcaza —contestó Pete—. Pero estoy seguro de que el señor Ruffly y Homer están todavía por aquí.

—A lo mejor piensan vigilarnos durante el día y, cuando encontremos una pista, volverán por la noche a cavar y coger lo que nosotros hayamos descubierto —reflexionó Pam.

Habrían seguido haciendo suposiciones de no interrumpirles un timbrazo. Era un recadero con dos telegramas, uno para el señor Hollister y el otro para tío Russ.

—¿De quién es el tuyo? —preguntó Sue, cuando su padre acabó de leer.

—De Tinker.

—¿Está malito? —preguntó la pequeña, preocupada.

—No, no. Son buenas noticias, pero me obligará a volver a casa.

El señor Hollister continuó diciendo que había ido al Centro Comercial un cliente para hacer un gran pedido de juguetes. Era un hombre rico que tenía planeado hacer un regalo a trescientos niños en una excursión.

—¡Trescientos! —se asombró Holly.

—Como veis es un gran pedido —dijo el padre—. Desde luego, no tenemos tal cantidad de juguetes en el almacén. Tendré que regresar en seguida para completar el pedido. Además de la ganancia que esto va a darnos, deseo hacer felices a esos niños.

—Es un pedido estupendo —declaró Pete que, en seguida, preguntó—: ¿Volveremos todos a casa?

—Pues… —empezó a decir el padre.

Pero tío Russ le interrumpió, declarando:

—Los niños no pueden irse ahora. Mi telegrama es de tía Marge. Llega aquí mañana con Teddy y Jean.

—¡Por favor, papá, deja que nos quedemos! —rogó Pam—. ¡Será tan divertido jugar con los primos otra vez!

Tío Russ dijo que su familia llegaba por avión a la mañana siguiente al cercano aeropuerto de Wellsport.

—Bien. Yo podría marcharme por avión y dejarte a ti el coche, Elaine —dijo el señor Hollister—. Vamos a planearlo todo.

Al telefonear al aeropuerto el señor Hollister quedó informado de que podía tomar un avión para Shoreham a las diez quince de la mañana siguiente.

—Mi familia llega a las diez, de modo que podemos hacerlo todo al mismo tiempo —dijo tío Russ.

Los niños se levantaron muy temprano, deseosos de salir cuanto antes para el aeropuerto. El padre preparó su maleta y todos, incluido tío Russ, se instalaron en la furgoneta, en cuanto acabaron de desayunar.

—A ver cuándo haremos un viaje larguísimo en avión, papá —dijo Ricky, mirando embelesado a un piloto que se disponía a despegar en su avioneta particular.

—Tendré en cuenta tu deseo, hijo —repuso el señor Hollister. Y con una sonrisa, añadió, bromeando—: Supongo que querrás pilotar tú el aparato.

Llegaron al aeropuerto unos minutos antes de que aterrizara el avión en que llegaban tía Marge y sus hijos. Los niños esperaron a que su padre sacase el billete y llevara a pesar el equipaje. Entonces oyeron un fuerte zumbido en el cielo y corrieron al exterior donde pudieron contemplar un avión plateado que planeaba, disponiéndose a tomar tierra. Al abrirse la portezuela, Holly gritó:

—¡Ahí están!

Tío Russ se adelantó para saludar a su esposa y sus hijos y detrás de él corrieron los cinco Felices Hollister, ansiosos de abrazar a sus primos. ¡Qué alegre encuentro, lleno de abrazos, besos y nerviosas explicaciones de todos a un tiempo!

—Tienes que ayudarnos a encontrar un tesoro —dijo Pete, pasando un brazo por los hombros de su primo Teddy.

—Y yo tengo una cometa preciosa —informó Pam a Jean—. Me he apuntado en el concurso.

Tía Marge, esbelta y guapa, con dulces ojos negros y alegre sonrisa, explicó que había pasado un nerviosismo tremendo, en los días que estuvo esperando poder salir para la Playa de la Gaviota.

—¿Nos harás unos cuantos de tus buenísimos dulces, tía Marge? —preguntó Ricky a quien la boca se le hacía agua.

—Claro que sí —prometió la tía.

—¡Eh, que a papá se le va a escapar el avión! —advirtió Sue, muy oportunamente.

El señor Hollister dijo que lamentaba mucho marcharse sin su ración de dulces de la tía Marge. El avión llegó muy pronto y el señor Hollister se despidió de su familia con un beso y subió las escalerillas.

Muy pronto el avión empezó a rodar por la pista y en seguida se elevó. Los niños despidieron al señor Hollister, sacudiendo repetidamente las manos hasta que el aparato desapareció de la vista. Luego volvieron todos a la furgoneta para regresar a la Playa de la Gaviota.

Tío Russ tomó una carretera adyacente para evitar las aglomeraciones de tráfico y todos pudieron contemplar el hermoso paisaje. Según todas las apariencias nadie vivía por allí desde hacía muchos años, pues la mayoría de las casas estaban en ruinas.

—He oído decir que, cuando esto era una buena caleta, aquí habitaban pescadores —dijo tío Russ—. Ahora está todo cubierto por la arena.

Cuando tomaron un camino próximo a la playa, Pam exclamó:

—¡Mirad aquella casita! ¿Puede ser lo que la gente de aquí llama casuca o una media casa?

—Creo que sí —contestó su tío—. Y me gustaría que nos detuviéramos aquí para hacer un boceto.

Llevó la furgoneta hacia el prado, húmedo y casi totalmente cubierto de arena. Sacando lápiz y papel de un bolsillo de su chaqueta deportiva, tío Russ se puso a dibujar.

Entre tanto los niños habían bajado de la furgoneta. Pam habló a sus primos de la abuela Alden y de lo que ella les contó sobre el superviviente del naufragio al que recogieron en una «casuca».

—¡A lo mejor es esta misma! Vamos a mirar —propuso Pam.

—No te olvides de que el naufragio ocurrió hace cien años —recordó Pete a su hermana—. ¿Qué vas a encontrar ahora?

En aquel momento vieron llegar a un hombre a campo traviesa. Al llegar junto a los Hollister el granjero explicó que había visto detenerse el coche y acudía por si iban en busca de alguna información. Aquel lugar era parte de sus propiedades.

—Mi tío quiere hacer un dibujo de esa casita —contestó Pam, con la amabilidad de siempre—. ¿Quiere usted decirnos por qué lo llaman casuca o media casa?

La pregunta pareció complacer al granjero, que se sentó en un viejo tronco talado y contó a los niños que en la época colonial los recién casados que tenían poco dinero construían su casa muy pequeña.

—Generalmente durante un tiempo la casa no les resultaba pequeña —continuó explicando el hombre, con una afable sonrisa—, pero a medida que aumentaba la familia tenía que construir una nueva habitación aquí o allá, hasta que la casa resultaba muy grande.

—Entonces las personas que vivieron aquí no debieron de tener hijos —reflexionó Pam.

—Cierto. Los viejos que vivieron aquí pasaron toda su vida sin hijos y su casa siempre fue una media casa, una casuca. Desde qué ellos murieron creo que nadie más ha habitado aquí.

—¿Podemos mirar dentro? —preguntó.

Tuvo intención de decirle al hombre por qué deseaba entrar, pero acabó decidiendo no explicar nada.

El granjero les dio permiso para entrar y mirar lo que quisieran, aunque les advirtió que la casita estaba muy ruinosa. Debían tener cuidado de no hacerse daño. Al oír esto, la señora Hollister decidió acompañar a sus hijos.

El hombre abrió la desvencijada puerta y todos entraron. ¡Qué lleno de moho estaba aquel lugar por todas partes! Y las habitaciones eran tan pequeñas que los visitantes casi no cabían en ellas.

No llevó mucho tiempo inspeccionar la salita y la planta baja, y el único dormitorio del piso de arriba. Después Pete y Ricky se encaminaron a lo que parecía la parte más misteriosa de la casa: un pequeño sótano circular, al pie de un tramo de escaleras muy empinadas.

—¡Qué sitio tan oscuro! ¡Parece una casa de fantasmas! —declaró Ricky.

—Vamos a buscar la linterna del coche —propuso Pete.

Holly corrió a buscarla y se la dio a su hermano mayor. La señora Hollister y las niñas esperaron, mientras los tres muchachos descendían las escaleras. Las paredes estaban recubiertas de ladrillo, pero el suelo era de tierra desnuda.

—Iluminad las escaleras —pidió Pam—. Jean y yo vamos a bajar también.

Teddy sostuvo la linterna de modo que la luz se proyectase en las escaleras, mientras Pete y Ricky empezaban a inspeccionar. Cuando las niñas estuvieron abajo, la luz de la linterna empezó a iluminar el oscuro sótano. De pronto, el haz luminoso dejó a la vista un mármol rectangular, encajado en la tierra.

—¿Qué será? —preguntó Ricky.

Pete tomó un grueso palo y empezó a escarbar con él alrededor del mármol. Luego, entre él y Teddy lo levantaron para que todos pudieran verlo.

—¡Por mil cohetes atómicos! —exclamó Pete, asombradísimo—. ¡Si es una lápida!

En el reverso había una inscripción, pero los niños no pudieron leerla porque la lápida estaba cubierta de polvo.

—¿Por qué no la sacamos y la miramos fuera? —dijo Pam.

No era un mármol muy pesado y entre Pete y Teddy lo llevaron al patio. Al verlo, el granjero rió entre dientes.

—Vi eso abajo hace años, pero nunca pensé que fuese una vieja lápida. Vamos a ver qué dice.

Ya Pam se afanaba por rascar la suciedad del mármol con una ramita.

—Lee lo que dice. Léelo —suplicó Holly, empezando a retorcer una de sus trenzas.

Pam quedó unos instantes con los ojos muy abiertos, fijos en el mármol. AL fin murmuró:

—No es una lápida como las demás. Oíd lo que dice:

«Un hombre Misterio,

Aunque fue pirata

Amaba su barco y el tormentoso mar,

Todo lo perdió en el gran temporal,

Donde la Roca Rana se asoma hacia España.

Todo lo perdió en el gran temporal».