UNA BATALLA EN LA ARENA

Rachel se deslizó por la parte de la duna en cuyo principio se encontraba Pam con el pedazo de remo en donde se leía «MIS».

—¡Es una pista estupenda, Pam! ¡Puede que el barco pirata esté enterrado aquí mismo!

—¡Hay que llamar a todos y empezar a cavar! —dijo con voz emocionada Pam, poniéndose en pie de un salto.

Pero, aún no habían tenido tiempo de echar a andar, cuando a sus espaldas sonó una voz y Homer Ruffly apareció, corriendo.

—¡He oído lo que habéis dicho! ¡No podéis llevaros el remo!

—¿Por qué no? Lo he encontrado yo —repuso Pam.

—No podéis porque… porque… —Homer empezó a tartamudear, pero al fin concluyó por decir—: porque he sido yo quien lo ha puesto aquí.

—No te creo —contestó Rachel, muy enfadada—. ¿Por qué no estás con tu padre, buscando el tesoro?

—¡Puedo hacer lo que me dé la gana! —fue la respuesta del mal educado Homer—. Y escuchad lo que os digo: mi padre tiene derecho a excavar donde quiera. A eso no tenéis derecho los Hollister ni nadie más.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Pam.

—El alcalde de la Playa de la Gaviota dio a mi padre el permiso de excavar. Pero ¿cómo iba a quedar este pueblo veraniego si todos los que vienen empezasen a abrir zanjas y hoyos?

Dándose mucha importancia, Homer abombó el tórax mientras hacía aquel discurso que, como muy bien imaginaron las niñas, lo había oído a los mayores. De todos modos, algo podía haber de cierto en lo que el chico decía. Los Hollister no podían rescatar el «Misterio» sin permiso del alcalde.

—Se lo preguntaré al tío Russ —dijo Pam, muy decidida.

En los últimos momentos la niña había dejado de sujetar con mucha fuerza el remo. Homer se dio cuenta y, tan rápido como un relámpago, se lo arrebató a Pam de las manos y echó a correr.

—¡No puedes hacer eso! —gritó Pam.

Las dos niñas echaron a correr detrás del camorrista muchacho. Los tres corrían con toda la velocidad de sus piernas, pero Homer, que calzaba alpargatas de goma, tenía la ventaja. Las suelas de las sandalias de Pam y Rachel resbalaban en la arena. Homer se adelantaba cada vez más.

A medio camino del río, Pam vio a Pete y Ricky que se dirigían a la playa. Con toda la fuerza de sus pulmones, Pam gritó:

—¡Pete! ¡Ricky! ¡Detened a Homer!

Aunque los chicos no entendieron lo que su hermana decía, sí se dieron cuenta de que algo iba mal. Las niñas corrían detrás de Homer que llevaba algo de madera en la mano. La verdad era que los dos hermanos también habían salido en busca de Homer. ¡Ricky tenía unas cuentas que arreglar con el pesado chicazo! De modo que los dos hermanos empezaron a correr detrás de Homer y no tardaron en atraparle.

—¡Soltadme! —protestó Homer—. Tengo que… que llevar esto a mi padre ahora mismo.

—¡No le dejéis marchar! —gritaba Pam.

A los pocos instantes ella y Rachel llegaron junto a los muchachos. Ricky estaba diciendo:

—Eres un chico malo, Homer. Y no tienes ni un poquito así de compasión. Te has llevado mi bote de margaritas para dejarlas en un rincón de tu embarcadero, sin nada de agua.

—¡Bah! Eso no les hace daño. Tú eras el que no cuidaba las margaritas. Se habrían muerto, viviendo en el porche.

En aquel momento Homer comprendió que Pam y Rachel le habían alcanzado y echó a correr de nuevo, pero Pam advirtió a voces:

—¡Devuélveme el remo! ¡Pete, oblígale a que me lo devuelva!

—¡Apártate de mí! —chilló Homer, desafiante, y dio a Pete un buen puñetazo.

Pete le devolvió el golpe y cogió un extremo del remo. Como cada uno de los muchachos forcejeaba hacia un lado, el remo acabó por romperse y cayó al suelo dividido en dos trozos.

—¿Ves lo que has hecho? —chilló Homer golpeando a Pete con toda su fuerza en la barbilla.

El mayor de los Hollister, indignado, volvió a golpear a Homer y un momento después los dos chicos estaban enzarzados en una dura pelea. Asidos el uno al otro rodaron una y otra vez por la arena. Pete logró colocarse sobre Homer y le dio un golpe en la nariz. El chico empezó a gimotear y dijo en seguida:

—Me rindo, me rindo. ¡Podéis llevaros el remo y esas feas margaritas!

Y muy avergonzado, se alejó mohíno, playa abajo.

—¡Qué bien has luchado, Pete! —dijo Ricky, sintiéndose muy orgulloso de su hermano.

Pete sonrió y se sacudió la arena de las ropas y el pelo, mientras Pam contaba a sus hermanos todo lo relativo al remo encontrado. En cuanto llegaron a casa, Pam corrió en busca de tío Russ y le explicó lo que Homer había dicho de obtener permiso del alcalde para hacer excavaciones.

—Nunca he oído semejante cosa, pero voy a enterarme —dijo tío Russ.

Y acercándose al teléfono, marcó el número del alcalde. A los pocos minutos había obtenido una contestación que comunicó a sus sobrinos.

—Para llevar a cabo grandes operaciones como la que efectúa el señor Ruffly, sí hace falta un permiso —explicó el tío—. Pero si no se hace otra cosa que levantar paletadas de arena en la playa no se necesita nada. No creo que tengamos más complicaciones con Homer ni con su padre.

Después de un silencio, tío Russ añadió:

—¡Ah! Otra cosa me ha dicho el alcalde: cualquier objeto que pertenezca al naufragio deberá entregarse al museo de la población.

—Entonces, llevaré allí el remo —prometió Pam—. Pero ¿qué se hace con las otras cosas que se pueden encontrar, como por ejemplo una esmeralda?

—Todo lo que no sea parte integrante del buque es propiedad del que lo encuentre —contestó tío Russ.

—¡Hurra! —exclamó Ricky—. ¡Vamos en seguida a cavar!

Aquella tarde toda la familia, cargada con picos y palas, salió hacia la duna descubierta por Pam y Rachel. De pronto el tío Russ se detuvo y volvió a buscar su material de dibujo.

—Tengo que hacer alguna historieta sobre esta expedición —dijo, echándose a reír.

Ante todo pidió a los buscadores del tesoro, que iban vestidos con trajes de baño, que se colocaran en fila por orden de estaturas. El señor Hollister el primero, con una gran pala, luego su esposa con un gran pico. Después Pete, Pam, Holly y Ricky, cada uno con una herramienta propia de excavador. Detrás de todos se situó la pequeñita Sue, provista de un cubo y una pala.

—¡Los Felices Hollister buscadores de tesoros! —rió tío Russ, mientras acababa el primer boceto.

Todos rieron al verse dibujados con enormes cabezas y cuerpos muy pequeños, como se ven a veces en los chistes. Pero las caras eran el retrato exacto de cada uno de los parientes del dibujante.

El tío continuó haciendo bocetos, mientras los demás cavaban afanosamente y sacaban grandes paletadas de tierra de la duna. Allí encontraron toda clase de objetos sin valor, como latas de conservas vacías y juguetes de playa rotos, pero ni una sola cosa que tuviera algo que ver con el barco pirata que deseaban encontrar.

Con un suspiro Holly dijo:

—Debe de ser que el mar no quiere darnos nada… Eso dijo «Trotaplayas».

—También puede ocurrir que el remo quedase enterrado aquí y el buque «Misterio» se perdiese en otra parte —repuso el señor Hollister.

Aunque renunciaron a seguir buscando allí, Pete declaró:

—¡Ya lo encontraremos!

A la mañana siguiente fue a verles Rachel. Llevaba en la mano una carta que dio a la señora Hollister.

—¿Qué dice? ¿Qué dice? —inquirió Sue, muy curiosa, mientras su madre abría el sobre.

La señora Hollister leyó la nota y sonrió. Luego dijo a todos:

—Niños, estáis invitados a comer pastel de almejas en casa de la abuela Alden.

—¿Pastel de almejas? —repitió Ricky, rascándose pensativo la cabeza—. ¿Y eso qué es, Rachel?

La bonita nieta de la abuela Alden contestó, sonriente:

—Ya lo verás cuando lo comas. Además, mi abuelita tiene preparada otra sorpresa.

Estaban invitados a ir a casa de la anciana a las doce, de modo que estuvieron en la playa nadando y jugando hasta las once. Luego se vistieron ropas limpias de alegre color veraniego y se marcharon con Rachel.

—¿Es un pastel caliente? —insistió la preguntona de Sue, mientras iban de camino.

—Ya lo veréis. Ya lo veréis —era lo único que Rachel les contestaba.

¡Qué delicioso olor a guisos notaron todos al llegar a casa de la abuela Alden!

—¡Haaamm! ¡Qué rico debe de ser el pastel de almejas! —dijo Ricky, ya relamiéndose.

La abuela Alden salió de la cocina con una alegre expresión y anunció que todo estaba preparado. Los niños ocuparon sus puestos alrededor de la mesa redonda del comedor, que ya estaba dispuesta con platos y servilletas de distintos colores.

Un momento después, la viejecita aparecía con un humeante y gran pastel. Colocó la fuente sobre la mesa y fue cortando pedazos en forma de triángulos para todos los niños.

Los hermanos Hollister no habían estado muy seguros de que pudiera gustarles aquel pastel que resultó estar hecho con un picadillo de almejas en salsa, dentro de dos capas de masa de empanada. Pero a todos les pareció buenísimo y comieron dos trozos. Durante la comida, hablaron del buque «Misterio» y Pam preguntó a la abuela Alden si sabía algo del superviviente del naufragio.

—Muy poco, hijita —respondió la anciana—. Le encontraron dos personas que vivían en una casuca, una media casa, y cuando el hombre murió, ellos mismos le enterraron. Poco después también ellos murieron. Si aquel desgraciado superviviente del naufragio les contó algún secreto, nadie más llegó a enterarse de tal cosa.

Ricky hizo indagaciones sobre la palabra «casuca» o media casa y se enteró de que quería decir «casa», pero pequeña y poco bonita.

—Ahora, si habéis acabado de comer —dijo la abuela de Rachel, después de servir dulces y fruta—, os mostraré la sorpresa que tengo para vosotros.

La señora les llevó al taller que tenía en el patio de la casa. En el cobertizo había toda clase de utensilios de alfarería y a un lado se veía incluso, un pequeño horno con una puerta de cristal.

—Mirad en mi horno —invitó la señora Alden— y encontraréis un regalo para la familia Hollister. Se está cociendo para que quede sólido.

Cuando miraron el interior del horno, los niños vieron un faro, más grande y bonito que el que Pete había arreglado con cemento.

—Está hecho con la arcilla fina que tú y Rachel encontrasteis, Pam —explicó la abuela Alden—. Deseo que utilicéis esta lámpara, en lugar de la otra recompuesta.

—Es usted muy amable —dijeron, casi a un tiempo, Pete y Pam—. Aunque el cemento de papá es muy bueno, no se puede evitar que se vea una raya en la parte de la unión.

—¿Cuánto tiempo tiene que estar guisándose el faro? —preguntó Sue.

Con una sonrisa divertida, la abuela Alden repuso que la pieza debía estar dos días en el horno. Antes de que los Hollister regresasen a Shoreham, Rachel iría a llevarlo a la casa de tío Russ. Cuando la ancianita empezó a trabajar, dando a un pedazo de barro la forma de una jarra, Pam dijo:

—Tendremos que irnos ya. Muchas gracias por la comida. El pastel estaba riquísimo.

También los demás niños dieron las gracias a la señora y después de despedirse de ella y de Rachel, se alejaron por la playa.

Estaba muy cerca de casa cuando Pam se detuvo de improviso y tomando a Pete por un brazo, preguntó:

—¿Aquel que está en el porche no es Homer Ruffly?

—Sí, sí. Y van con un hombre. ¿Qué querrán?

El señor Hollister estaba abriendo la puerta a los visitantes cuando los niños llegaron al porche. Homer presentó al hombre que le acompañaba, diciendo que era su padre. El hombre, bajo y grueso, tenía una nariz enorme y bajo ésta un bigote que parecía un pincel.

—Venía a hablar con usted sobre sus hijos —dijo el hombre, al señor Hollister, mientras se sentaban en cómodas butacas.

El corazón de Pete y Ricky empezó a latir con fuerza.

¿Qué iba a pasar?