—Tengo entendido, señor Hollister, que sus chicos han estado molestando a Homer sin motivos justificados —dijo el señor Ruffly.
—Es verdad —asintió Homer.
—¡Pero, papá! —exclamó Pete—. ¡Eso no es cierto! Nosotros…
—Un momento, hijo —le atajó el señor Hollister, indicándole también con un ademán que guardase silencio—. Hay que escuchar, primero, toda la acusación.
El señor Ruffly siguió diciendo que siendo chico también él había tenido algunas peleas. Pero que eso estaba ya pasado de moda y los muchachos educados no andaban ahora repartiendo puñetazos.
—¿Y usted da a entender que Homer no pelea nunca? —preguntó el señor Hollister.
Apenas podía contener la risa y sus hijos hacían horribles muecas para que los visitantes no se dieran cuenta de que estaban a punto de estallar en carcajadas. Pero el señor Ruffly, que se dio cuenta, repuso:
—Naturalmente, Homer tiene que defenderse. Pero, en realidad, yo venía a hablar de otra cosa. Después de todo, lo pasado pasado está. Ahora bien, según creo, ustedes están aquí buscando el mismo buque pirata, el «Misterio», que yo busco.
—Nosotros estamos aquí de vacaciones —contestó el señor Hollister—. Mis hijos se divierten buscando pistas del viejo barco…
—De eso se trata —le interrumpió el señor Ruffly—. Sus hijos han encontrado ya un par de magníficas pistas. Mi equipo no ha localizado cosa alguna en el lugar en que estamos trabajando. Vamos a trasladarnos de lugar. ¿Qué le parece si unimos nuestras fuerzas?
Todos quedaron atónitos ante aquella proposición. Pero al momento cada uno de los niños pensó que si seguían buscando el tesoro pirata en compañía de Homer Ruffly toda la diversión iba a estropearse.
—Bueno, niños, ¿qué decís? —preguntó el señor Hollister.
Pete se apresuró a ponerse en pie y mirando a su padre declaró:
—¡Yo digo que no!
—¡Bien! ¡Bien! —aplaudió Ricky—. Es mejor que trabajemos por nuestra cuenta.
—Yo digo lo mismo —añadió Pam.
—Y yo también —dijo, sin dudar, Holly.
—Bien, señor Ruffly, creo que ya tiene usted la respuesta —sonrió el padre de los Hollister.
El buscador de tesoros estaba tan furioso que se puso en pie bruscamente, diciendo:
—Vámonos, Homer. Nunca había conocido una gente tan tosca y desagradecida.
El hombre salió al porche con la rapidez de una flecha. Cuando estaba a cierta distancia de la casa, Homer volvió la cabeza para gritar:
—¡Os arrepentiréis de esto! ¡Encontraremos el tesoro nosotros solos y no os daremos nada, como pensábamos hacer!
—Papá —llamó Sue, muy preocupada—, ¿es verdad que somos toscos y «desagraciados»?
El padre rió de buena gana y contestó que los que parecían bastante toscos eran los Ruffly. En cuanto a lo de desagradecidos tampoco era cierto; todo lo que podía pasar era que los Hollister se hubieran perdido una oportunidad de conseguir algo. Sin embargo, de todos modos, trabajar con personas poco afables resultaba un medio muy duro de ganar dinero.
—Propongo que olvidéis todo esto y salgamos a jugar a la playa —dijo el señor Hollister.
—¿Quieres ver mi cometa nueva, papá? —preguntó Pete—. Ya está acabada. Y como hace bastante viento, saldré a probarla.
El muchachito fue a su habitación y volvió con la nueva cometa. Mientras el chico estaba ausente, había regresado tío Russ que ahora miró con asombro el complicado trabajo hecho por Pete.
—Pero ¡si está muy bien! —exclamó, alabando el invento de su sobrino.
—Parece una gaviota —observó Pam.
La cometa, de un metro y medio de ancho, tenía dos alas inclinadas como las de las gaviotas. El extremo delantero tenía forma de una cabeza de pájaro y la cola estaba extendida, igual que si se tratase de una hermosa gaviota blanca en pleno vuelo.
—¡También tiene piececitos! —exclamó Sue.
—Hay que probarla en seguida —decidió, entusiasmado, el nervioso Ricky.
Todos corrieron a la playa. Pete iba delante sujetando el ovillo de cordel y tío Russ, algo más atrás, llevaba la cometa en alto.
—¡Suéltala ahora! —le dijo Pete, echando a correr.
La gran gaviota de papel se elevó ágilmente por los aires. Impulsada por el viento, la cometa empezó a subir, a subir…
—Es estupenda. Tienes que ganar un premio en el concurso —afirmó Ricky.
Mientras manejaba el cordel de la cometa, Pete se dio cuenta de que Rachel se había unido al grupo. Tanto ella como Pam elogiaron la cometa de Pete. Luego su hermana dijo:
—¿No te acuerdas de que también pueden participar las niñas en ese concurso?
—Sí. ¿Es que estáis pensando hacer una?
Pam hizo un guiño a Rachel, diciendo:
—Vamos a buscarla ahora.
—¿Qué vais a buscar? —quiso saber Pete.
—Lo verás dentro de un momento —respondió Pam, que ya se alejaba corriendo, con su amiga.
Las dos regresaron a los pocos minutos, llevando entre ambas la armadura de una cometa, que parecía una muñeca gigante.
—¡Zambomba! ¡Qué bonita! —exclamó Ricky con entusiasmo.
—Es verdad —concordó Pete—. Seguro que ganará un premio. Bueno… Eso suponiendo que vuele… —concluyó, bromeando.
—Pues claro que vuela. Vamos a probarla, Rachel —decidió Pam.
La cometa se elevó, empujada por el vientecillo, y por los aires resultó todavía más una preciosa y enorme muñeca. Estaban todos con la vista fija en lo alto cuando vieron aparecer otra cometa a poca distancia. Un momento después, por detrás de la duna, surgió el propietario de la recién aparecida cometa.
¡Era Homer Ruffly!
Su cometa se bamboleaba a izquierda y a derecha, aproximándose cada vez más a la cometa que imitaba a una muñeca.
—¡Cuidado, Homer! —advirtió Pete—. ¡No dejes que los cordeles se crucen!
Homer siguió obrando como si no hubiera oído nada. Su cometa se aproximó más a la muñeca voladora.
—¡Oh! Su cordel se ha cruzado con el nuestro. ¡Dios quiera que no se enrede! —murmuró Pam, suplicante.
—Lo hace a propósito —declaró enfadada, Rachel, mientras intentaba apartar la suya del camino de la otra cometa.
—Sólo quiere hacer las paces con nosotros —opinó Pete, con su buena voluntad habitual. Y volvió a gritar—: ¡Homer, aparta de aquí la cometa!
En lugar de hacerlo, el chico empezó a mover una y otra vez el cordel de su cometa de delante a atrás.
—Lo que intenta es cortar por la mitad el hilo de vuestra cometa —dijo Pete a Pam—. ¡Qué truco tan sucio!
Todos los niños gritaban a Homer para que se fuera, pero el chico continuó con la operación de tirar de su cordel, atrás y adelante, empeñado en utilizarlo como sierra para desgastar el cordel de la cometa de las niñas.
—¡Qué lástima! —murmuró Rachel—. Si se corta el hilo de nuestra cometa, la muñeca se romperá… ¡Tanto tiempo como nos llevó prepararla! ¡No podremos hacer otra para el concurso!
Pero, de repente, ocurrió algo extraño. La cometa de Homer empezó a remontarse veloz, por los aires.
¡Era el cordel de su cometa, no el de las niñas, el que se había cortado!
—¿Ves lo que ha pasado, señor Listo? —gritó Ricky, mientras la cometa de Homer desaparecía detrás de las dunas.
Homer masculló algo que los Hollister no pudieron entender y en seguida cogió una piedra y la arrojó contra la cometa, a la que por suerte, no alcanzó. Luego Homer salió corriendo en busca de su perdida cometa.
—¡Cuánto me alegra que se vaya! —comentó Rachel.
Al cabo de un rato el cielo se cubrió de nubes y el viento se hizo más fuerte.
—Será mejor que recojamos las cometas, antes de que el viento las destroce —opinó Pete.
Con mucho cuidado recogieron sus bonitos trabajos y volvieron a casa. Un poco antes de la hora de cenar Ricky y Holly decidieron sacar a «Zip» a dar un paseo por la playa. El perro estuvo un rato correteando dentro y fuera del agua y ladrando a las olas. De pronto, a cierta distancia vio otro perro y corrió hacia él.
—¡Mira! Ese perro está excavando la arena —dijo Ricky—. ¿Qué buscará?
El animal tenía la mitad del cuerpo dentro del hoyo que estaba abriendo en la arena, cerca del agua. Pero al ver acercarse a «Zip» el otro perro dio un salto y salió del agujero, dando gruñidos. «Zip» se acercó a olfatear el agujero. El otro le ladró furiosamente.
—¡Es el perro de Homer! —exclamó el pecoso—. Le vi en el lanchón cuando estaba recogiendo mis margaritas marinas. Se llama Mike.
Con una de sus alegres risillas, Holly declaró:
—También su perro es un antipático. —Y volviéndose a «Zip» la niña ordenó—: Vamos a casa.
Pero «Zip» no estaba dispuesto a irse. Quería saber qué había en el agujero y empezó a escarbar a toda prisa con las patas delanteras.
Al momento Mike le atacó, mordiéndole una oreja. Y entonces empezó una pelea perruna. Los dos animales ladraban y se mordían, corriendo y rodando por la arena.
—¡Basta, basta! —gritó Holly.
Pero los perros no le hicieron el menor caso. Al fin fue Ricky quien tuvo una idea.
—Vamos a llevarles al agua, Holly. Así se arreglará todo.
Los dos niños se acercaron a los canes combatientes y empezaron a empujarles hacia el agua. Poco a poco, sin dejar de gruñir y atacarse, y sin apenas darse cuenta, «Zip» y Mike fueron aproximándose a las olas. De repente llegó una enorme ola que envolvió a los dos animales, haciéndoles caer. Antes de que tuvieran tiempo de reanudar su lucha, Holly cogió fuertemente a «Zip» por el collar, y Ricky hizo lo mismo con Mike.
—Será mejor que volvamos a casa con «Zip» —dijo la niña.
—Yo quiero ver lo que hay en ese agujero —objetó Ricky—. Luego te lo explicaré. Tú lleva a «Zip» a casa y yo me quedo aquí un rato.
—Bueno. Pero no tardes. Es casi la hora de cenar.
Cuando «Zip» estuvo distante, Ricky soltó a Mike. Pero, en vez de volver al hoyo, el animal corrió hacia el agua.
Ya solo, Ricky se acercó a mirar al hoyo y distinguió algo negro y herrumbroso, enterrado en la arena. Cavando con ambas manos no tardó en dejar el objeto lo bastante descubierto como para saber de qué se trataba.
«Un ancla vieja», se dijo.
Al seguir sacando arena Ricky vio con asombro una gran M. Luego apareció una I y por fin la palabra entera: «MISTERIO».
—¡Canastos! ¡Qué cosas! ¡Tengo que llevar el ancla a casa!
El pequeño siguió excavando hasta que el ancla entera quedó al descubierto. El hoyo era ahora tan profundo que a Ricky sólo le asomaba la cabeza por la superficie. El pequeño trepó afuera y se tumbó en tierra para alargar los brazos y tirar del ancla. Pero el ancla no se movía en absoluto.
«Tendré que buscar ayuda —decidió el pequeño, y miró a su alrededor. Pero la playa estaba desierta—. Iré a casa».
Deseoso de gritar su secreto, Ricky volvió a casa corriendo a toda velocidad de sus piernas. Entró sin aliento y vio a toda la familia sentada ya a la mesa; tartamudeando les habló del maravilloso hallazgo.
—¡Vamos corriendo a buscarlo! —gritó sin poder contener los nervios.
Pero la madre, aunque también estaba deseosa de ir en busca del ancla, opinó que era más conveniente acabar primero la cena. Todos comieron muy rápidamente y al cabo de un cuarto de hora se ponían todos en camino.
Ricky iba delante, esquivando a saltos los tablones y las grandes conchas marinas que llenaban la playa. El pequeño corría de tal modo que el mismo Pete encontraba dificultad en alcanzarle.
—¡Eh! ¡Aguarda un momento, Ricky! —llamó el hermano mayor—. El ancla no va a volar.
El pequeño, que le llevaba ya casi veinte metros de adelanto, volvió la cabeza, haciendo señas a Pete para que se diera más prisa.
—¡Es una pista importantísima! —gritó, gravemente—. ¡No quiero que nadie la descubra antes que nosotros!
Ricky reanudó la carrera y llegó el primero al hoyo. Estaba mirando al interior cuando una mueca de desconsuelo nubló su carita.
¡El ancla había desaparecido!